Feliz cumpleaños

"23:15, una nena" le dirá el obstetra a tu madre cuando te saque de su vientre, y la escucharás a ella decirlo por los años que le quede y te lo grabarás a fuego en tu corazón para repetírtelo cuando ya no esté ella para decírtelo. "23:15, una nena".

Crecerás en una familia disfuncional en la que nunca te hallarás, y buscarás en otras personas a la familia que no tuviste. La encontrarás por momentos en los lazos que crearás, te perderás otras veces buscando algo que no será, y muchos años después formarás la tuya, diferente a la del resto. Serás una adulta entre pares de 10 años, y tu adolescencia será más problemática que la de tus compañerxs de clase. No tendrás una juventud fácill y agradecerás cada cumpleaños estar más lejos de esa etapa funesta de tu vida. Pero sentirás orgullo al verte en la lejanía, porque entenderás lo que has crecido, y sonreirás con altanería cuando otros recuerden con nostalgia su "pasado mejor" y vos adviertas que lo único que habrá quedado del pasado de esa niña triste serán sus rulos, que encima habrás aprendido a querer, y que tu hoy será siempre mejor que tu ayer.

No será fácil, no te la harán fácil. Tendrás que hacerte escuchar entre las voces que quieran silenciarte, que les molestará que hables, que seas quien sos. Cantarás porque te gustará cantar, y sobretodo porque desde el escenario nadie podrá callarte. Te aplaudirán, te dirán que tenés una voz privilegiada, y no te creerán que esa voz habrá sido fruto de años de estudio y esfuerzo y odiosas voces que habrán querido callarte. Aprenderás a cantar y a hacerte escuchar, y nadie más se atreverá a silenciarte.

Cruzarás océnanos como quien cruza una avenida. Descubrirás mundos nuevos, nuevas lenguas, te sorprenderá la agudeza de tus cinco sentidos y confiarás ciegamente en el sexto, que te salvará la vida más de una vez. Vivirás aventuras incontables, te dolerá la panza de tanto reírte, los ojos de tanto llorar, los pies de tanto caminar. Se te acabarán las palabras, las sonrisas, las lágrimas. Te sentirás sola en el lugar más poblado del mundo, y acompañada en la soledad de un cuartucho ínfimo. 

Empezarás a escribir.

Extrañarás muchísimo la espontaneidad de tu vida en Asia, el "te veo en media hora" que te pillará en pijamas y te sacará despeinada de la cama sin cambiarte. Nunca más saldrás en ropa de dormir a la calle, y nunca más volverás a planear una salida con menos de 45 minutos de antelación. Te perderás en agendas infernales para tomar un mate virtual, y te frustrarás por el desencuentro al punto de dejar de planear.

Vivirás una pandemia. Afuera el mundo será un caos, pero adentro para vos, en parte, será una bendición. Podrás recuperar el tiempo con tu hijo. Repararás la ausencia y el inmenso dolor que te habrá provocado tener que dejarlo a los 6 meses para volver a un trabajo en el que te maltratarán por tu elección familiar. Recuperarás no solo el tiempo, sino también tu felicidad. No permitirás que te maltraten más. Vos y tu hijo se divertirán mucho juntos y te inflarás de orgullo cuando te comenten lo inteligente bueno y simpático que es. Lo amarás muchísimo, tanto tanto tanto que no lo podrás poner en palabras.

Tendrás miedo, muchísimo miedo. Vivirás situaciones que jamás habrás imaginado vivir, se te helará la sangre, sentirás la adrenalina correr por cada milímetro de tu cuerpo hasta salirte por los dedos, se te acelerará el corazón y la respiración, pero siempre encontrarás una salida. Reflexionarás, mucho tiempo después, que correrte de situaciones tenebrosas habrá sido tu estrella, y que siempre tendrás la agudeza de romper puertas o crear ventanas para escaparte. Y el otro miedo, el de tu cabeza, no te detendrá. Lo sentirás, sí, pero le darás la espalda y no dejarás que te paralice. 

Saltarás.

Te soltarán la mano, te dejarán ir, te abandonarán, pero igual seguirás caminando. Con un pie roto, lleno de ampollas, con cinco púas de erizo clavadas en el talón, bajo la lluvia helada, a pleno sol, pisarás las flores de la primavera con bronca por su presuntuosa belleza, pero no te detendrás. Seguirás. Con distracciones, descuidos, recreos, brújulas desmagnetizadas, mapas viejos, sin GPS, igual seguirás. Y llegarás ahí a donde habrás querido llegar, pero te darás cuenta cuando ya estés saliendo en busca de un nuevo lugar. 

