İstanbul

Algún día vas a dejar de despertarte agitada en el medio de la noche sin saber a dónde estás. Vas a dejar de sentir el ruido de la madera crujir, y confundir los llamados a oración en cualquier bocina sorda. Un día te vas a despertar y te vas a dar cuenta de que no los escuchaste, ni hoy, ni ayer, ni anteayer, ni la semana anterior. Y lo que parecía increíble te va a pasar: los vas a extrañar. Vas a sentir un vacío y te vas a sentir un poco perdida, porque escucharlos ordenaba tu día, te ubicaba en tu espaciotiempo, te recordaba la hora que era, el lugar en donde estabas, de dónde venías. Cuando dejes de escucharlos, cuando las bocinas sean solamente ruido, perderás un poco el rumbo. Te costará ubicarte, porque tu espaciotiempo habrá cambiado en múltiples dimensiones, y los extrañarás. Harás un esfuerzo infinito por escuchar los cinco llamados musulmanes, y las campanadas vespertinas de la iglesia ortodoxa que tenías cerca, pero te resignarás a escucharlos solo cerrando los ojos y volviendo un poco tu alma ahí. Los judíos de tu nuevo barrio no hablarán ladino, no se perderán en conversaciones disparatadas con tu hijo, ni siquiera te mirarán. Los judíos de tu nuevo barrio te recordarán más a los musulmanes ortodoxos del barrio de Fatih, que te evitaban y te miraban como extraña por no ser una de ellos. No volverás a pisar un restaurante kosher porque ya no tendrás un vecino con quien continuar una de tus charlas ni le comprarás chucherías al eskici de la esquina porque no habrá eskici ni quien le haga regalitos a tu hijo.

Algún día ya no vas a tener esa sensación de no saber dónde estás, vas a poder ir al baño y salir sin sentir que pasaste por un pasadizo y que te encontrás de repente en tu otra casa, la vieja, la que dejaste atrás cuando te fuiste apurada. Te vas a acostumbrar, y vas a dejar de comparar tu patiecito de ahora con el pequeño parque que tenías "allá". Algún día, aunque no lo creas, aunque ahora te parezca imposible, vas a olvidar el aroma de tu árbol de laurel y las hojas que barrías a granel cada vez que llovía. Vas a poder entrar y salir de una habitación a la otra y levantar una media sin transportarte de repente a la ciudad que te cautivó apenas la viste. Vas a dejar atrás esa certeza que tuviste de haber nacido allí en otra vida, porque habrás vivido mil y una vidas entre sus calles, colinas y pasajes secretos. Es cierto, no podrás volver a admirar desde la altura su agónica belleza, pero agradecerás caminar en la más lisa de las llanuras cuando vuelvas con la compra del súper y el carrito no se te vaya barranca abajo. Podrás encontrar belleza en tu nueva ciudad, que no es tan nueva, aunque para vos sí lo sea porque habrá cambiado, tanto o más como lo hiciste vos. 

Te sentirás extranjera entre compatriotas, pero volverás a construirte una identidad fruto de todos los lugares que dejaron huella en tu alma: serás otra vez argentina, un poco china, algo tailandesa, un cachito griega y bastante turca. Vas a poder volver a hablar tu idioma sin mezclarlo con otros dos y podrás decir "sopa" en lugar de "çorba" (aunque a la mercimek çorbası no te atrevas a castellanizarla por miedo a que pierda su sabor). Te dará mucha pena que la dimensión del geçmiş olsun apenas pueda traducirse por un "que te mejores", y se te escapará el yani al final de cada frase por mucho tiempo, por más que tenga un equivalente en tu lengua.    

Un día podrás irte a la cama, cerrar los ojos y dejar de escuchar las peleas de los gatos afuera. Ya no cocinarás más un salmón entero ni separarás las cabezas de los pescados para dárselas a Misifú y a los gatos de la cuadra, en su lugar maldecirás a uno y cada uno de los dueños de los perros por no levantar la mierda, y las gaviotas se transformarán en palomas que te cagarán en el momento más inoportuno. No habrá cuervos que coman tus tomates, ni ganas de plantarlos. Tu etapa de jardinera se habrá enterrado en la última maceta que dio sus frutos.

