No voy en tren, voy en avión

Aun siendo un país muy apegado a las tradiciones, hay algo que se debe que reconocer como "de avanzada" en China y es su sistema de transporte: aeropuertos conectados a la ciudad a través de subtes, trenes comodísimos para viajar a cualquier parte del país, micros-cama (cama cama, no asientos reclinables) que circulan en modernísimas rutas y autopistas que unen las distintas ciudades e infinidad de autos de alta gama. Pero el tráfico por las autovías suele ser catastrófico y uno puede quedar varado por horas, como bien lo sé yo que casi pierdo el avión de Beijing a Frankfurt. Esa fue una de mis experiencias más traumáticas en lo que respecta a viajes y aviones. Una lluvia torrencial había cortado el sistema eléctrico y el tren que me llevaba de Zhengzhou a Beijing había llegado con retraso. Ya no tenía tiempo de llegar hasta el subte que va al aeropuerto y una amiga china me recomendó jugármela y tomar un taxi: "el tránsito no se ve tan mal ahora, pero va a empeorar en unos minutos, lamento decirte que quizás no llegues a tiempo...". Desde Argentina mi mamá chequeaba si el vuelo estaba demorado o no y trataba de tranquilizarme mientras yo, llorando desconsoladamente, buscaba un taxi, un auto particular, una moto, un remolque, un camello o cualquier cosa que me llevara al bendito aeropuerto. Encontré a un tipo que se ofreció a llevarme por un precio descabellado, el cual ni atiné a regatear en virtud de mi profunda desesperación. Finalmente llegué, corriendo, fui la última en entrar al avión y vi cómo cerraban las puertas detrás mío. Lloré un rato más (por estrés y por deporte) hasta que me dormí. En Frankfurt tenía 9 horas de espera hasta tomar el vuelo a Buenos Aires y, muy relajada, decidí aventurarme a pasear un ratito. Dejé el equipaje de mano en un locker, cambié 50 euros y me tomé el modernísimo tren subterráneo al centro. A las tres horas, después de haber caminado, tomado una cerveza y comido una auténtica salchicha alemana, emprendí mi regreso al aeropuerto con muchísimo tiempo, el cual consumí enteramente tras perderme en el camino, perder el locker en el aeropuerto y perder a los policías que me seguían por considerar "sospechosa" mi corrida frenética de un lado al otro buscando el lugar donde había guardado mi equipaje de mano. Una vez más fui la última en entrar al avión. Parecía que se me había hecho costumbre ya. Unos meses antes viajando de Shanghai a Guilin con F. nos pasó lo mismo. Por alguna razón que no recuerdo, los vuelos estaban saliendo con demora. Estábamos sentadas en la isla par de la sala de espera (ya que en la isla impar, desde donde salía nuestro avión, estaba todo ocupado) escuchando atentamente la llamada de los vuelos. Y si bien el nuestro no había sido anunciado, de repente notamos que la isla impar estaba vacía. Fuimos hasta allí a ver qué pasaba, y nos encontramos con que ya habían abordado todos. Claro, no sabíamos que el pasillo angosto no solo separaba los vuelos, también separaba la llamada a ellos, que nosotras nunca escuchamos. Pudimos entrar al avión, últimas por supuesto, y no tan sorprendidas por esta anécdota. El anterior vuelo de Xi'an a Shanghai había sido todavía más curioso: también demorado, nos habían hecho entrar al avión para aplacar el ánimo de los pasajeros, que bastante caldeados estaban. Una vez adentro, nos dijeron que el avión iba a tardar un tiempo más en despegar, pero antes de que empezaran las protestas el capitán anunció que iban a ofrecer el almuerzo durante la espera. Sin embargo a los pocos minutos al avión le dieron pista, justo en el preciso momento en el que las azafatas estaban sirviendo la comida. En pleno despegue las pobres auxiliares de abordo hicieron malabares a 45° para repartir las bandejitas con los alimentos a todos los pasajeros, no sea cosa que un chino se quedara sin su porción de arroz o fideos. ¿Los cinturones y las medidas de seguridad? Bien gracias, para mí una copita de vino por favor. Blanco. Con hielo. ¡Uy, cuidado!
A pesar de todas las historias que me contaron y que me tocó vivir, hubo una que está y estará por siempre primera en mi lista. Ocurrió, por supuesto, en China. Viajaba desde Zhengzhou a Hanoi (Vietnam), muy temprano por la mañana. Sabía que la forma más fácil y segura de llegar al aeropuerto era a través del shuttle bus que salía de un hotel no muy lejos de mi casa a las 5 am. Tenía dos opciones: dormir y correr el riesgo de seguir de largo, o seguir de largo y viajar sin dormir. Por supuesto, elegí la segunda opción. Esa noche me encontré con mis amigos en el bar de siempre y a eso de las 3 volví a casa a ultimar detalles. Metí lo que faltaba en la valija, puse el pasaporte en mi cartera, escondí algo de plata en mi riñonera de viaje y, antes de salir, me tomé un ibuprofeno y guardé un tampón en el bolsillito de mi vestido. "Cuando llegue a Vietnam tengo que comprar tampones para abastecerme" pensé. Es que en China no usan tampones, y los que me había llevado de Argentina ya se me estaban acabando.