Pero volverás, siempre volverás. Al asfalto viejo, a las bocinas sordas, al barullo de la avenida, al tumulto de la gente, a comprender el idioma, tu idioma, el que empezarás a olvidar y a mezclar con otros cuando te vayas no por presumida sino por acelerada, porque tendrás muchas cosas para decir y poco tiempo para contarlas, y se te enredarán las lenguas, las palabras, los sentidos, los aromas. Volverás a visitar aunque sea un ratito y juntarás promesas de nuevas visitas de este y del otro lado del océano y te irás con la ilusión de que en breve nos veremos otra vez, y la despedida no será tan dura por unos minutos. Volverás a pasar por la casa donde habrás vivido y mirarás para arriba y verás tu balcón vacío sin tus plantas de aloe vera que regalarás cuando te vayas, y recordarás las fiestas en ese lugar y los cumpleaños que habrán tenido nombre, "y que la espuma te llegue al cielo" será tu lema en cada brindis y un "ojalá encuentres lo que estás buscando, o al menos encuentres qué buscar" se volverá tu deseo para cada aniversario. 

Festejarás tus cumpleaños más de una vez, o a destiempo, o nunca. Brindarás con desconocidxs conocidxs de toda la vida, con tu gente, con tu sombra. Celebrarás tu cumpleaños por una semana, o callarás la fecha por temor a que nadie venga, se acuerde, te cante. Recibirás mensajes de todas partes del mundo, en varios idiomas, con frases y textos maravillosos, pero pase lo que pase en algún momento del día una voz con la misma dulzura de siempre te dirá "23:15, una nena". 