El paisaje de tu nuevo barrio ya no será una postal de colección pero aprenderás a caminarlo y a descubrir su belleza en las casas antiguas, en las veredas anchas, en los graffittis. Te gustará ver el despilfarro de los chicos jugando en las plazas y te causará gracia pensar la desesperación que sentirían los turcos si los vieran corriendo en patas. Te habrás librado del çok soğuk, ya! y de la constante preocupación por un terremoto que lo destruirá todo. Ya no analizarás una y cada una de las grietas en todas las paredes ni te armarás un plan de escape en caso de que eso suceda, y podrás desinstalar de tu teléfono todas las aplicaciones que te avisaban con alarmas horrorosas que tu peor pesadilla estaba pasando. Podrás volver a ser elocuente y a argumentar sin tener que estar buscando las palabras, y volverás a entender el sentido del humor que allá te perdías. Te dará gusto escuchar a un pibe canturrear a Soda o a Charly y podrás volver a bailar entendiendo qué dice la música. 

Poco a poco te irás acostumbrando hasta que finalmente un día Estambul sea cosa del pasado.

Pero por mucho tiempo, quizás para siempre, en algún momento algo te transportará allá y te preguntarás cómo estará tu barrio, tu calle, tus vecinos, tu casa, tu otra mitad... Y la respuesta vendrá acopañada de la canción que mejor describe la atmósfera de la ciudad donde quedó eternamente un pedazo tuyo: İstanbul hüzün bugün.



Beş dakikada bir motorunun acelesine inat biniyorum meçhule (Cada cinco minutos me subo a lo desconocido, a pesar del apuro del barco)

Ardımda martılar telaş (Las gaviotas revolotean arriba mío)

Bırakıp gitmek var şimdi seni yarim (Tengo que dejarte ahora mi amor)

Dört yan ezan (El llamado a la oración en todas partes)

Vapur boğaz (El ferry, el Bósforo)

Gozlerin bu kadar mı iki hüzün? (¿Tanta tristeza tienen tus dos ojos?)

Ellerin İstanbul bugün (Hoy tus manos son las de Estambul)

İstanbul hüzün bugün (Hoy Estambul está triste)

The end

Desde hace dos meses más o menos que vengo buscando "una señal", algo que me diga que estoy en lo cierto, que mi tiempo acá ya se terminó. Le pedí al universo que me mostrara margaritas, mariposas, búhos, murciélagos. Nada. Ni una hormiga. No dudo de mi decisión, pero sí del momento, tengo miedo de lo que me espera, de lo que dejo atrás, de lo que está delante, del gran cambio, de todo.

Mañana se cumplen exactamente diez años de mi llegada a Turquía. Primero Estambul, luego Kaş, y de vuelta a Estambul. Un mundo me pasó en este tiempo, y la vida me cambió para siempre.

Hace una semana volví a Kaş por última vez para abrazar a quien fuera mi sostén, mi hermana, mi ancla.

Hoy, diez años después, me despido de Kaş y de mi gran y única amiga turca. Me voy con lágrimas en los ojos y con el corazón lleno y eternamente agradecida por todo lo vivido.

En el micro de vuelta, desde mi asiento, vi la señal que estaba buscando. No fue una margarita, ni una mariposa, ni un búho, ni un murciélago.

Para que no hubiera dudas, para que me quedara bien clarito, para no perderme en interpretaciones rebuscadas y sin sentido, "el universo" me puso ahí la señal que le estaba pidiendo. Simple, una sola palabra: FIN.



Feliz cumpleaños

"23:15, una nena" le dirá el obstetra a tu madre cuando te saque de su vientre, y la escucharás a ella decirlo por los años que le quede y te lo grabarás a fuego en tu corazón para repetírtelo cuando ya no esté ella para decírtelo. "23:15, una nena".

