Cuando allá por 2002 en Literatura Rusa tuvimos que leer "Historias de San Petersburgo" jamás imaginé que trece años después iba a estar caminando por la ciudad que tan delicadamente supo describir Gogol. Y si bien su visión es infinitamente más detallada y exquisita que lo poco que pude apreciar en mi cortísima visita, recién pisando sus calles y respirando su gélido aire invernal pude entender por qué le dedicó un relato entero a una avenida y qué singular independencia es capaz de adquirir una parte del cuerpo, como ser la nariz, en la helada Venecia del Norte.
Que Gogol me perdone por tomar sus relatos como eje para mis historias (que en nada se relacionan con sus creaciones). Sea acaso este mi humilde homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura que tardíamente supe comprender.
1. Невский Проспект
"No hay nada mejor, por lo menos para San Petersburgo, que la avenida Nevski" dice Gogol en su primer cuento. Y tiene toda la razón. Toda la grandeza de una ciudad concentrada en un lujosa vía: edificios majestuosos, gente de lo más chic, cafés, restaurantes, librerías, paseos de compras, iglesias y los vestigios de lo que supo ser una de las capitales más grandiosas del mundo.
A lo largo de esta emblemática avenida se encuentran el famoso palacio Stroganov, la catedral de Nuestra Señora de Kazán, el puente Anichkov, y la librería más antigua que está en la intersección con el canal de Griboyedova, y desde donde se ve la maravillosa Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada, uno de los templos más preciosos de San Petersburgo.
Atravesada por una gran cantidad de canales, su arquitectura parece sacada de un cuento de hadas. Todo es bello, armónico, equilibrado. Incluso su gente. Hombres y mujeres la caminan enfundados en maravillosos atuendos como si estuvieran modelando sobre una pasarela. El frío no amedrenta a los habitantes de esta ciudad, que están acostumbrados a pasearse sin un exagerado atuendo.
Todo en la Nevski Prospekt es perfecto. Por eso cuesta imaginar que ese mismo espacio, tan acicalado, haya sido escenario de cruentas batallas y numerosas muertes. "¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra cosa de lo que parece!"
M. me contó que sus abuelos vivían en 'Leningrado' (así se llamaba) cuando la ciudad fue sitiada por los nazis. Me dijo que la gente se reunía en la plaza y salía a caminar por las calles (las mismas calles que también fueron testigos de la Revolución rusa) buscando algo para comer. Sus abuelos también fueron de los que vagabundeaban por la Avenida Nevski tratando de encontrar un pedazo de pan. A veces tenían suerte, otras volvían a casa con el estómago vacío. Una vecina amamantó a casi todos los chicos del barrio, porque alguien tenía que darle leche a esos chicos cuyas madres estaban agonizando. Familias enteras dormían abigarradas en un único colchón para darse calor en los crudos inviernos. Cosas espantosas pasaron durante los dos años y medio que duró el calvario: gente que mataba por un trozo de carne, gente que comía brazos y piernas de los muertos que se desvanecían en plena ciudad, muchísima gente que moría de hambre. "Cuando se acabaron los animales (pollos, caballos, gatos, perros... ¡todos!) una especie de ola de canibalismo se desató en la ciudad. La gente salía a buscar comida y a veces ellos mismos se convertían en el plato de la cena. Pero esto es algo de lo que prácticamente no se habla" me contó M., mientras caminábamos.
Cuando volvimos a su casa, yo no podía dejar de pensar en las palabras de M., y en el contraste entre una ciudad tan hermosa y una historia tan cruenta. Mientras la madre servía la cena con una sonrisa preguntándonos qué habíamos hecho durante el día, yo pensaba en el valor de sus padres por haber subsistido en una época tan oscura. Una generación marcada por la ignominia y el coraje de haberse sobrepuesto a la tragedia de una guerra desalmada. Y mucho antes, por siglos sosteniendo la opulencia de los zares a costa del trabajo y la pobreza de los trabajadores, y por supuesto todos los hechos que desencadenaron el 17 de Octubre. Y si bien todos esos acontecimientos fueron posteriores al nacimiento de Gogol, imagino que su germen se estaría gestando en el inconsciente de un pueblo afectado por esa contradicción que oscila entre el lujo y la carencia, todo iluminado bajo la misma luz de un farol.
Esa noche, acostada en mi cama, releí "Nevski Prospekt". Y por primera vez lo entendí.
"En todo momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de mostrarlo todo bajo un falso aspecto."