Llegué al aeropuerto tan temprano que estaba todo cerrado. Cuando finalmente abrieron los controles de seguridad, me dispuse a pasar antes que nadie: esta vez me había propuesto ser la primera en entrar al avión. Pero las cosas no salieron como las planeé (como es costumbre en mi vida). Al pasar por el detector de metales, algo sonó. Me había olvidado de sacarme la riñonera que llevaba oculta debajo del vestido. El cierre de metal también había sonado en el aeropuerto de Frankfurt y fue la causa de mi exhibicionismo. "Por favor, tendrá que acompañarnos a un cuarto aparte, siga al oficial que la escoltará para hacerle algunas preguntas". Me vi tras las rejas, recordé la nefasta historia alemana, la cara de la Merkel y ahí mismo al grito de "¡es la riñonera! ¡es la riñonera!" me levanté el vestido y me saqué todo (vestido y riñonera). No cayó muy bien la exposición de mis partes, pero al menos no me llevaron a interrogarme a ningún lado. Volví a pasar por el detector, silencioso, escanearon la riñonera y, creo yo, les debe haber dado pena la poca cantidad de efectivo que llevaba. "Pasá, pasá" me dijeron con lástima, y yo pasé. Ahora, en China, me encontraba una vez más en la misma situación. Me puteé por no haberme puesto la riñonera después del control de seguridad, pero ya era tarde: me estaban palpando. Antes de que tuviera la oportunidad de desnudarme por segunda vez en un aeropuerto, la oficial encontró que llevaba conmigo algo inesperado, imprevisto, desconocido, extraño, oculto, singular, exótico, misterioso, sospechoso: un tampón. Sacó mi pequeño OB del bolsillito de mi vestido y comenzó a interrogarme. "What is this?" me preguntó con desconfianza. Vale aclarar que en China, aun en los aeropuertos y en las zonas más turísticas, el inglés no es un idioma muy hablado. "It's a tampon" respondí, sabiendo que no iba a entenderme. "What is this? What is this?" repetía incansablemente mientras yo trataba de explicarle con otros términos algo que ella nunca había visto en su vida: "It is something you put inside you vagina when you have your period. You know? When the blood comes out of here" le explicaba con palabras y gestos. Oh, los gestos que hice... imposible escribirlos! Pero por mucha mueca que hiciera, no había forma de hacerle entender lo que era mi pequeño OB. De repente toda la seguridad del aeropuerto se congregó frente a mí y a mi tampón. Éramos sospechosos. Policías y oficiales aeronáuticos, handies en mano, interrumpieron el normal chequeo de los pasajeros, que cogoteaban para ver qué estaba ocurriendo con la lǎowài. Se pasaban el tampón de mano en mano, le sacaban fotos con sus teléfonos, mientras yo miraba azorada la escena a un costado. Y cuando creía que el circo se había terminado, los muchachos redoblaron la apuesta: pusieron el tampón en una de las bandejitas y lo escanearon. Enseguida se me vino a la mente el comercial de OB protagonizado por Natalia Oreiro: una chica paseando a su perrito y vistiendo un ajustado minishort blanco pasa por entremedio de un grupo de adolescentes que sin pudor ni tapujo le miran abiertamente el culo mientras la locutora pronuncia con complicidad: "Tranquila, vas con OB". Pues ahí estaba yo, con mi OB, en medio de un revuelo y muy lejos de la prometida tranquilidad. Al ratito, una oficial nueva se acercó al comité que se había formado y dijo unas palabras. Rápidamente todos se fueron corriendo cual cucarachas, y la mujer que me había palpado me devolvió el tampón sin mirarme a la cara, muy avergonzada. Es que son muy pudorosos en lo que a estas cuestiones se refiere, y seguramente lo que la otra señorita dijo había desculado el misterio de mi dudoso objeto: es una cosa que se usa para la menstruación.
Yo agarré mi cartera (que hacía rato estaba esperando del otro lado de la cinta) y guardé con asco en mi bolsillito el tampón, el cual tiré en el primer cesto que encontré. Los controles de seguridad se retomaron con normalidad y aquí no ha pasado nada.
Subí al avión con tiempo y sueño, ya que otra vez se había demorado el vuelo y yo estaba sin dormir. En cuanto me senté, antes de abrocharme el cinturón, abrí mi cartera para sacarme las lentes de contacto. Con sorpresa me percaté que no había puesto el líquido de las lentes en ninguna bolsita, pero nadie lo había notado. Como tampoco notaron que había pasado el estrictísimo "security check" con una botella de agua, tres encendedores y una Victorinox, todo en la misma cartera que viajaba conmigo y mi tampón. Pensé que quizás podría tener problemas por llevar todo esto conmigo arriba en el avión (¡tres encendedores y una navaja!), pero en seguida descarté todo temor. Me puse un tampón nuevo en el bolsillito de mi vestido como medida de seguridad para despistar futuras pesquisas, y con risueña complicidad me dije por lo bajo: "Tranquila, vas con OB".


