Toi toi toi. Pugliese Pugliese Pugliese. In bocca al luppo. De todas las cosas que se dicen en teatro para desear suerte sin decir la palabra "suerte" la que más me gusta es "MIERDA". Tiene una fuerza elocutiva potente y arrolladora, capaz de depurar hasta el más siniestro de los maleficios. Una sugerente emmmmmme seguida de una suave diptongación que alcanza su clímax en una errrrrrrrrrrrrrrre furiosa para resolver en una sílaba -"da"- lavada e impura. MIERRRRRRRRRDA.
Quizás me guste la palabra porque me remite a una de las pocas y buenas anécdotas familiares que todavía me hacen reír. Años ha, mi abuelo tuvo un amigo llamado Bubby, quien se dice sufrió un problema estomacal/digestivo/intestinal -vaya unx a saber- que le hizo vomitar un bolo fecal. Cada vez que venía el tal Bubby a visitar a mi abuelo todos nos mirábamos de reojo y nos preguntábamos sin preguntar cómo habría hecho el tipo para vomitar su propia mierda. Y si no aparecía, también nos gustaba recordarlo en momentos solemnes, como ser en pleno almuerzo dominical o en cada cena de Navidad. Nunca faltaba un primo o una tía que a viva voz preguntara "¿Qué es de la vida de Bubby?", seguido por los gritos asqueados de mi abuela y las carcajadas del resto. Si había un invitado, entonces se le explicaba con lujo de detalles quién era el amigo Bubby y por qué nos gustaba recordarlo a la hora de comer.
Asumo que mi madre también influyó en mi particular gusto por esta palabra. Una de las cosas que me enseñó de chica fue a ir al baño antes de salir de casa. Me obligaba a ir aunque no tuviera ganas y me forzaba a que pillara al menos una gotita. Yo creo que lo hacía más por ella que por mí, ya que sufría (y aún sufre) una especie de fobia a los baños ajenos que le impedía realizar cualquier tipo de actividad en cualquier inodoro que no fuera el de ella.
Entre todas las cosas que desaprendí en mi adolescencia, el culto por los baños se volvió mi mayor rebelión. Lugar adonde iba, lugar que tenía que visitar el trono real. Primero por curiosidad, luego por necesidad, y finalmente como forma de demarcación: mi culo se volvió un culo territorial, y a donde fuera tenía que expresarse. Mis dos años en China y algunos de sus peculiares hábitos allí doblegaron un poco mi impulso, que rápidamente se volvió a activar en cuanto pisé suelo otomano.
En turco mierda significa "bok" y no se usa para desearle suerte a ningún artista que esté por salir a escena. Eso me lo dijo Ö. en uno de nuestros primeros encuentros, cuando recién estábamos empezando a pensar la puesta de "Arlequín, servidor de dos patrones". Ö. estudió en el Actor's Studio de Nueva York, hace ya unos cuantos años gracias a una beca que ganó. Trabajó con Al Pacino y otras celebrities antes de que su visa expirara y tuviera que volver a Turquía, donde se hizo famosa actuando en series de televisión y teatro, y donde desarrolló una importante carrera docente en una de las mejores universidades de Estambul. A Ö. le gustó mi trabajo como directora musical en "The Producers", y cuando la contactaron para hacer Goldoni no dudó en llamarme a mí para que aportara al proyecto desde lo musical. Pegamos onda desde la primera conversación telefónica, y la base fundamental de la puesta salió de aquel primer encuentro que tuvimos en el çay bahçesi de Kadıköy. Establecimos los principios de la obra, lo que queríamos contar, cómo lo queríamos contar y por qué lo queríamos contar. Volver al teatro más puro me hizo volver a mí misma, a mis raíces. Si bien mi formación teatral nunca fue tan formal como la musical, siempre me sentí tan ligada al teatro como a la música. Quizás porque dentro del conservatorio, entre mis compañeros, era la única que entendía la ópera como teatro musical, poesía en su estado más puro, donde ambas partes (texto y música) son indisolubles en escena y donde solo a través del cuerpo en toda su extensión se puede manifestar.