2. El retrato
"En ninguna parte se detenía tanto público como delante de la tienda de cuadros de Schukin Dvor. Dicho establecimiento ofrecía, en verdad, el más heterogéneo conjunto de genialidades. Los cuadros, en su mayoría pintados al óleo y recubiertos luego de barniz verdinegro, tenían marcos pretenciosos de color ocre. Los temas habituales eran un paisaje invernal con los árboles blancos, un crepúsculo totalmente rojo como el resplandor de un incendio, un campesino flamenco, más parecido a un pavo con puños almidonados que a una persona, con el brazo arqueado para sostener su pipa... También había algunos grabados como, por ejemplo, un retrato de Jozrev-Mirzá y otros de generales con tricornio y la nariz torcida. Por si fuera poco, a la puerta solían colgar ristras de obras recortadas en corteza de árbol y pegadas en grandes folios, testimonio del talento innato del hombre ruso."
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Pasillo con pinturas colgadas |
San Petersburgo tiene uno de los museos más grandes y antiguos del mundo: el Hermitage. Centenares de obras de arte pictóricas (una de las colecciones más grandes del mundo), esculturas, antigüedades, reliquias y piezas arqueológicas de diferentes países se encuentran en este inmenso edificio que siglos atrás fuera el Palacio de Invierno de la emperatriz Catalina la Grande.
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Un Leonardo |
Generalmente una recorrida completa por el museo puede durar entre tres o cuatro días. A mí, una fugaz y ligera amante de la pintura, la visita me duró casi cuatro horas. Mucho, para mi gusto. Es que por más que suene 'inculto' y políticamente incorrecto a mí los museos me aburren inmensamente. Entiendo desde el intelecto la genialidad de Leonardo y la innovadora vanguardia que representaron en su momento Picasso o Dalí. Lo comprendo y lo valoro profundamente, de verdad. Pero ver cuadritos colgados en las paredes y muebles viejos que pertenecieron a señores "importantes" me torra, me dan ganas de tumbarme ahí mismo en esos maravillosos sillones Luis No-Sé-Qué-Número y echarme una siesta monumental, babear hasta deshidratarme el almohadón bordado en seda china con detalles en hilo de oro en el que el rey Fulano I apoyó su majestuoso culo y se tiró un ruidoso pedo. De las centenares de pinturas expuestas en el Hermitage en sus interminables salas y pasillos, solo le saqué foto a un Leonardo porque justamente era eso, un Leonardo. Ni el nombre me acuerdo. ¿Qué puede tener de interesante ver decenas y decenas de paisajes y de caras de gente que ni conozco? Y a los que conozco ¿qué más da? A mí me gusta Dostoievsky por su pluma, no por su copiosa barba. Prefiero imaginarme el rostro a verlo plasmado estático en un paño.
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Mechas de Napoleón |
En cambio las esculturas y algunas otras chucherías me encantan. Figuras macizas de hombres fornidos, biblias y coranes viejos, ropas ostentosas, carruajes lujosos, armaduras que usaron los soldados en las guerras, copas en las que bebían exclusivos elixires, lámparas de cristal. Un retrato de Dostoievsky o de Gogol es una representación invariable. En cambio un mechón de pelo de Napoleón te sumerge en un viaje al pasado y te invita a imaginar cómo sería el resto de la cabellera, quién se atrevió a cortar ese rulo, con qué tijera se hizo ese corte, cómo se ejecutó y de qué estarían hablando Napoleón y su peluquero en ese momento tan íntimo y personal. Por el contrario, la única idea que se me presenta cuando veo un cuadro no es la obra en sí sino qué llevó al artista a pintarlo. Entonces imagino que a Leonardo lo movió la naturaleza humana. A Picasso, la idea de romper con la perspectiva tradicional. A Dalí, la posibilidad de plasmar el inconsciente en una obra. Y a los rusos, el frío. Todas sus manifestaciones artísticas tienen una tonalidad profundamente gélida. Quizás la idea de un museo inmenso no haya sido un pretexto para ostentar incontables piezas maravillosas, sino más bien una excusa para pasar largas horas al resguardo del frío en un lugar cerrado. Y no sólo la pintura carga ese padecimiento como consecuencia de las bajas temperaturas. La literatura y la música son igualmente extensas en volumen y duración. Ninguna novela de un escritor ruso tiene menos de 300 páginas, ni ninguna pieza musical dura menos de tres horas. El que escribe/lee o compone/escucha está forzado a permanecer en un mismo espacio cerrado por una considerable cantidad de tiempo.