Las dos orillas

Entre las pocas chucherías que elegí que viajen conmigo para recordarme "de dónde soy", hay una que extrañamente se coló sin mi permiso. Es una foto de un cuadro de Benito Quinquela Martín. No sé cómo se llama, pero hay algunos barcos, hombres descargando cosas pesadas sobre sus hombros, una casa roja y un edificio verde, y detrás de todo eso el humo de las fábricas. Lo tengo pegado frente a mi cama y es lo primero que miro todas las mañanas cuando abro los ojos. Y si bien soy corta de vista, veo más de lo que mi miopía me permite distinguir. O lo imagino. Supongo el esfuerzo que habrá sido para aquellos hombres la vida en esos tiempos, atravesar todo un océano, llegar a una tierra desconocida, la soledad, los miedos, las pequeñas cosas a las que se aferrarían para sentirse un poco menos desdichados, la mirada puesta en la promesa de un futuro incierto y en un presente de a ratos alegre y narcotizado.
La primera vez que crucé sola el charco fue para ir a Colonia del Sacramento. Tenía menos de 21 años y tuve que presentar un permiso para salir del país. La segunda vez también fue a Uruguay, pero en esa oportunidad un impulso repentino me llevó a la preciosa Montevideo. Buquebús fue para mí, en ambas ocasiones, el único transporte viable y el escenario de mis múltiples fantasías: imaginaba el viaje que habrían hecho mis antepasados, los días previos al embarque, las despedidas, el momento de subir al barco, la partida, ver alejarse la tierra y adentrarse más y más en el mar, dejar lo conocido, entregarse a lo desconocido. Mi bisabuela Gumersinda decía que se había escapado de su casa a los 14 años para evitar el destino en un convento que sus padres le tenían reservado y, escondiéndose en la bodega un barco, se fue de su España natal para nunca más volver. Salvando el folclore de su historia (poco verosímil, dada su talentosa afición por inventarse insólitos pasados) la realidad es que llegó a Argentina siendo muy joven y allí se instaló. Atrás quedaron su pueblo, su familia, sus amigos y sus costumbres. Al menos, eso sí, conservó el idioma. Esa no fue la suerte de Giovanni que, aunque llegó a Rosario desde Sicilia con casi toda su parentela, no hablaba ni una sola palabra de castellano.
Todas las historias de inmigrantes, conocidas y no, se me cruzaron secretamente en mis únicos cuatro paseos en Buquebús. Y todas ellas se actualizaron la tercera vez que crucé el charco, esta vez en avión y a un destino mucho más lejano; los nervios de los días previos, las despedidas, el embarque, la partida, el despegue, la mirada puesta en la promesa de un futuro incierto y un presente narcotizado de miedos y entusiasmo.
Qatar, la primera parada de un viaje que todavía no termina, fue mi prólogo a "lo desconocido". Allí me encontré caras y personas que no había visto nunca antes y que eran parte de un imaginario casi imposible de representarme. Y aunque mi paso fue efímero, bastó para volver a despertar en mí una curiosidad que desde chica había tenido, cuando mi abuelo trajo de uno de sus viajes una alfombra azul con una mezquita, que mi mamá colgó en la pared. Yo, en una de mis tantas y frustradas búsquedas religiosas, solía ponerla en el piso y rezar mirando a la ventana (no por creer estar apuntando a La Meca, algo que seguramente ignoraba por aquel entonces, sino por una cuestión de espacio y luminosidad). Y si bien mis rezos no me llevaron a Dios, sí creo que me trajeron hasta este puerto.
Boğa Heykeli, en Kadıköy.
Constantinopla, hoy conocida como Estambul, está atravesada por el Cuerno de Oro y por un canal que conecta al mar de Mármara con el mar Negro: Boğaziçi (Bósforo en español) es el estrecho estambuleño que separa la parte europea de la parte asiática. Su etimología varía de acuerdo con la fuente consultada y el idioma: en turco y en árabe significa garganta (boğaz), y también toro (boğa). En griego significa 'paso de vaca' y hace referencia a Ío, amante de Zeus.
Según la mitología griega, Zeus convirtió a Ío en ternera para ocultarla de la ira su esposa Hera, quien al enterarse del engaño le exigió al dios que se la entregara y se vengó de ella haciéndola picar sin cesar por un tábano que, volviéndola loca, la hizo vagar por tierras extrañas. Para los griegos, estar fuera de casa y de todo lo que esta representa (la mente, el lugar correcto) es loco. La locura está afuera, es lo otro, lo extraño, lo extranjero. Afuera uno se vuelve loco, se vuelve 'otro(s)'.
A lo largo de mi vida fui muchas veces "otra". Cambié mi nombre, mi apellido, mi edad, mi ocupación, mi pelo, mi casa, mis novios, mis amantes, mis amigos, mi familia. Y desde hace unos años, mi residencia. Primero fue China, en donde conocí a otra 'yo'. En el país de los ojos chiquitos pude abrir bien grande los ojos a otro mundo, a otra vida posible, no solo por la diferencia cultural (inmensa e insalvable) sino por todo lo que acompañó el más genuino proceso de "otreidad" que podría haber experimentado: me volví otra siendo yo misma.
Después fue Tailandia. 40 días en el Paraíso y una experiencia azarosa que cambió mi rumbo. Turquía nunca había estado "formalmente" en mis planes (como tampoco lo estuvieron ni China ni Tailandia ni todo lo que viví y conocí hasta ahora), y quizás por eso la descabellada invitación a venirme me pareció tan lógica.
Estambul me atrapó desde el primer momento que la pisé. A las dos horas de haber llegado supe que los dos meses de estadía que había planeado iban a extenderse. La cálida atmósfera cargada de exotismo, los palacios, las mezquitas, las ruinas de piedra de la muralla que rodeaba y protegía Constantinopla (İstanbul Surları), las "puertas" (kapı) de la antigua ciudad amurallada, las miles de gaviotas (martı) revoloteando por toda la ciudad, la intensidad que para mí supone la música de las llamadas a oración (ezan) y el grito ahogado de los ferries (vapur) que anuncian la partida hacia el otro continente.