Quizás me guste la palabra porque me remite a una de las pocas y buenas anécdotas familiares que todavía me hacen reír. Años ha, mi abuelo tuvo un amigo llamado Bubby, quien se dice sufrió un problema estomacal/digestivo/intestinal -vaya unx a saber- que le hizo vomitar un bolo fecal. Cada vez que venía el tal Bubby a visitar a mi abuelo todos nos mirábamos de reojo y nos preguntábamos sin preguntar cómo habría hecho el tipo para vomitar su propia mierda. Y si no aparecía, también nos gustaba recordarlo en momentos solemnes, como ser en pleno almuerzo dominical o en cada cena de Navidad. Nunca faltaba un primo o una tía que a viva voz preguntara "¿Qué es de la vida de Bubby?", seguido por los gritos asqueados de mi abuela y las carcajadas del resto. Si había un invitado, entonces se le explicaba con lujo de detalles quién era el amigo Bubby y por qué nos gustaba recordarlo a la hora de comer.
Asumo que mi madre también influyó en mi particular gusto por esta palabra. Una de las cosas que me enseñó de chica fue a ir al baño antes de salir de casa. Me obligaba a ir aunque no tuviera ganas y me forzaba a que pillara al menos una gotita. Yo creo que lo hacía más por ella que por mí, ya que sufría (y aún sufre) una especie de fobia a los baños ajenos que le impedía realizar cualquier tipo de actividad en cualquier inodoro que no fuera el de ella.
Entre todas las cosas que desaprendí en mi adolescencia, el culto por los baños se volvió mi mayor rebelión. Lugar adonde iba, lugar que tenía que visitar el trono real. Primero por curiosidad, luego por necesidad, y finalmente como forma de demarcación: mi culo se volvió un culo territorial, y a donde fuera tenía que expresarse. Mis dos años en China y algunos de sus peculiares hábitos allí doblegaron un poco mi impulso, que rápidamente se volvió a activar en cuanto pisé suelo otomano.
En turco mierda significa "bok" y no se usa para desearle suerte a ningún artista que esté por salir a escena. Eso me lo dijo Ö. en uno de nuestros primeros encuentros, cuando recién estábamos empezando a pensar la puesta de "Arlequín, servidor de dos patrones". Ö. estudió en el Actor's Studio de Nueva York, hace ya unos cuantos años gracias a una beca que ganó. Trabajó con Al Pacino y otras celebrities antes de que su visa expirara y tuviera que volver a Turquía, donde se hizo famosa actuando en series de televisión y teatro, y donde desarrolló una importante carrera docente en una de las mejores universidades de Estambul. A Ö. le gustó mi trabajo como directora musical en "The Producers", y cuando la contactaron para hacer Goldoni no dudó en llamarme a mí para que aportara al proyecto desde lo musical. Pegamos onda desde la primera conversación telefónica, y la base fundamental de la puesta salió de aquel primer encuentro que tuvimos en el çay bahçesi de Kadıköy. Establecimos los principios de la obra, lo que queríamos contar, cómo lo queríamos contar y por qué lo queríamos contar. Volver al teatro más puro me hizo volver a mí misma, a mis raíces. Si bien mi formación teatral nunca fue tan formal como la musical, siempre me sentí tan ligada al teatro como a la música. Quizás porque dentro del conservatorio, entre mis compañeros, era la única que entendía la ópera como teatro musical, poesía en su estado más puro, donde ambas partes (texto y música) son indisolubles en escena y donde solo a través del cuerpo en toda su extensión se puede manifestar.
Ö. tomó nota de mis ideas, escuchó cada una de mis palabras, debatimos, consensuamos, disentimos, y finalmente logramos crear una adaptación que se ajustara a la idiosincrasia turca sin perder el espíritu italiano. Fue un proceso creativo maravilloso. Una vez encontrados los actores, comenzamos a trabajar.
Hubo, sin embargo, una cosa que temí podía perjudicar nuestra relación profesional, y es que Ö. era una obsesiva de la puntualidad. Yo y mis llegadas tarde comenzamos a quedarnos sin justificaciones ante esa manía incomprensible por "cumplir horario", y empezamos a tener nuestros primeros roces.
Ö. no aceptaba ningún tipo de pretexto para faltar o llegar tarde a un ensayo y hacía todo lo posible por demostrar la falacia de cualquier vil excusa. Mi precaria situación legal me dio un par de coartadas que me libraron de sus apercibimientos y me permitieron continuar participando en la obra, a pesar de su expreso descontento. Pero hubo un día, inexcusablemente embarazoso, que limó cualquier aspereza que pudiese haber surgido por mi impuntualidad y selló definitivamente y para siempre nuestra amistad. Porque los vínculos que nacen en las peores coyunturas suelen ser más sólidos, y el nuestro nació de las alcantarillas más profundas que jamás hubiéramos podido imaginar.