Crecerás en una familia disfuncional en la que nunca te hallarás, y buscarás en otras personas a la familia que no tuviste. La encontrarás por momentos en los lazos que crearás, te perderás otras veces buscando algo que no será, y muchos años después formarás la tuya, diferente a la del resto. Serás una adulta entre pares de 10 años, y tu adolescencia será más problemática que la de tus compañerxs de clase. No tendrás una juventud fácill y agradecerás cada cumpleaños estar más lejos de esa etapa funesta de tu vida. Pero sentirás orgullo al verte en la lejanía, porque entenderás lo que has crecido, y sonreirás con altanería cuando otros recuerden con nostalgia su "pasado mejor" y vos adviertas que lo único que habrá quedado del pasado de esa niña triste serán sus rulos, que encima habrás aprendido a querer, y que tu hoy será siempre mejor que tu ayer.

No será fácil, no te la harán fácil. Tendrás que hacerte escuchar entre las voces que quieran silenciarte, que les molestará que hables, que seas quien sos. Cantarás porque te gustará cantar, y sobretodo porque desde el escenario nadie podrá callarte. Te aplaudirán, te dirán que tenés una voz privilegiada, y no te creerán que esa voz habrá sido fruto de años de estudio y esfuerzo y odiosas voces que habrán querido callarte. Aprenderás a cantar y a hacerte escuchar, y nadie más se atreverá a silenciarte.

Cruzarás océnanos como quien cruza una avenida. Descubrirás mundos nuevos, nuevas lenguas, te sorprenderá la agudeza de tus cinco sentidos y confiarás ciegamente en el sexto, que te salvará la vida más de una vez. Vivirás aventuras incontables, te dolerá la panza de tanto reírte, los ojos de tanto llorar, los pies de tanto caminar. Se te acabarán las palabras, las sonrisas, las lágrimas. Te sentirás sola en el lugar más poblado del mundo, y acompañada en la soledad de un cuartucho ínfimo. 

Empezarás a escribir.

Extrañarás muchísimo la espontaneidad de tu vida en Asia, el "te veo en media hora" que te pillará en pijamas y te sacará despeinada de la cama sin cambiarte. Nunca más saldrás en ropa de dormir a la calle, y nunca más volverás a planear una salida con menos de 45 minutos de antelación. Te perderás en agendas infernales para tomar un mate virtual, y te frustrarás por el desencuentro al punto de dejar de planear.

Vivirás una pandemia. Afuera el mundo será un caos, pero adentro para vos, en parte, será una bendición. Podrás recuperar el tiempo con tu hijo. Repararás la ausencia y el inmenso dolor que te habrá provocado tener que dejarlo a los 6 meses para volver a un trabajo en el que te maltratarán por tu elección familiar. Recuperarás no solo el tiempo, sino también tu felicidad. No permitirás que te maltraten más. Vos y tu hijo se divertirán mucho juntos y te inflarás de orgullo cuando te comenten lo inteligente bueno y simpático que es. Lo amarás muchísimo, tanto tanto tanto que no lo podrás poner en palabras.

Tendrás miedo, muchísimo miedo. Vivirás situaciones que jamás habrás imaginado vivir, se te helará la sangre, sentirás la adrenalina correr por cada milímetro de tu cuerpo hasta salirte por los dedos, se te acelerará el corazón y la respiración, pero siempre encontrarás una salida. Reflexionarás, mucho tiempo después, que correrte de situaciones tenebrosas habrá sido tu estrella, y que siempre tendrás la agudeza de romper puertas o crear ventanas para escaparte. Y el otro miedo, el de tu cabeza, no te detendrá. Lo sentirás, sí, pero le darás la espalda y no dejarás que te paralice. 

Saltarás.

Te soltarán la mano, te dejarán ir, te abandonarán, pero igual seguirás caminando. Con un pie roto, lleno de ampollas, con cinco púas de erizo clavadas en el talón, bajo la lluvia helada, a pleno sol, pisarás las flores de la primavera con bronca por su presuntuosa belleza, pero no te detendrás. Seguirás. Con distracciones, descuidos, recreos, brújulas desmagnetizadas, mapas viejos, sin GPS, igual seguirás. Y llegarás ahí a donde habrás querido llegar, pero te darás cuenta cuando ya estés saliendo en busca de un nuevo lugar. 

Pero volverás, siempre volverás. Al asfalto viejo, a las bocinas sordas, al barullo de la avenida, al tumulto de la gente, a comprender el idioma, tu idioma, el que empezarás a olvidar y a mezclar con otros cuando te vayas no por presumida sino por acelerada, porque tendrás muchas cosas para decir y poco tiempo para contarlas, y se te enredarán las lenguas, las palabras, los sentidos, los aromas. Volverás a visitar aunque sea un ratito y juntarás promesas de nuevas visitas de este y del otro lado del océano y te irás con la ilusión de que en breve nos veremos otra vez, y la despedida no será tan dura por unos minutos. Volverás a pasar por la casa donde habrás vivido y mirarás para arriba y verás tu balcón vacío sin tus plantas de aloe vera que regalarás cuando te vayas, y recordarás las fiestas en ese lugar y los cumpleaños que habrán tenido nombre, "y que la espuma te llegue al cielo" será tu lema en cada brindis y un "ojalá encuentres lo que estás buscando, o al menos encuentres qué buscar" se volverá tu deseo para cada aniversario. 

Festejarás tus cumpleaños más de una vez, o a destiempo, o nunca. Brindarás con desconocidxs conocidxs de toda la vida, con tu gente, con tu sombra. Celebrarás tu cumpleaños por una semana, o callarás la fecha por temor a que nadie venga, se acuerde, te cante. Recibirás mensajes de todas partes del mundo, en varios idiomas, con frases y textos maravillosos, pero pase lo que pase en algún momento del día una voz con la misma dulzura de siempre te dirá "23:15, una nena". 

Mucha mierda

Toi toi toi. Pugliese Pugliese Pugliese. In bocca al luppo. De todas las cosas que se dicen en teatro para desear suerte sin decir la palabra "suerte" la que más me gusta es "MIERDA". Tiene una fuerza elocutiva potente y arrolladora, capaz de depurar hasta el más siniestro de los maleficios. Una sugerente emmmmmme seguida de una suave diptongación que alcanza su clímax en una errrrrrrrrrrrrrrre furiosa para resolver en una sílaba -"da"- lavada e impura. MIERRRRRRRRRDA.
Quizás me guste la palabra porque me remite a una de las pocas y buenas anécdotas familiares que todavía me hacen reír. Años ha, mi abuelo tuvo un amigo llamado Bubby, quien se dice sufrió un problema estomacal/digestivo/intestinal -vaya unx a saber- que le hizo vomitar un bolo fecal. Cada vez que venía el tal Bubby a visitar a mi abuelo todos nos mirábamos de reojo y nos preguntábamos sin preguntar cómo habría hecho el tipo para vomitar su propia mierda. Y si no aparecía, también nos gustaba recordarlo en momentos solemnes, como ser en pleno almuerzo dominical o en cada cena de Navidad. Nunca faltaba un primo o una tía que a viva voz preguntara "¿Qué es de la vida de Bubby?", seguido por los gritos asqueados de mi abuela y las carcajadas del resto. Si había un invitado, entonces se le explicaba con lujo de detalles quién era el amigo Bubby y por qué nos gustaba recordarlo a la hora de comer.
Asumo que mi madre también influyó en mi particular gusto por esta palabra. Una de las cosas que me enseñó de chica fue a ir al baño antes de salir de casa. Me obligaba a ir aunque no tuviera ganas y me forzaba a que pillara al menos una gotita. Yo creo que lo hacía más por ella que por mí, ya que sufría (y aún sufre) una especie de fobia a los baños ajenos que le impedía realizar cualquier tipo de actividad en cualquier inodoro que no fuera el de ella.
Entre todas las cosas que desaprendí en mi adolescencia, el culto por los baños se volvió mi mayor rebelión. Lugar adonde iba, lugar que tenía que visitar el trono real. Primero por curiosidad, luego por necesidad, y finalmente como forma de demarcación: mi culo se volvió un culo territorial, y a donde fuera tenía que expresarse. Mis dos años en China y algunos de sus peculiares hábitos allí doblegaron un poco mi impulso, que rápidamente se volvió a activar en cuanto pisé suelo otomano.
En turco mierda significa "bok" y no se usa para desearle suerte a ningún artista que esté por salir a escena. Eso me lo dijo Ö. en uno de nuestros primeros encuentros, cuando recién estábamos empezando a pensar la puesta de "Arlequín, servidor de dos patrones". Ö. estudió en el Actor's Studio de Nueva York, hace ya unos cuantos años gracias a una beca que ganó. Trabajó con Al Pacino y otras celebrities antes de que su visa expirara y tuviera que volver a Turquía, donde se hizo famosa actuando en series de televisión y teatro, y donde desarrolló una importante carrera docente en una de las mejores universidades de Estambul. A Ö. le gustó mi trabajo como directora musical en "The Producers", y cuando la contactaron para hacer Goldoni no dudó en llamarme a mí para que aportara al proyecto desde lo musical. Pegamos onda desde la primera conversación telefónica, y la base fundamental de la puesta salió de aquel primer encuentro que tuvimos en el çay bahçesi de Kadıköy. Establecimos los principios de la obra, lo que queríamos contar, cómo lo queríamos contar y por qué lo queríamos contar. Volver al teatro más puro me hizo volver a mí misma, a mis raíces. Si bien mi formación teatral nunca fue tan formal como la musical, siempre me sentí tan ligada al teatro como a la música. Quizás porque dentro del conservatorio, entre mis compañeros, era la única que entendía la ópera como teatro musical, poesía en su estado más puro, donde ambas partes (texto y música) son indisolubles en escena y donde solo a través del cuerpo en toda su extensión se puede manifestar.
Ö. tomó nota de mis ideas, escuchó cada una de mis palabras, debatimos, consensuamos, disentimos, y finalmente logramos crear una adaptación que se ajustara a la idiosincrasia turca sin perder el espíritu italiano. Fue un proceso creativo maravilloso. Una vez encontrados los actores, comenzamos a trabajar.
Hubo, sin embargo, una cosa que temí podía perjudicar nuestra relación profesional, y es que Ö. era una obsesiva de la puntualidad. Yo y mis llegadas tarde comenzamos a quedarnos sin justificaciones ante esa manía incomprensible por "cumplir horario", y empezamos a tener nuestros primeros roces.
Ö. no aceptaba ningún tipo de pretexto para faltar o llegar tarde a un ensayo y hacía todo lo posible por demostrar la falacia de cualquier vil excusa. Mi precaria situación legal me dio un par de coartadas que me libraron de sus apercibimientos y me permitieron continuar participando en la obra, a pesar de su expreso descontento. Pero hubo un día, inexcusablemente embarazoso, que limó cualquier aspereza que pudiese haber surgido por mi impuntualidad y selló definitivamente y para siempre nuestra amistad. Porque los vínculos que nacen en las peores coyunturas suelen ser más sólidos, y el nuestro nació de las alcantarillas más profundas que jamás hubiéramos podido imaginar.
La mañana del ensayo fatal me levanté con una dolencia difícil de explicar. Un cansancio repentino y un leve dolor de cuerpo me hicieron pensar en una gripe inminente, pensamiento que se acentuó a lo largo del día con las esporádicas toses y estornudos que me invadieron. Faltar al ensayo no era posible, así que tomé todo lo que tenía a mi alcance y me fui a trabajar. A lo largo del día otra molestia se sumó a mi repertorio de achaques y complicó aún más mi situación: ahora no solo era un leve dolor de cuerpo, además se había sumado un intempestivo ir de cuerpo. La diarrea poderosa que se apropió de mí me retuvo más de lo normal en cuanto baño se cruzó en mi camino.
Pero (otra vez) estaba demorada, y a contrarreloj tuve que dejar antes de tiempo uno de los tantos inodoros que visité para apresurarme a llegar al que sería el ensayo más recordado de mi vida artística. Tomé el subte para hacer más rápido mientras pensaba qué excusa válida inventaría esta vez para zafar del severo apercibimiento que me esperaba. Un "tengo diarrea" no iba a conformarla por muy mal que me sintiera. Absorta en mis pensamientos iba yo tomada de la baranda del subte cuando sin previo aviso empecé desaforadamente a toser, con tanto ímpetu y tan furiosamente que mi culo decidió cobrarme caro el haberme ido antes de tiempo del baño. Ahí, en el medio del subte, agarrada de una baranda y con desafortunados testigos, una incontinencia fecal inaudita se adueñó de mí. ¡Había encontrado una excusa!, no sé si perfecta pero perfectamente válida y definitivamente extraordinaria...
Llegué al ensayo como pude, frunciéndome toda para que lo único que se me cayera fuera la cara de vergüenza. Ö. me vio llegar y enojada me hizo señas para que subiera al escenario así como estaba (no sabía cómo estaba) y empezara inmediatamente con lo que teníamos previsto. La llamé desde la puerta, y calculo que por mi expresión pudo deducir que algo no andaba bien. La barrera lingüística no interfirió en la transmisión del mensaje: un simple y escueto "me cagué encima" fue suficiente para que se suspendiera el ensayo "por desperfectos técnicos", porque claro, los actores y las actrices no tenían por qué enterarse de mi escatológica situación. Nos escondimos en el baño, cual adolescentes, y con la ayuda de su asistente bloqueamos el ingreso. Afuera detrás de la puerta se oían los murmullos y las corridas de los curiosos artistas, que pensaban que algo secreto se estaba tejiendo entre bambalinas. Sin embargo adentro la escena ocurría en cámara lenta y en absoluto silencio, cual culebrón turco, con largas miradas desconcertadas y balbuceos sin sentido. Nos habíamos ido tanto del libreto que no sabíamos cómo volver, pero no había mucho para hacer, teníamos que ensayar un final para mi insólita novela. Escabulléndose para no ser vista, Ö. corrió a improvisar una solución, y yo me quedé encerrada en el cubículo esperando a mi salvadora. No era mi primera experiencia encerrada en un baño, pero ciertamente era la más vulnerable. Pensé en todas las desgracias que podían ocurrirme estando ahí: un terremoto, un corte de luz, quedarme sin papel... Reflexioné sobre mi vida hasta el infinito, sin siquiera prever que un problema de residencia precipitaría mi vuelta a Argentina, que no podría estar para los últimos ensayos, que la obra sería un éxito y se agregarían funciones, que Ö. se mudaría a Italia y que años más tarde nos encontraríamos en La Scala di Milano a rememorar "esos tiempos" en los que sin querer protagonizamos una auténtica commedia dell'arte. El último acto de la historia tuvo un desenlace todavía más inesperado, como pasa siempre que dejamos que la vida haga de las suyas, que quedará grabado en los anales del teatro y que, por pudor y por respeto, no me atrevo a compartir.
Esa noche volví a casa con una bombacha y pantalones nuevos, una férrea amistad y tarareando por lo bajo los temas de la Orquesta Fernández Fierro, porque la mente es retorcida a veces, y de todo el repertorio musical que conocía caprichosamente solo me instaba a escuchar aquel álbum llamado Mucha Mierda.

(Imagen de Wikipedia)

No crecieron los tomates de las semillas rusas, ni alemanas, ni los tipo ciruela, ni los morados tampoco. Semanas siguiendo las instrucciones de cultivo para que la primera camada muriera sin haber nacido. La segunda oportunidad fue un poco más promisoria, y cuando empezaron a asomar los brotecitos los saqué al patio y preparé con entusiasmo su nuevo lugar en la maceta más grande. Crecieron (muy poco), lo suficiente como para ser detectados y devorados por los cuervos. No hubo espantapájaros ni cobertor que los protegiera, se los comieron a todos: a los rusos, a los alemanes, a los tipo ciruela, a los morados. La desasón fue enorme, y confieso haber llorado por todo lo que eso representaba: semillas que no germinan, segundas oportunidades que vuelven a escaparse, planes que fracasan, plata y tiempo perdido. Abandoné el cultivo y me resigné a comprar tomates de supermercado. No eran rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela ni mucho menos morados, pero al menos eran tomates que no me decepcionaban.

Una tarde tiré los restos de una ensalada en dos macetas. No con la intención de hacerlos crecer, a mí los tomates no me crecían. No los regué ni los cuidé de los cuervos ni les removí la tierra ni los cargué con falsas expectativas, y sin embargo ellos empezaron a asomarse: primero un brotecito, después un plantín, más tarde un tronquito que pronto hubo que sujetar. Los cuervos volvieron a picotear a uno, al más débil, al chiquitito, al atacado por una plaga, al que estaba al lado de tierra infértil que mataba todo lo que plantaba. Pero a mí no me importó: en la otra maceta crecía imponente una planta frondosa, muy firme, llena de hojas robustas y que se expandía hacia todos lados.
Volvió mi ilusión. Empecé a visitarlos todas las mañanas, a establecer horarios de riego, me deshice de las plagas, removí la tierra, los sujeté con firmeza, los fertilicé, les empecé a hablar, al plantín chiquito al que le tenía poca fe y a la planta frondosa que ocupaba todo mi corazón. Salieron unas florcitas amarillas y una mañana, en mi saludo de rutina, descubrí que debajo de esas florcitas se escondían -muy chiquitos- pequeños frutos redondos, duros, firmes, verdes. Eran tomates.
Lloré una vez más, esta vez de emoción y de sorpresa.
No crecieron tomates de la planta grande, firme y frondosa, crecieron del plantín chiquitito, picoteado por los cuervos, al lado de la tierra infértil y lleno de plagas. Mis tomates eligieron crecer ahí donde menos me lo esperaba para enseñarme que germina lo que tiene buena base a pesar de que no se vea, lo que picoteado y dañado aún puede sostenerse firme, lo que en comparación no se ve tan bien como lo otro pero muestra ser mucho mejor que aquello que más se admira. Mis tomates no serán ni rusos, ni alemanes, ni tipo ciruela, ni morados. De hecho, probablemente nunca sepa qué tipo de tomates son. Pero para mí serán los tomates que me enseñaron que a las oportunidades no hay que dejar de buscarlas por más fracasos que tengas encima, y que están ahí, incluso bajo la sombra de lo que más brilla.



Modern love

Luz es argentina, tiene 38 años y es profesora. Desde hace más de tres años que llegó a Estambul desde otros exóticos destinos, donde vivió y trabajó. Tuvo sus romances con turcos y extranjeros, y venciendo sus propios prejuicios un día decidió abrirse una cuenta en okcupid. Chateó solamente con dos tipos, y conoció solo a uno: Yalçın el guitarrista. Él la invitó un café a la segunda línea. Ella, aburrida, aceptó. Empezaron a verse y ella enseguida se enamoró. Se pusieron condiciones, aclararon los términos, se pelearon, se amigaron, y los quince días de vacaciones juntos coronaron lo que ahora ya podía llamarse "una pareja". Pero un imprudente descuido hizo que Luz encontrara que Yalçın el guitarrista había empezado a usar okcupid otra vez. Con el corazón roto se fue de la casa dando un portazo y llevándose las pocas pertenencias que había dejado en lo de él: una bombilla, un poco de yerba, un mate de madera. Se pelearon por teléfono, ella lloró en persona, en un día bajó 10 kilos y envejeció 20 años, y se quiso morir. Se encerró en su casa, faltó al trabajo y por noches enteras no pudo dormir. Hasta que...

Lucía tiene 37 años y es escritora. Hija de padre paraguayo, pasó su primera infancia en la tierra charrúa de su madre para después mudarse a Buenos Aires. La crisis del 2001 la llevó a España, donde vive desde entonces. Hace tres años conoció a Joaco, un analista de sistemas con quien convive desde hace dos años y medio. Unos días antes de venir a Estambul, una de sus mejores amigas lo encontró en Tinder. Ella lo encaró, le armó un gran escándalo, y a pesar de que él negó todo ella se armó un bolso y se tomó el palo. El primer día en Turquía se dedicó a llorar su desgracia, pero por un defecto de profesión (y más que nada por curiosidad) se abrió una cuenta en okcupid para investigar de qué se trataba esa aplicación sobre la cual había escrito un artículo sin haberla usado nunca. Con un usuario no muy atractivo y algunas fotos de perfil de facebook, empezó a surfear en el bravo mar de hombres turcos. Conversó con algunos extraños sobre su situación, entró a varios perfiles y hubo uno que le llamó particularmente la atención: un guitarrista tomando mate. ¡Qué raro un mate aquí en Estambul! Quiso conversarle, pero se arrepintió. Cerró la aplicación y se fue a dar una vuelta por Sultanahmet. Cuando volvió tenía un mensaje de él: el contacto con Yalçın el guitarrista se había iniciado y ya no iba a haber forma de pararlo.