 




En Eminönü está mi puerto preferido, y desde el cual suelo tomarme el ferry para ir a trabajar "a la parte asiática" (Anadolu o Anatolia). Una vez por semana, los viernes, tengo el privilegio de cruzar al otro continente en apenas 20 minutos. Y en cada viaje, cada vez que atravieso el Bósforo, pienso en aquellos miles de inmigrantes que atravesaron océanos, y los evoco, siento que yo misma me atravieso, y me descubro extranjera y extraña y otra, residente en un mundo donde mi casa soy yo, donde el idioma es el color de mi voz; natural de un país cuya frontera es mi cuerpo y sus habitantes son los que caminan conmigo, con una piel que hoy suda nostalgia y perfume de azahares y lágrimas con sabor a licor de anís. Y misteriosamente vuelvo a Borges como si su poesía y su prosa me hicieran volver a mí, aun cuando no sé quién soy, de dónde soy, a dónde voy.

En el medio del Bósforo, pero más cerca de Asia, hay una pequeñísima isla que funciona como faro desde la época bizantina y que por las noches con sus luces llena de magia y encanto los viajes en ferry desde una costa a la otra. Es la famosa Kız Kulesi o Torre de la Doncella. Hay varias leyendas sobre esta torre. En la tradición griega, Hero (sacerdotiza de Afrodita) encendía todas las noches una antorcha en la torre para que Leandro, su amante secreto que vivía del otro lado del estrecho, encontrara el camino para llegar nadando hasta ella. Pero una noche una tormenta apagó la luz, Leandro perdió el rumbo y murió ahogado. Y Hero, desesperada al enterarse de la mala fortuna de su amado, se tiró desde la torre.
En la otra historia, la que cuentan los turcos, se habla de un sultán al que un oráculo le había dicho que su única hija moriría al cumplir 18 años por la mordedura de una serpiente venenosa. Intentando burlar la fatal suerte, el monarca mandó a construir una torre aislada del mundo en medio del Bósforo en la que encerró a su hija contra su voluntad, recibiendo solo la visita de su padre. Al cumplir sus 18, el sultán llegó a la isla con una cesta de frutas exóticas de regalo. Allí, escondida, había una serpiente que mordió a la doncella, quien murió en brazos de su padre probando así que, no importa lo que se haga, nadie puede escapar de su destino.
Hoy, después de ocho meses, mi suerte quiere que vuelva a cambiar de cielo. En unos días parto, me voy de la mística Turquía esta vez hacia un país que siempre estuvo en mis planes. Antes de volver a mi Ítaca, de pisar el que fuera mi suelo por 30 años, me voy a dar el lujo de caminar por la tierra de Zeus, Hera, Afrodita, Dionisios, y de los que, hace siglos, suponían que salir de casa era "loco".
Me llevo conmigo unas pocas chucherías que me recuerdan que, no importa de dónde sea, el destino que vamos dibujando de alguna forma está ligado con nuestro pasado, que a veces es necesario perder el norte, y que cuanto más lejos nos vamos, más cerca estamos de encontrar(nos). 