La mañana del ensayo fatal me levanté con una dolencia difícil de explicar. Un cansancio repentino y un leve dolor de cuerpo me hicieron pensar en una gripe inminente, pensamiento que se acentuó a lo largo del día con las esporádicas toses y estornudos que me invadieron. Faltar al ensayo no era posible, así que tomé todo lo que tenía a mi alcance y me fui a trabajar. A lo largo del día otra molestia se sumó a mi repertorio de achaques y complicó aún más mi situación: ahora no solo era un leve dolor de cuerpo, además se había sumado un intempestivo ir de cuerpo. La diarrea poderosa que se apropió de mí me retuvo más de lo normal en cuanto baño se cruzó en mi camino.
Pero (otra vez) estaba demorada, y a contrarreloj tuve que dejar antes de tiempo uno de los tantos inodoros que visité para apresurarme a llegar al que sería el ensayo más recordado de mi vida artística. Tomé el subte para hacer más rápido mientras pensaba qué excusa válida inventaría esta vez para zafar del severo apercibimiento que me esperaba. Un "tengo diarrea" no iba a conformarla por muy mal que me sintiera. Absorta en mis pensamientos iba yo tomada de la baranda del subte cuando sin previo aviso empecé desaforadamente a toser, con tanto ímpetu y tan furiosamente que mi culo decidió cobrarme caro el haberme ido antes de tiempo del baño. Ahí, en el medio del subte, agarrada de una baranda y con desafortunados testigos, una incontinencia fecal inaudita se adueñó de mí. ¡Había encontrado una excusa!, no sé si perfecta pero perfectamente válida y definitivamente extraordinaria...
Llegué al ensayo como pude, frunciéndome toda para que lo único que se me cayera fuera la cara de vergüenza. Ö. me vio llegar y enojada me hizo señas para que subiera al escenario así como estaba (no sabía cómo estaba) y empezara inmediatamente con lo que teníamos previsto. La llamé desde la puerta, y calculo que por mi expresión pudo deducir que algo no andaba bien. La barrera lingüística no interfirió en la transmisión del mensaje: un simple y escueto "me cagué encima" fue suficiente para que se suspendiera el ensayo "por desperfectos técnicos", porque claro, los actores y las actrices no tenían por qué enterarse de mi escatológica situación. Nos escondimos en el baño, cual adolescentes, y con la ayuda de su asistente bloqueamos el ingreso. Afuera detrás de la puerta se oían los murmullos y las corridas de los curiosos artistas, que pensaban que algo secreto se estaba tejiendo entre bambalinas. Sin embargo adentro la escena ocurría en cámara lenta y en absoluto silencio, cual culebrón turco, con largas miradas desconcertadas y balbuceos sin sentido. Nos habíamos ido tanto del libreto que no sabíamos cómo volver, pero no había mucho para hacer, teníamos que ensayar un final para mi insólita novela. Escabulléndose para no ser vista, Ö. corrió a improvisar una solución, y yo me quedé encerrada en el cubículo esperando a mi salvadora. No era mi primera experiencia encerrada en un baño, pero ciertamente era la más vulnerable. Pensé en todas las desgracias que podían ocurrirme estando ahí: un terremoto, un corte de luz, quedarme sin papel... Reflexioné sobre mi vida hasta el infinito, sin siquiera prever que un problema de residencia precipitaría mi vuelta a Argentina, que no podría estar para los últimos ensayos, que la obra sería un éxito y se agregarían funciones, que Ö. se mudaría a Italia y que años más tarde nos encontraríamos en La Scala di Milano a rememorar "esos tiempos" en los que sin querer protagonizamos una auténtica commedia dell'arte. El último acto de la historia tuvo un desenlace todavía más inesperado, como pasa siempre que dejamos que la vida haga de las suyas, que quedará grabado en los anales del teatro y que, por pudor y por respeto, no me atrevo a compartir.
Hubo, sin embargo, una cosa que temí podía perjudicar nuestra relación profesional, y es que Ö. era una obsesiva de la puntualidad. Yo y mis llegadas tarde comenzamos a quedarnos sin justificaciones ante esa manía incomprensible por "cumplir horario", y empezamos a tener nuestros primeros roces.
Ö. no aceptaba ningún tipo de pretexto para faltar o llegar tarde a un ensayo y hacía todo lo posible por demostrar la falacia de cualquier vil excusa. Mi precaria situación legal me dio un par de coartadas que me libraron de sus apercibimientos y me permitieron continuar participando en la obra, a pesar de su expreso descontento. Pero hubo un día, inexcusablemente embarazoso, que limó cualquier aspereza que pudiese haber surgido por mi impuntualidad y selló definitivamente y para siempre nuestra amistad. Porque los vínculos que nacen en las peores coyunturas suelen ser más sólidos, y el nuestro nació de las alcantarillas más profundas que jamás hubiéramos podido imaginar.