Mucha mierda

Toi toi toi. Pugliese Pugliese Pugliese. In bocca al luppo. De todas las cosas que se dicen en teatro para desear suerte sin decir la palabra "suerte" la que más me gusta es "MIERDA". Tiene una fuerza elocutiva potente y arrolladora, capaz de depurar hasta el más siniestro de los maleficios. Una sugerente emmmmmme seguida de una suave diptongación que alcanza su clímax en una errrrrrrrrrrrrrrre furiosa para resolver en una sílaba -"da"- lavada e impura. MIERRRRRRRRRDA.
Quizás me guste la palabra porque me remite a una de las pocas y buenas anécdotas familiares que todavía me hacen reír. Años ha, mi abuelo tuvo un amigo llamado Bubby, quien se dice sufrió un problema estomacal/digestivo/intestinal -vaya unx a saber- que le hizo vomitar un bolo fecal. Cada vez que venía el tal Bubby a visitar a mi abuelo todos nos mirábamos de reojo y nos preguntábamos sin preguntar cómo habría hecho el tipo para vomitar su propia mierda. Y si no aparecía, también nos gustaba recordarlo en momentos solemnes, como ser en pleno almuerzo dominical o en cada cena de Navidad. Nunca faltaba un primo o una tía que a viva voz preguntara "¿Qué es de la vida de Bubby?", seguido por los gritos asqueados de mi abuela y las carcajadas del resto. Si había un invitado, entonces se le explicaba con lujo de detalles quién era el amigo Bubby y por qué nos gustaba recordarlo a la hora de comer.
Asumo que mi madre también influyó en mi particular gusto por esta palabra. Una de las cosas que me enseñó de chica fue a ir al baño antes de salir de casa. Me obligaba a ir aunque no tuviera ganas y me forzaba a que pillara al menos una gotita. Yo creo que lo hacía más por ella que por mí, ya que sufría (y aún sufre) una especie de fobia a los baños ajenos que le impedía realizar cualquier tipo de actividad en cualquier inodoro que no fuera el de ella.
Entre todas las cosas que desaprendí en mi adolescencia, el culto por los baños se volvió mi mayor rebelión. Lugar adonde iba, lugar que tenía que visitar el trono real. Primero por curiosidad, luego por necesidad, y finalmente como forma de demarcación: mi culo se volvió un culo territorial, y a donde fuera tenía que expresarse. Mis dos años en China y algunos de sus peculiares hábitos allí doblegaron un poco mi impulso, que rápidamente se volvió a activar en cuanto pisé suelo otomano.
En turco mierda significa "bok" y no se usa para desearle suerte a ningún artista que esté por salir a escena. Eso me lo dijo Ö. en uno de nuestros primeros encuentros, cuando recién estábamos empezando a pensar la puesta de "Arlequín, servidor de dos patrones". Ö. estudió en el Actor's Studio de Nueva York, hace ya unos cuantos años gracias a una beca que ganó. Trabajó con Al Pacino y otras celebrities antes de que su visa expirara y tuviera que volver a Turquía, donde se hizo famosa actuando en series de televisión y teatro, y donde desarrolló una importante carrera docente en una de las mejores universidades de Estambul. A Ö. le gustó mi trabajo como directora musical en "The Producers", y cuando la contactaron para hacer Goldoni no dudó en llamarme a mí para que aportara al proyecto desde lo musical. Pegamos onda desde la primera conversación telefónica, y la base fundamental de la puesta salió de aquel primer encuentro que tuvimos en el çay bahçesi de Kadıköy. Establecimos los principios de la obra, lo que queríamos contar, cómo lo queríamos contar y por qué lo queríamos contar. Volver al teatro más puro me hizo volver a mí misma, a mis raíces. Si bien mi formación teatral nunca fue tan formal como la musical, siempre me sentí tan ligada al teatro como a la música. Quizás porque dentro del conservatorio, entre mis compañeros, era la única que entendía la ópera como teatro musical, poesía en su estado más puro, donde ambas partes (texto y música) son indisolubles en escena y donde solo a través del cuerpo en toda su extensión se puede manifestar.
Ö. tomó nota de mis ideas, escuchó cada una de mis palabras, debatimos, consensuamos, disentimos, y finalmente logramos crear una adaptación que se ajustara a la idiosincrasia turca sin perder el espíritu italiano. Fue un proceso creativo maravilloso. Una vez encontrados los actores, comenzamos a trabajar.
Hubo, sin embargo, una cosa que temí podía perjudicar nuestra relación profesional, y es que Ö. era una obsesiva de la puntualidad. Yo y mis llegadas tarde comenzamos a quedarnos sin justificaciones ante esa manía incomprensible por "cumplir horario", y empezamos a tener nuestros primeros roces.
Ö. no aceptaba ningún tipo de pretexto para faltar o llegar tarde a un ensayo y hacía todo lo posible por demostrar la falacia de cualquier vil excusa. Mi precaria situación legal me dio un par de coartadas que me libraron de sus apercibimientos y me permitieron continuar participando en la obra, a pesar de su expreso descontento. Pero hubo un día, inexcusablemente embarazoso, que limó cualquier aspereza que pudiese haber surgido por mi impuntualidad y selló definitivamente y para siempre nuestra amistad. Porque los vínculos que nacen en las peores coyunturas suelen ser más sólidos, y el nuestro nació de las alcantarillas más profundas que jamás hubiéramos podido imaginar.
La mañana del ensayo fatal me levanté con una dolencia difícil de explicar. Un cansancio repentino y un leve dolor de cuerpo me hicieron pensar en una gripe inminente, pensamiento que se acentuó a lo largo del día con las esporádicas toses y estornudos que me invadieron. Faltar al ensayo no era posible, así que tomé todo lo que tenía a mi alcance y me fui a trabajar. A lo largo del día otra molestia se sumó a mi repertorio de achaques y complicó aún más mi situación: ahora no solo era un leve dolor de cuerpo, además se había sumado un intempestivo ir de cuerpo. La diarrea poderosa que se apropió de mí me retuvo más de lo normal en cuanto baño se cruzó en mi camino.
Pero (otra vez) estaba demorada, y a contrarreloj tuve que dejar antes de tiempo uno de los tantos inodoros que visité para apresurarme a llegar al que sería el ensayo más recordado de mi vida artística. Tomé el subte para hacer más rápido mientras pensaba qué excusa válida inventaría esta vez para zafar del severo apercibimiento que me esperaba. Un "tengo diarrea" no iba a conformarla por muy mal que me sintiera. Absorta en mis pensamientos iba yo tomada de la baranda del subte cuando sin previo aviso empecé desaforadamente a toser, con tanto ímpetu y tan furiosamente que mi culo decidió cobrarme caro el haberme ido antes de tiempo del baño. Ahí, en el medio del subte, agarrada de una baranda y con desafortunados testigos, una incontinencia fecal inaudita se adueñó de mí. ¡Había encontrado una excusa!, no sé si perfecta pero perfectamente válida y definitivamente extraordinaria...
Llegué al ensayo como pude, frunciéndome toda para que lo único que se me cayera fuera la cara de vergüenza. Ö. me vio llegar y enojada me hizo señas para que subiera al escenario así como estaba (no sabía cómo estaba) y empezara inmediatamente con lo que teníamos previsto. La llamé desde la puerta, y calculo que por mi expresión pudo deducir que algo no andaba bien. La barrera lingüística no interfirió en la transmisión del mensaje: un simple y escueto "me cagué encima" fue suficiente para que se suspendiera el ensayo "por desperfectos técnicos", porque claro, los actores y las actrices no tenían por qué enterarse de mi escatológica situación. Nos escondimos en el baño, cual adolescentes, y con la ayuda de su asistente bloqueamos el ingreso. Afuera detrás de la puerta se oían los murmullos y las corridas de los curiosos artistas, que pensaban que algo secreto se estaba tejiendo entre bambalinas. Sin embargo adentro la escena ocurría en cámara lenta y en absoluto silencio, cual culebrón turco, con largas miradas desconcertadas y balbuceos sin sentido. Nos habíamos ido tanto del libreto que no sabíamos cómo volver, pero no había mucho para hacer, teníamos que ensayar un final para mi insólita novela. Escabulléndose para no ser vista, Ö. corrió a improvisar una solución, y yo me quedé encerrada en el cubículo esperando a mi salvadora. No era mi primera experiencia encerrada en un baño, pero ciertamente era la más vulnerable. Pensé en todas las desgracias que podían ocurrirme estando ahí: un terremoto, un corte de luz, quedarme sin papel... Reflexioné sobre mi vida hasta el infinito, sin siquiera prever que un problema de residencia precipitaría mi vuelta a Argentina, que no podría estar para los últimos ensayos, que la obra sería un éxito y se agregarían funciones, que Ö. se mudaría a Italia y que años más tarde nos encontraríamos en La Scala di Milano a rememorar "esos tiempos" en los que sin querer protagonizamos una auténtica commedia dell'arte. El último acto de la historia tuvo un desenlace todavía más inesperado, como pasa siempre que dejamos que la vida haga de las suyas, que quedará grabado en los anales del teatro y que, por pudor y por respeto, no me atrevo a compartir.
Esa noche volví a casa con una bombacha y pantalones nuevos, una férrea amistad y tarareando por lo bajo los temas de la Orquesta Fernández Fierro, porque la mente es retorcida a veces, y de todo el repertorio musical que conocía caprichosamente solo me instaba a escuchar aquel álbum llamado Mucha Mierda.