"Kına gecesi", Despedida de soltera (Turkish style!)

Antes de mis dramáticas experiencias kurdas (cuando todavía ingenuamente ignoraba la importancia del matrimonio por estos lares), tuve la oportunidad de ser invitada a una tradicional despedida de soltera turca, o "kına gecesi". 
Casi más importante que el día del casamiento en sí, la despedida de soltera marca para la novia el fin de una etapa (de niña) y el comienzo de otra (de "mujer"), en la que la familia de la novia entrega a su hija a la familia del novio, y ella deja su identidad de hija en la casa de su madre para pasar a ser esposa en la casa de la familia de su esposo. Tal acontecimiento se realiza la noche anterior a la boda.
A esta particular gala asisten todas las mujeres de la familia, del pueblo (de acuerdo con el sitio en el que tenga lugar el evento) y conocidas de la novia y de sus padres y familiares. Si bien algunos hombres también están invitados, su participación es menos importante. 
Como todo ritual, sigue una secuencia de actividades, gestos, música y objetos. En primer lugar, los pocos hombres y las muchas mujeres se reúnen en un salón (en la casa de los padres de la novia, si se sigue al pie de la letra la costumbre) y bailan canciones tradicionales (generalmente melancólicas) al ritmo de una banda en vivo (o, en su defecto, de algún turkish dj). Una de las más populares y que se escucha en todas las bodas es la famosa "Damat halayı". En esta danza, hombres y mujeres forman un círculo, tomándose del dedo meñique, hacen pasos ya establecidos y aplauden cinco veces cada ocho compases. En medio del baile, la novia se retira para volver a cambiarse el vestido, ya que cuantas más veces se cambie de vestido, más fortuna tiene el futuro marido.

 


Regresa la novia, sigue la música. Bailan un rato más, y poco a poco los hombres empiezan a retirarse. Más tarde la novia vuelve a irse, esta vez seguida por otras mujeres que van a buscarla. En este momento todos los hombres presentes se van del salón, porque está por ocurrir el momento más importante de la reunión, y lo que da el nombre a toda la velada: la "kına gecesi" o la noche de henna. La novia vuelve a entrar al salón vestida de rojo y con un velo cubriéndole la cara, y detrás de ella las otras mujeres la siguen con velas en sus manos. La novia se sienta en una silla en el medio, con las manos sobre las rodillas, palmas arriba, y el velo siempre cubriéndole la cara. Las otras mujeres forman un círculo, bailan alrededor de ella y cantan una canción, cuyo significado gira en torno a una mujer que deja a su familia para embarcarse en una nueva vida, en la que va a estar lejos de su madre, de su padre y de su pueblo. La canción se llama "Yüksek Yüksek Tepelere" y dice algo así como "Déjenlos construir un hogar en las altas colinas / no los dejen dar a las novias a países lejanos / ni desprecien a su madre. / Que los pájaros que vuelan puedan sentirlo, / extraño a mi madre, / extraño a mi madre y a mi padre, / extraño mi pueblo. / Ojalá mi padre cabalgara hasta mí. / Ojalá mi madre navegara hasta mí. / Ojalá mis hermanos llegaran hasta mí. / Que los pájaros que vuelan puedan sentirlo, / extraño a mi madre, / extraño a mi madre y a mi padre, extraño mi pueblo."
Mientras las otras mujeres siguen bailando y cantando, la suegra y la "nueva esposa" (es decir, la última mujer de la familia en contraer matrimonio) pintan con henna el centro de la palma de la mano de la novia y colocan en ella una moneda de oro, simbolizando buena salud y fortuna. 
La ceremonia termina cuando la novia rompe en llanto, entonces se descubre el velo y abraza a la suegra, a la nueva esposa y a las otras mujeres.


 
 
 La "kına gecesi" es tan importante como la boda ya que, como todo ritual de iniciación, marca el comienzo de una nueva vida para la mujer.
La henna representa, por un lado, la tierra pura del paraíso; y por otro lado, por su color rojo, la transformación de la niñez a la madurez, es decir, la pérdida de la virginidad.
Con matrimonios arrelgados (costumbre todavía vigente) antiguamente muchas novias dejaban involuntariamente sus hogares y no volvían a ver a sus padres ya que sus maridos residían en pueblos lejanos, y el transporte se hacía difícil, además de ser peligroso y sumamente caro. La música, hondamente melancólica, profundiza aún más la tristeza que significaba para la novia que esa fuera la última noche en la casa de sus padres. Y si bien hoy en día la mayoría de los novios elige a su pareja, en la última noche de soltera sigue sonando ese vestigio de amargura y desolación, tan poco prometedor (según mi tradicional punto de vista) para la prosperidad del futuro matrimonio. Aunque ese ya es otro tema...


La pasión turca

Motivación es la clave para tener éxito en cualquier tarea, por ardua que sea. Trabajo, gusto, necesidad, afición, amor, todo vale a la hora de emprender un nuevo desafío y que los resultados sean óptimos.
Al llegar a China me puse a estudiar el idioma, no tanto porque me motivara su dificultad ni porque particularmente me gustara, sino más bien por el aprieto en el que me veía cada vez que precisaba satisfacer cualquiera de mis necesidades básicas: comprar un kilo de manzanas, pedir arroz con pollo, ordenar la cerveza bien fría (en China no se toman bebidas frías y durante el invierno apagan las heladeras, con lo cual conseguir cualquier bebida fría es tan difícil como conseguir cerdo en un país musulmán como Turquía).
Al llegar a Estambul advertí con curiosidad algo que con el chino no me había pasado: me gustó la musicalidad del idioma. Solía quedarme en los negocios mirando las cosas no para comprar sino para escucharlos hablar. Algunos turcos (particularmente los hombres) tienen una pronunciación tan suave y tan dulce que me encanta y (confieso) me enamoró y me sigue enamorando.
Motivada entonces por el estilo de la lengua, me propuse aprenderla por mi cuenta. Lo primero que hice fue, por supuesto, recurrir a Internet. Abrí el primer link que me tiró la búsqueda "learn turkish online" y, lejos de encontrar lo básico e indispensable (saludos, números, etc.), descubro con sorpresa que en la ventanita "Useful words and verbs" el primer verbo que aparece es "besar" y el segundo, "casarse". No me tomó mucho tiempo comprender por qué "besar" y "casarse" son verdaderamente useful verbs en Turquía...

Los hombres turcos son, en su gran mayoría, intensamente encantadores. Son de los que abren puertas, corren sillas, ceden el asiento, te dejan pasar, te acompañan a tu destino, te ofrecen té, te invitan un trago, te regalan cosas, te sonríen, te chamuyan exquisitamente, etc. Y hacen eso enteramente con un único y claro objetivo: todos (salvo contadísimas excepciones) te quieren coger. Si te abren la puerta o te dejan pasar es para mirarte el culo, si te corren la silla o te ceden el asiento es para relojearte el escote en cuanto te sentás, si te acompañan a tu destino es para ponerte la manito en la espalda (y así, tener la excusa perfecta para poder tocarte), si te invitan un trago es para intentar aflojarte, y si te invitan té es para tener más tiempo para chamuyarte. Pasar por Turquía sin coger es tan difícil como ir por primera vez a París y no visitar el Louvre (aunque no te interese mucho el arte "hay que ir"). Es que es evidente: a los turcos les gustan las mujeres, no importa si son lindas, feas, flacas, gordas, jóvenes, no tan jóvenes, etc., y lo demuestran. Y tienen una inclinación aún más marcada por las extranjeras, en especial por las latinas. Es cierto que esta predilección no es exclusiva de los turcos, ya que (según mi modesta experiencia) en el imaginario masculino mundial las latinas clasificamos como "calientes y pasionales". Colombianas, brasileñas y argentinas somos, al parecer, las más cotizadas por ser dueñas de estos particulares dones. Presentarme como argentina es asegurarme al menos un trago gratis (siempre acompañado, sutilmente o no, de alguna otra invitación) y una sonrisa curiosa. En el caso de los turcos, no los culpo: yo soy tan exótica para ellos como ellos son tan exóticos para mí. Muy exóticos, por cierto...
A diferencia del chamuyo argentino, más sutil e histérico, el chamuyo turco es filoso, picante e incluye siempre, en algún momento de la charla, el verbo "casamiento", en cualquiera de sus variantes: ¿te casarías con un turco? ¿qué opinás del casamiento? ¿cuándo te vas a casar? El casamiento es, para los turcos, tan importante como coger, aunque no siempre las dos cosas vayan de la mano. Ignoro si será la represión religiosa, el poco estímulo visual, la cantidad de mujeres tapadas, lo que ocurre verdaderamente debajo del velo, o qué... pero hay algo picante que se desprende de sus intensas miradas en cada conversación. No es algo nuevo ni es algo turco (ya mi bisabuela española solía decir "Hombre: antes de meter, prometer; después de metido, nada de lo prometido"), pero sí es distinto. En una oportunidad, conocí a un turco que insistía en mostrarme una foto de su habitación, como si una cama de dos plazas a medio hacer y un plasma de 22" pudieran despertar en mí una pasión incontenible y el deseo irrefrenable de ir a esa habitación, acostarme en esa cama y ver una película (¿qué tipo de película?) en ese plasma. Ante mi desconcierto y mi carcajada, lo único que atiné a decir fue un "lo siento, no soy esa clase de chicas". Inmediatamente su rostro se transformó, se puso serio, guardó su teléfono, se tomó unos segundos y mirándome fijo a los ojos me preguntó: "¿Te convertirías al islamismo para casarte con un musulmán?". Ante mi rotundo NO volvió a sacar el celular y a mostrarme la foto. No hacía ni una hora que estábamos hablando.
Mi amiga J., oriunda de Canadá, conoció en un bar a un pibe (hijo del dueño), que nos invitó tragos, nos llevó a comer y nos pagó el taxi de vuelta a casa en varias oportunidades. A los tres o cuatro días de conocerse, él ya le decía "novia" y hablaba de un futuro juntos. Ella, asombrada y entre risas, no paraba de repetirnos: "We just hold hands!! But yeah... obviously I'm a good hand holder". La resistencia del muchacho a ponerse un forro en su primera noche juntos "because I want to have babies with you" precipitó el final de la incipiente relación, que de todas formas ya se perfilaba hacia un seguro fracaso.
Una tarde fuimos con J. de paseo a Üsküdar y yo aproveché para hacer algo de shopping. Entramos a una zapatería y me puse a conversar con el dueño, un joven vendedor que estaba ahora trabajando en la que había sido la tienda de su padre. Hablamos de la vida en Estambul, en Turquía, en Buenos Aires, en Tailandia, en China, en Canadá, mientras su madre nos ofrecía té y chocoloate y nos mostraba fotos de su familia y de su marido, al que con un desprecio bastante notable llamaba "Hitler". Me fui sin comprarle nada, con un monedero de regalo, una promesa de una cita (que nunca se cumpliría) y un inmenso arrepentimiento por haberle dado mi email, ya que seguría recibiendo sus correos con reiterados "no puedo olvidarte", "necesito verte", "no puedo dejar de pensar en vos" etc., hasta más de un mes después de los 45 minutos que duró nuestro encuentro.
Luego de algunas de estas historias (propias y ajenas) no me sorprendió tanto que el siguiente chico que conociera fuera casado, negara rotundamente su estado civil y alegara que las fotos en las que se lo veía de la mano con una novia (de las tapadas) vestida de blanco (con el lacito rojo) fuera "en una fiesta de disfraces". Sí, claro. Y yo soy Gatúbela.