La mañana del ensayo fatal me levanté con una dolencia difícil de explicar. Un cansancio repentino y un leve dolor de cuerpo me hicieron pensar en una gripe inminente, pensamiento que se acentuó a lo largo del día con las esporádicas toses y estornudos que me invadieron. Faltar al ensayo no era posible, así que tomé todo lo que tenía a mi alcance y me fui a trabajar. A lo largo del día otra molestia se sumó a mi repertorio de achaques y complicó aún más mi situación: ahora no solo era un leve dolor de cuerpo, además se había sumado un intempestivo ir de cuerpo. La diarrea poderosa que se apropió de mí me retuvo más de lo normal en cuanto baño se cruzó en mi camino.
Pero (otra vez) estaba demorada, y a contrarreloj tuve que dejar antes de tiempo uno de los tantos inodoros que visité para apresurarme a llegar al que sería el ensayo más recordado de mi vida artística. Tomé el subte para hacer más rápido mientras pensaba qué excusa válida inventaría esta vez para zafar del severo apercibimiento que me esperaba. Un "tengo diarrea" no iba a conformarla por muy mal que me sintiera. Absorta en mis pensamientos iba yo tomada de la baranda del subte cuando sin previo aviso empecé desaforadamente a toser, con tanto ímpetu y tan furiosamente que mi culo decidió cobrarme caro el haberme ido antes de tiempo del baño. Ahí, en el medio del subte, agarrada de una baranda y con desafortunados testigos, una incontinencia fecal inaudita se adueñó de mí. ¡Había encontrado una excusa!, no sé si perfecta pero perfectamente válida y definitivamente extraordinaria...
Llegué al ensayo como pude, frunciéndome toda para que lo único que se me cayera fuera la cara de vergüenza. Ö. me vio llegar y enojada me hizo señas para que subiera al escenario así como estaba (no sabía cómo estaba) y empezara inmediatamente con lo que teníamos previsto. La llamé desde la puerta, y calculo que por mi expresión pudo deducir que algo no andaba bien. La barrera lingüística no interfirió en la transmisión del mensaje: un simple y escueto "me cagué encima" fue suficiente para que se suspendiera el ensayo "por desperfectos técnicos", porque claro, los actores y las actrices no tenían por qué enterarse de mi escatológica situación. Nos escondimos en el baño, cual adolescentes, y con la ayuda de su asistente bloqueamos el ingreso. Afuera detrás de la puerta se oían los murmullos y las corridas de los curiosos artistas, que pensaban que algo secreto se estaba tejiendo entre bambalinas. Sin embargo adentro la escena ocurría en cámara lenta y en absoluto silencio, cual culebrón turco, con largas miradas desconcertadas y balbuceos sin sentido. Nos habíamos ido tanto del libreto que no sabíamos cómo volver, pero no había mucho para hacer, teníamos que ensayar un final para mi insólita novela. Escabulléndose para no ser vista, Ö. corrió a improvisar una solución, y yo me quedé encerrada en el cubículo esperando a mi salvadora. No era mi primera experiencia encerrada en un baño, pero ciertamente era la más vulnerable. Pensé en todas las desgracias que podían ocurrirme estando ahí: un terremoto, un corte de luz, quedarme sin papel... Reflexioné sobre mi vida hasta el infinito, sin siquiera prever que un problema de residencia precipitaría mi vuelta a Argentina, que no podría estar para los últimos ensayos, que la obra sería un éxito y se agregarían funciones, que Ö. se mudaría a Italia y que años más tarde nos encontraríamos en La Scala di Milano a rememorar "esos tiempos" en los que sin querer protagonizamos una auténtica commedia dell'arte. El último acto de la historia tuvo un desenlace todavía más inesperado, como pasa siempre que dejamos que la vida haga de las suyas, que quedará grabado en los anales del teatro y que, por pudor y por respeto, no me atrevo a compartir.
Esa noche volví a casa con una bombacha y pantalones nuevos, una férrea amistad y tarareando por lo bajo los temas de la Orquesta Fernández Fierro, porque la mente es retorcida a veces, y de todo el repertorio musical que conocía caprichosamente solo me instaba a escuchar aquel álbum llamado Mucha Mierda.
(Imagen de Wikipedia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario