“Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de agravar, con interpolaciones deKipling, el cariz exótico del relato” (JLB)
El free shop de Doha me causó gracia: souvenirs pequeños de jeques, lámparas como las de Aladino, tazas con forma de camello, adornitos con forma de camello, llaveritos con forma de camello, muchos camellos, camellitos, camellotes, y las típicas cajitas árabes entre otras cosas. Saqué algunas fotos hasta que un morochazo vestido de seguridad me dijo en un inglés afectado que guardara la cámara. No quería tener tan pronto mi primera desventura y menos en un país árabe, así que eso hice.
Continué paseando por el inmenso centro comercial atónita ante las cosas que encontraba, y lo que más me llamó la atención fue que las consabidas marcas internacionales de cosmética femenina tenían un particular énfasis en los artículos de belleza para los ojos, había de todas las marcas, vidrieras gigantes, perfectamente iluminadas. Y también había perfumes. Y carteras. Y trajes para hombres, zapatos para hombres, marroquinería para hombres. No había nada de indumentaria femenina. Nada de nada, de ninguna marca. No había prendas de vestir, ni zapatos, ni joyerías, y a decir verdad las carteras eran pocas comparadas con la variedad de bolsos, portafolios y valijas que había para hombres. Pero de todo eso no me percaté hasta que vi a la primera mujer. Lo había visto por tele, lo había leído en diarios, revistas, etc., pero nunca lo había visto en persona. Impresiona. Mujeres cubiertas de pies a cabeza, algunas ni siquiera tenían la abertura de los ojos sino un velo negro, al igual que sus burkas. Y todas, con esos ojos perfectos, negros, renegridos, maquillados, dibujados, hermosos, enormes, increíbles.
La gran mayoría, sin embargo, llevaba la cara al descubierto. Sí tenían cubiertos el cuerpo y el pelo, pero la cara no. El maquillaje era perfecto, la piel era perfecta, las caras eran hermosas. Y sin embargo... Mujeres de todas las edades, grandes, jóvenes, viejas, chiquitas, todas de negro y con el pelo cubierto. Lo que saltaba a la vista claramente era la clase social a la que pertenecían, que fácilmente se podía reconocer por la calidad de las telas y por los accesorios que acompañaban su (¿monótona?) indumentaria: zapatos lujosos, chales de seda, carteras de Louis Vuitton, Dolce & Gabbana, y Chanel, y un “paje” (¿eunuco?) que las seguía y les cargaba el bolso de mano, también de marca. Había algo en la actitud que se les filtraba, cierta altanería que no condecía con (al menos, mi construcción de) la realidad. Tenían mucho (porque en los países árabes los que tienen evidentemente tienen MUCHO), pero eran de un hombre. No estaban solas, ninguna de las mujeres que vi estaba sola, había al lado de ellas o cerca un hombre por lo menos, cuando no más. Es que parecía que viajaban en grupo, varios hombres con sus mujeres (¿cuántas serían?). Las parejas más jóvenes iban de la mano. No sé por qué, pero eso también me pareció tan raro... suelo interpretarlo como un gesto cariñoso, e incluso eso era lo que parecía, y sin embargo...
A diferencia de las mujeres, todas de luto negro, los hombres llevan inmaculadas e impolutas túnicas blancas hasta el piso, sandalias y una kufiyya también blanca contornada por otra tela que la sujetaba, de color rojo o negro.
Había también hombres y mujeres de otros países, con caras exóticas, maravillosas, que serían probablemente de la India, Egipto, algún país africano o de cualquiera de esos otros países que nos resultan aún más remotos que “la China”.
Sin embargo, las mujeres árabes (¿de qué país serían?) eran las que más llamaban mi atención. Las miraba y no podía dejar de preguntarme qué les pasaría por la cabeza cuando me veían a mí, desfachatada, con borcegos, babucha arrugada, remera escotada y los rulos desprolijamente acomodados. Nacieron así y la mayoría vivirá siempre así, con el cuerpo cubierto, la cabeza cubierta, ¿el pensamiento también cubierto, tapado, sesgado? ¿Qué pensarán? ¿Cómo vivirán sus vidas, sus rutinas, sus silencios?
En la cola para embarcar al avión que me llevaría a Beijing le sostuve la mirada a la única mujer que también me la sostuvo, a la que apenas se le podían ver los ojos a través de la minúscula abertura de su burka. Parecía joven. Nos miramos con curiosidad un rato, hasta que el hombre que la acompañaba volvió y la tomó de la mano. Por un instante no dejó de mirarme pese a eso, pero enseguida retomó su rol de “mujer” y me ignoró lo más que pudo. Sin embargo yo continué sintiendo su mirada, atónita, curiosa, preocupada, que me gritaba, que me advertía del riesgo, de la amenaza, que me decía que me fuera, que ese sitio no era para mí, que mi vida corría peligro, que no estaba en el lugar adecuado, ni mucho menos con la indumentaria adecuada. Me dio lástima, tuve una profunda pena por ella, por todas las mujeres, pero particularmente por ella ya que sentía que me gritaba con la mirada. Quería llorar. No supe qué hacer. Le di la espalda ¿qué otra cosa podía hacer? No podía hablarle, decirle que lo lamentaba, que se escapara, que se viniera conmigo, que había otro mundo, otra vida. Me fui. No lo pude soportar.
Adjudiqué posteriormente esta infeliz experiencia al hecho de que, en realidad, estaba haciendo la cola equivocada para tomarme el avión equivocado que vaya uno a saber a qué destino equivocado me llevaría, probablemente a alguno de esos países a los que no se le está permitida la entrada a mujeres desfachatadas, con borcegos, babucha arrugada, remera escotada y los rulos desprolijamente acomodados, y pude entender que su mirada efectivamente me estaba advirtiendo del peligro y diciendo todo eso que yo sentí.
Así como al pasar, podría decir también que casi pierdo el vuelo a Beijing, si no hubiera sido por la mirada de esa mujer advirtiéndome del peligro. Así Alá me dio la bendición y me recompensó.
Escribís muy bien, espero que este blog se vuelva libro.
ResponderEliminarTe imaginarás que me identifiqué muchísimo con la escena de la mirada que tan bien describiste. Creo que no la miramos con objetividad sino con los lentes de nuestra ideología. Así nos deben mirar ellas, en nosotras deben ver opresión, perdición y vaya uno a saber qué más.
Un beso.