Cuando mi visita al Hermitage terminó, me quedé sentada en un banquito al lado de la puerta, mirando las fotos que había sacado y reflexionando acerca de todo lo que había visto. Demoré mi salida no por la belleza artística circundante, sino porque afuera todavía seguía nevando.
3. La nariz
La mañana del 25 de marzo el asesor colegiado Kovaliov se despierta sin su nariz. Comienza entonces una increíble travesía que incluye diálogos entre Kovaliov y su nariz en una iglesia, el presunto intento de fuga (con pasaporte falso) de su temperamental ñata, y sus coquetos paseos por la fastuosa avenida Nevski. La historia culmina el 7 de abril con la nariz nuevamente en su sitio (es decir, la cara de Kovaliov). No es de extrañarse, ya que la primavera está llegando y no hay excusas para que una nariz se independice y ande vagabundeando por ahí.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de este relato, pero la verdad es que para comprender intrínsecamente la genialidad de este cuento no hace falta ser un letrado en literatura rusa, con caminar diez minutos del museo al subte en una ordinaria tarde de invierno es suficiente. Porque seguramente en primavera y/o en verano la cosa sea distinta, pero en invierno simplemente se te congela. Llega a niveles insospechados de entumecimiento tras pasar por un arcoíris de impresiones. Y así como en "El Cascanueces" los juguetes cobran vida, la nieve y las bajas temperaturas del frío petersburgués hacen que esa facción saliente de la cara con dos agujeros se vivifique. Adquiere autonomía propia, de repente hay una parte de tu cuerpo que deja de pertenecerte, que tiene otro cuerpo y otra existencia con sus propias emociones y de naturaleza algo particular. No importa cuánto abrigo le proporcionemos, la tipa parece quebrar todas las barreras que pretenden cubrirla del frío y se las arregla para alzarse bien erecta, independiente y transgresora. Y ahí, en esa extremidad que otrora supo ser nuestra, algo comienza a gestarse, un nuevo organismo que se desarrolla y crece a pasos agigantados, una figura de complexión amorfa que lucha en ese espacio reducido por agrandarse y desenvolverse hasta llegar a ocupar toda la capacidad nasal, ahí en ese hueco oscuro y frío tiene lugar el nacimiento de un monstruo aterrador: un moco. Pero no cualquier moco, claro que no. Un moco territorial e invasivo, que se niega a abandonar su morada (que no es nada más ni nada menos que lo que antes fuera tu nariz). Y como resultado de esta absurda obstinación ocurre una lamentable tragedia, ya que el pobre moco agoniza de hipotermia, lo cual abre un nuevo capítulo en esta terrible historia: el del moco congelado. Ya no es agua que cae ni gelatina pegajosa, ahora tenemos dentro de nuestra ex nariz un cuerpo duro, macizo, que amenaza con desprenderse pero que en cambio afila sus bracitos puntiagudos y se aferra con virulencia a un inocente pelito nasal. Hablemos de la perversa malicia del moco congelado. Molesta, duele, lastima, no basta con sonarse la nariz hasta que el aire te reviente los oídos, hay que desarrollar una acrobacia dedística para poder extirparlo con arte y disimulo. La magia del maravilloso circo ruso debe haber tenido su origen en la extracción de un moco de carácter flemático. Las virtuosas piruetas de los patinadores sobre hielo fueron resultado de un moco ocupa. "La guerra y la paz" no es otra cosa que una alegoría sobre la lucha por arrancar un moco tozudo, y la inmensa satisfacción que supone el triunfo de tan cojonuda empresa. Porque luego de la ablación viene el momento altruista de la contemplación, donde se dejan de lado las diferencias que existieron para perderse en la visión mística y filántropa de ese cuerpo, que tan inocente y desamparado comparece ahora en la yema del dedo. Pero lamentablemente ese placer dura poco. En dos estaciones más hay que volver a salir del subte. Y ahí, acechando, se encuentra un nuevo moco por nacer.
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Sin nariz |
4. Diario de un loco
En este cuento, escrito como su título lo anticipa en forma de diario, vamos atestiguando a través de las páginas cómo el protagonista se va volviendo loco.
Volverse loco en San Petersburgo no es tan difícil como podría pensarse. Podemos caer en locura poética recorriendo el barrio de Dostoievsky, o admirando la belleza arquitectónica de la ciudad que con tanta imaginación planificó su fundador, Pedro I el Grande, y soñar con ser parte de su corte lujosa y delirar con la realeza.
Lo cierto es que la locura se manifiesta de distintas formas y bajo las circunstancias más diversas, y varía de acuerdo a quién la vive y a quién la interpreta.
El primer día que salí a caminar, cruzando uno de los puentes que separan una isla de otra, un hombre extraño comenzó a seguirnos a mi amiga y a mí. Antes de que comenzara a hablarnos, apenas noté que nos estaba siguiendo, me asusté un poco. Pensé en la mafia rusa, aunque en seguida lo descarté por la precariedad de su calzado, entonces me imaginé que iba a afanarnos y ahí nomás me vi declarando por robo en la comisaría, sin guita, sin pasaporte y sin hablar una palabra de ruso. Finalmente, tras amagar en varias oportunidades, se acercó a hablarnos. Mi paranoia se diluyó por completo al ver la cara de mi amiga (rusa ella, y dialogando en ruso con el hombre en cuestión), ya que más que asustada parecía entre sorprendida y alegre. Le sonríe, afirma con un par de "da da da" (siempre de a tres), y con cierta comicidad me traduce: "Está entrenando para superar su marca, va a nadar ahora y le gustaría que contáramos cuánto tiempo aguanta estar sumergido en el agua. Se dio cuenta de que sos extranjera y seguramente quiere sorprenderte con su resistencia... ¿vamos?". "¿¡Va a nadar ahora, en agua congelada?!" respondí pasmada. Sabía del bautismo en aguas heladas que se practica en el año nuevo ortodoxo, pero no había ningún patriarca cerca para bendecir la ceremonia y este sesentón no parecía muy ortodoxo que digamos. "Ah sí, es muy común nadar en agua helada, ¡mucha gente lo hace! Dicen que es bueno para la salud". Así que ahí fuimos, caminando bajo la lluvia y la nieve constante que caía sin piedad y que estaba empapando mi ligero abrigo (que no aguantó ni dos horas el clima petersburgués, pero eso lo dejo para el último relato). El hombre, orgulloso y feliz, nos condujo hasta el final del puente, donde escondida tras una curva había una escalerita que bajaba al río. Ahí apoyó su bolsita (¿en la que traería una toalla tal vez?), se quitó las zapatillas, dejó la ropa a un costado, y en zunga comenzó a descender hasta el agua. Caminó un poco hasta encontrar un lugar no congelado en el cual zambullirse, y como si estuviera en el Mediterráneo se sumergió en el mítico Neva.
Mi abrigo, no apto para el clima ruso, no pudo seguir soportando las inclemencias del tiempo, y lamentablemente nos tuvimos que ir. Nos alejamos de a poco, sin poder despedirnos, yo lo miraba desde arriba, sorprendida, tan empapada como él estaba, helada, sin poder sacar la cámara para registrar ese singular momento y pensando cuán cultural que es la construcción de la locura, ya que para mí nadar en agua helada es demencial mientras que para los rusos, según me vine a enterar después, es algo absolutamente normal.
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El río Neva |
Uno de los más grandes relatos de la literatura rusa es sin duda "El capote", cuento en el que se narra la vida del pobre Akaki Akakievich, su monótona existencia, su dedicación (y sumisión) laboral, el gran sacrificio que hizo para poder comprarse un nuevo abrigo y las nefastas consecuencias tras su pérdida: su enfermedad, su repentina muerte y su aparición fantasmagórica robándole los abrigos a la gente.
Releí este cuento de Gogol unos días antes de viajar. Imaginé las inclemencias del frío ruso y recordé el desafío que fue pasar los inviernos en China para una porteña como yo. Pero en ningún momento tuve miedo: había sobrevivido a -25 grados en mi queridísima 大同 (Dàtóng) y sabía que el secreto estaba en abrigarse bien. Además unos días antes de viajar a Rusia había nevado un poco en Turquía y mi campera había soportado con altura el frío estambulita. Por eso no me preocupé. Por el contrario, me encargué de conseguir la ropa para ponerme debajo del abrigo (camisetas térmicas, de nylon, de algodón, medias, guantes, bufanda, gorro, etc.) y dos días antes de partir hice la valija, feliz. ¡Estaba yendo a visitar a mi gran amiga M.! Cuando me fui de China yo me vine a Turquía y ella se volvió a Rusia. Seguimos en contacto y después de dos años se me dio la oportunidad de viajar a visitarla, y ni lo dudé.
El día que llegué M. y su mamá me estaban esperando en el aeropuerto. Tras los saludos efusivos de rigor, me miró sonriente y con notoria curiosidad me dijo "¿este es tu abrigo?". Yo, orgullosa, afirmé rutilante: SÍ, se la re banca, y lo repetí varias veces al ver su cara de sorpresa y desconfianza.
Ese mismo día salimos a caminar. Dejamos las cosas en su casa y partimos hacia la Avenida Nevski y el mítico Neva. La ligera lluvia y los copitos de nieve que caían no me amedrentaron, ¡yo no podía estar más chocha!
Nos bajamos del subte y empezamos la caminata. Ella me iba explicando a cada paso el detalle del sublime paisaje que nos rodeaba mientras yo, como podía, intentaba sacar fotos a la maravilla que estaba ante mis ojos. De a poco, la tenue lluvia dejó de caer con ligereza, y los algodonezcos copillos de nieve comenzaron a transformarse en tremendos adoquines de hielo macizo del tamaño de un puño que se despeñaban rabiosamente. Mi abrigo, el mismo que yo había defendido acérrimamente ante la mezquina inquisición sobre su presunta falta de robustez, me estaba abandonando. En escasos minutos el agua comenzó a filtrarse. Empecé a tener frío. Disimulando la fase inicial de mi estado de congelamiento, continué caminado, ya sin escuchar los relatos de M. De repente me vino la imagen de algo que había visto a la salida del subte, al lado de un banco de plaza, en la entrada de un museo: camuflados debajo de precarios techos, había unos hombres vendiendo pilotines de plástico descartables. Toda mi atención y mi libido se concentraron entonces en una única misión: tenía que hacerme de un pilotín como sea y detener la mojadura que me estaba acechando. Aceleré el paso intentado mantener con dignidad mi incipiente hipotermia. Y entonces lo vi, ahí, en el medio de una desolada plazoleta, el redentor del frío petersbugués que iba a poner fin a mi padecimiento ofreciendo humildemente sus pilotines de plástico. Corrí, corrí atropelladamente, salpicando con mis toscos pasos a quienes es interponían en mi camino, patinando entre el hielo y esquivando charcos. Finalmente llegué a él y pude comprar mi pilotín.
Orgullosa, arropada con esa gigante bolsa de plástico azul que me impermeabilizaba, proseguimos con la caminata. La lluvia y la nieve ya no podían amedrentarme, yo estaba bien protegida. Paseamos un buen rato hasta que unas horas más tarde decidimos ir a un bar. Como en todos los lugares de Rusia (restaurantes, teatros, museos, galerías, iglesias) hay coquetos percheros de uso público y gratuito para dejar los voluminosos capotes. Con extremo cuidado, colgué mi pilotín en una de las perchas y lo protegí como pude con mi desafortunado abrigo para que no se estropeara. A pesar de haberme resguardado estoicamente de las inclemencias del tiempo, su calidad no era la mejor. Yo lo sabía, por eso fui excesivamente meticulosa al sacármelo. Sin embargo noté que había empezado a agujerearse (quizás el cierre de la cartera hizo que el plástico se rajara) y que estaba considerablemente arrugado, parecía una vieja bolsa de basura, de esas grandes que usan los consorcios, y no aquel pilotín que tan heroicamente me había salvado.
Las horas pasaron entre cervezas saborizadas y cócteles varios hasta que llegó el momento de irnos. Afuera había dejado de llover y de nevar, y la calefacción había secado por completo a mi abrigo. Ya era tarde y casi no quedaba gente. Los percheros estaban prácticamente vacíos. Busqué con ansiedad entre todos los sobretodos colgados pero me di cuenta de que algo terrible había pasado: faltaba mi pilotín. Desesperación, angustia, rabia, desconcierto, impotencia. La misma escena que vivió Akaki Akakievich la estaba viviendo yo ahora. ¡Me habían despojado de mi pilotín! ¿Qué alma siniestra podía haber sido tan cruel de llevarse una enorme bolsa de plástico agujereada? ¿Qué valor tenía para el ladrón mi bello y arrugado pilotín azul? M. intentó calmarme y prometió ayudarme, pero ya nada podíamos hacer. Mi pilotín no estaba.
Al día siguiente, y por toda mi estadía, M. me prestó un abrigo especialmente diseñado para soportar el crudo invierno ruso. No sufrí de frío ni me mojé, y estuve protegida por aquel grueso gabán de corderito. Pero no hubo noche que no soñara e imaginara cuál habría sido la suerte de mi precioso pilotín azul.
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Yo con mi pilotín azul posando delante del Neva congelado y el museo Hermitage detrás |