(Imagen de Wikipedia)

No crecieron los tomates de las semillas rusas, ni alemanas, ni los tipo ciruela, ni los morados tampoco. Semanas siguiendo las instrucciones de cultivo para que la primera camada muriera sin haber nacido. La segunda oportunidad fue un poco más promisoria, y cuando empezaron a asomar los brotecitos los saqué al patio y preparé con entusiasmo su nuevo lugar en la maceta más grande. Crecieron (muy poco), lo suficiente como para ser detectados y devorados por los cuervos. No hubo espantapájaros ni cobertor que los protegiera, se los comieron a todos: a los rusos, a los alemanes, a los tipo ciruela, a los morados. La desasón fue enorme, y confieso haber llorado por todo lo que eso representaba: semillas que no germinan, segundas oportunidades que vuelven a escaparse, planes que fracasan, plata y tiempo perdido. Abandoné el cultivo y me resigné a comprar tomates de supermercado. No eran rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela ni mucho menos morados, pero al menos eran tomates que no me decepcionaban.

Una tarde tiré los restos de una ensalada en dos macetas. No con la intención de hacerlos crecer, a mí los tomates no me crecían. No los regué ni los cuidé de los cuervos ni les removí la tierra ni los cargué con falsas expectativas, y sin embargo ellos empezaron a asomarse: primero un brotecito, después un plantín, más tarde un tronquito que pronto hubo que sujetar. Los cuervos volvieron a picotear a uno, al más débil, al chiquitito, al atacado por una plaga, al que estaba al lado de tierra infértil que mataba todo lo que plantaba. Pero a mí no me importó: en la otra maceta crecía imponente una planta frondosa, muy firme, llena de hojas robustas y que se expandía hacia todos lados.
Volvió mi ilusión. Empecé a visitarlos todas las mañanas, a establecer horarios de riego, me deshice de las plagas, removí la tierra, los sujeté con firmeza, los fertilicé, les empecé a hablar, al plantín chiquito al que le tenía poca fe y a la planta frondosa que ocupaba todo mi corazón. Salieron unas florcitas amarillas y una mañana, en mi saludo de rutina, descubrí que debajo de esas florcitas se escondían -muy chiquitos- pequeños frutos redondos, duros, firmes, verdes. Eran tomates.
Lloré una vez más, esta vez de emoción y de sorpresa.
No crecieron tomates de la planta grande, firme y frondosa, crecieron del plantín chiquitito, picoteado por los cuervos, al lado de la tierra infértil y lleno de plagas. Mis tomates eligieron crecer ahí donde menos me lo esperaba para enseñarme que germina lo que tiene buena base a pesar de que no se vea, lo que picoteado y dañado aún puede sostenerse firme, lo que en comparación no se ve tan bien como lo otro pero muestra ser mucho mejor que aquello que más se admira. Mis tomates no serán ni rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela, ni morados. De hecho, probablemente nunca sepa qué tipo de tomates son. Pero para mí serán los tomates que me enseñaron que a las oportunidades no hay que dejar de buscarlas por más fracasos que tengas encima, y que están ahí, incluso bajo la sombra de lo que más brilla.