Ignorando estas historias (¿o motivada por ellas?) continué en mi cada vez más curiosa búsqueda por aprender el idioma. Me sumé a algunos grupos de Facebook, como "Lear Turkish Everyday" y "Teach yourself Turkish", en los que a cada pregunta que hacía me llovían no menos de cinco mensajes privados de turcos (siempre hombres) deseosos de enseñarme el idioma a través de invitaciones a practicar mi turco y otras cosas... El grupo "Turco para hispanohablantes" fue, sin embargo, totalmente distinto. Un oasis en el que turcas y turcos que hablan español (muchísimos) e hispanoparlantes que estudian turco preguntan y responden dudas sobre la lengua con el único propósito de intercambiar experiencias idiomáticas. Un respiro lingüístico. Facebook, además de ser una red social muy útil en casos como estos, me sugirió otros grupos que también podrían interesarme, como ser "Latinas casadas o de novias con turcos" y "I married a Turkish man...and we are still together!!". Asombrada por los singularísimos nombres de estos grupos, tuve que hacerme de un tiempito libre para entrar a chusmear (costumbre turca por excelencia) y así continuar con mi investigación de mercado. Lo que allí encontré me dejó aún más perpleja: a las historias que ya conocía, se sumaron otras de latinas que conocen turcos por internet, con los cuales entablan una relación a distancia vía skype (a veces por dos o tres años), y que viajan a Turquía "para casarme con el amor de mi vidaaaaaaa" (sic) sin haberlo visto ni una vez en persona. Otras "más precavidas" que después de dos semanas de compartir tiempo real con sus "turquitos" (como los llaman) dejan todo "por amor" (familia, trabajo, hasta hijos...!!) para venir a encerrarse en una casa y a esperar que su "turquito" vuelva del trabajo, del bar, o de donde sea. Estos grupos parecen estar destinados a las relaciones entre turcos y latinas (o extranjeras en general), y hay también blogs y foros en los que las mujeres cuentan cómo es su relación a distancia por skype con su turco, los planes de ir a conocerlo, las aventuras y mayormente desventuras en sus relaciones, sugerencias en general, mujeres con el corazón roto, otras "experimentadas" dando consejos sobre cómo tratar con la familia, las diferencias culturales, las costumbres, advirtiendo que "las más duras batallas y cosas innombrables no se mencionan aquí, puesto que las que perdieron la lucha no están en el grupo y huyeron de Turquía" (sic). Otras contando historias que les contaron, como "turcos que quieren extranjeras para después convertirlas en turcas, obligándolas a usar el velo y a no salir de casa". Las que finalmente han cazado un especimen se muestran orgullosas y lo exhiben cual ejemplar de feria. Porque, hay que reconocerles el mérito, siendo extranjera cazar un turco es fácil, pero casarlo es otra cosa, aunque sean ellas, las casadas, las cazadas.
Entre tanto consejo y discusión, una de las cosas que me extrañó fue la omisión total y absoluta del tema sexual. La coreografía amatoria de un musulmán más o menos practicante no es igual que la de un cristiano (im)piadoso o de un ateo medio pelo. Estos dos últimos tienen ritmos más o menos parecidos, más o menos perversos, más o menos conocidos. El musulmán, no. Hay cosas que no se hacen, momentos en los que no se hace, y rituales que sí se hacen. Y aunque un musulmán de verdad no se casaría con una no-musulmana, me llamó la atención que el tópico no se tratara, aunque el sexo es otra de las tantas cosas que se esconde bajo el velo y todos pretendemos que no existe, como los innumerables "Erotik shop", las prostitutas y travestis a cualquier hora del día, las infidelidades, la falta de código tanto de hombres como de mujeres y, debajo de todo esto, la idea intrínsecamente islámica de que la felicidad trae consigo alguna desgracia y que ser un poco desdichado es más provechoso que ser afortunado.
En Turquía, son muy pocos los que se casan "por amor". El mandato social es tan imponente que hasta los más modernos se enfrentan ante esta disyuntiva. D., una turca copada de apenas 21 años, conoció a su novio español en un viaje que hizo a Barcelona. Hace dos años que están juntos pero su familia está en contra de este romance porque él, de 22 años, no tiene en sus planes casarse por ahora. S. está pensando en contraer matrimonio con O. porque él es un divino y le gusta mucho estar con él y "porque es lo que todo el mundo quiere", aunque no deje de fantasear y de preguntarse (y de lamentarse) cómo habría sido la vida con M. Ya en sus 30ypico, y después de ceder a las presiones familiares, E. se casó con I. porque a la hora de sentar cabeza quería "una esposa tranquila", no como las mujeres con las que estuvo engañándola a I. durante los 10 años que duró el noviazgo. Y por último, el más triste relato que tuve que escuchar (porque me toca de cerca): la madre de O. aceptó que su hijo de 28 años se fuera de viaje con la condición de que a los seis meses volviera y se casara con la mujer que ella, su madre, eligiera.
La pasión turca es intensa pero efímera. Puede durar los 90 minutos de un partido, las dos o tres horas de una cita o los tres primeros meses de una relación. Pero después se esfuma, se quema, y pareciera ser que no pudiera llegar a convertirse nunca en amor. Y sin embargo, en el fondo, yo siento que hay un perfume de desamor (como un resabio de que una vez lo hubo), un gusto amargo a nostalgia de un pasado que nunca ocurrió o de un futuro que no es posible, como si se hubieran ganado mil batallas pero a último momento se hubiera perdido la guerra.
Al principio me sentí identificada con la vehemencia de la pasión turca, y la vi como un fiel reflejo de mi cultura. Pero, curiosamente, el tiempo me permitió ver otras aristas de ese reflejo, y entender que nuestra pasión sí se conecta con el amor. Un hincha de Boca AMA a su club, una cita es el comienzo de algo, y si pasás los tres meses probablemente ya puedas empezar a llamarlo "novi@".
Una vez, estudiando Schubert (¿o era Schumann?) una directora me dijo que la pasión alemana es más bien mental, a diferencia de la italiana que es más visceral. Quizás sea un poco prematuro decirlo, pero intuyo que la pasión turca está más bien ligada con el destino: algo que está por encima de nosotros y que indefetiblemente no se puede cambiar. Y por eso, más que pasión, es drama.
Hay un refrán turco que dice "Dil dile değmeden, dil öğrenilmez", algo así como "no se puede aprender una lengua sin tocar otra lengua". Confieso que hoy por hoy algo de turco puedo hablar, todavía sigo teniendo ganas de aprender el idioma y me sigue gustando como suena, aunque después de algunas des-pasiones dramáticas ya no esté tan motivada como antes.

"Kız Kulesi" o Torre de la Doncella