No crecieron los tomates de las semillas rusas, ni alemanas, ni los tipo ciruela, ni los morados tampoco. Semanas siguiendo las instrucciones de cultivo para que la primera camada muriera sin haber nacido. La segunda oportunidad fue un poco más promisoria, y cuando empezaron a asomar los brotecitos los saqué al patio y preparé con entusiasmo su nuevo lugar en la maceta más grande. Crecieron (muy poco), lo suficiente como para ser detectados y devorados por los cuervos. No hubo espantapájaros ni cobertor que los protegiera, se los comieron a todos: a los rusos, a los alemanes, a los tipo ciruela, a los morados. La desasón fue enorme, y confieso haber llorado por todo lo que eso representaba: semillas que no germinan, segundas oportunidades que vuelven a escaparse, planes que fracasan, plata y tiempo perdido. Abandoné el cultivo y me resigné a comprar tomates de supermercado. No eran rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela ni mucho menos morados, pero al menos eran tomates que no me decepcionaban.
Una tarde tiré los restos de una ensalada en dos macetas. No con la intención de hacerlos crecer, a mí los tomates no me crecían. No los regué ni los cuidé de los cuervos ni les removí la tierra ni los cargué con falsas expectativas, y sin embargo ellos empezaron a asomarse: primero un brotecito, después un plantín, más tarde un tronquito que pronto hubo que sujetar. Los cuervos volvieron a picotear a uno, al más débil, al chiquitito, al atacado por una plaga, al que estaba al lado de tierra infértil que mataba todo lo que plantaba. Pero a mí no me importó: en la otra maceta crecía imponente una planta frondosa, muy firme, llena de hojas robustas y que se expandía hacia todos lados.
Volvió mi ilusión. Empecé a visitarlos todas las mañanas, a establecer horarios de riego, me deshice de las plagas, removí la tierra, los sujeté con firmeza, los fertilicé, les empecé a hablar, al plantín chiquito al que le tenía poca fe y a la planta frondosa que ocupaba todo mi corazón. Salieron unas florcitas amarillas y una mañana, en mi saludo de rutina, descubrí que debajo de esas florcitas se escondían -muy chiquitos- pequeños frutos redondos, duros, firmes, verdes. Eran tomates.
Lloré una vez más, esta vez de emoción y de sorpresa.
No crecieron tomates de la planta grande, firme y frondosa, crecieron del plantín chiquitito, picoteado por los cuervos, al lado de la tierra infértil y lleno de plagas. Mis tomates eligieron crecer ahí donde menos me lo esperaba para enseñarme que germina lo que tiene buena base a pesar de que no se vea, lo que picoteado y dañado aún puede sostenerse firme, lo que en comparación no se ve tan bien como lo otro pero muestra ser mucho mejor que aquello que más se admira. Mis tomates no serán ni rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela, ni morados. De hecho, probablemente nunca sepa qué tipo de tomates son. Pero para mí serán los tomates que me enseñaron que a las oportunidades no hay que dejar de buscarlas por más fracasos que tengas encima, y que están ahí, incluso bajo la sombra de lo que más brilla.
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