Luz y Lucía tienen muchas cosas en común: además de la luminosidad de sus nombres, de sus orígenes, de sus viajes y de haberse encontrado a Yalçın el guitarrista en okcupid, hay una cosa que las relaciona por sobre todo: las dos son la misma persona. Una es el alterego de la otra. Se complementan, juegan a ser románticas, aventureras, indefensas, guerreras, sexuales, vírgenes, desaforadas, contenidas. Y tienen un mismo objetivo: enamorar a Yalçın el guitarrista.
Yalçın el guitarrista real es atractivo, carismático, introvertido en público y extrovertido en privado, sexual de a ratos, divertido, quejoso, físicamente muy enfermo y delicado, creativo, tosco, antirromance y antirromanticismo, malhablado, descreído del amor, extremadamente dolido y gruñón.
Yalçın el guitarrista virtual, en cambio, es solo corazón: en busca del amor más puro y duradero, es capaz de sumergirse en los argumentos de lo más romáticos, componerle una canción a la mujer con la que acaba de intercambiar un par de emoticones, y expresar su más profundo deseo de amar y ser amado. 
Yalçın el guitarrista real y Yalçın el guitarrista virtual, además de ser el mismo sujeto con personalidades diferidas según su ámbito de actuación, tienen una cosa en común: ambos se relacionaron con la misma mujer, pero no lo saben. 
Luz creó a Lucía a su imagen y semejanza, le agregó más cualidades sin quitarle ni uno solo de sus defectos, exteriorizó lo que en ella oculta (su extrema vulnerabilidad, sus miedos al amor, sus locuras y sus fracasos) y potenció aún más las propiedades que hacen que Luz sea, justamente, Luz.
Lucía y Yalçın el guitarrista virtual comenzaron a conversar el día que Luz y Yalçın el guitarrista real se pelearon. Lucía se mostró frágil e insegura, dolida y conmovida. Yalçın el guitarrista virtual se mostró romántico y encantador, dispuesto a regalarle unas palabras de consuelo y robarle una sonrisa. La historia de Lucía no era diferente a la de Luz con Yalçın el guitarrista real, sin embargo Yalçın el guitarrista virtual no lo notó. No se percató de que el dolor de Lucía era el mismo que el del Luz, que los miedos y las preguntas de su nueva novia virtual eran los mismos que los de su ahora ex novia real. Las dos lloraban por el mismo hombre y por la misma traición, pero mientras uno se mostraba evasivo y esquivo con su compañera hasta hacía unas horas, el otro se deshacía en palabras de amor para consolar a la mujer que había conocido hacía apenas unas horas.
Luz le dio a Lucía todo el poder que tenía sobre él. Lucía enamoró a Yalçın el guitarrista virtual hablando de música, de películas, de historias fantásticas reales e inventadas, de todo lo que era capaz de hacer por amor. Yalçın el guitarrista virtual se rió con desenfado de las locuras de amor de Lucía, las mismas locuras que Luz le había hecho a Yalçın el guitarrista real y que este había defenestrado. Lucía se abrió sin esconder nada, fue transparente al hablar de sus miedos, de sus prejuicios, de sus emociones, de sus reacciones exacerbadas y sin sentido, de su desconfianza en las redes sociales y sus máscaras. Lucía no dijo nada que Luz no hubiera dicho antes, pero Yalçın el guitarrista virtual le puso otra música a las mismas palabras y, por primera vez, las escuchó. 
Luz se sintió triste al darse cuenta de que Yalçın el guitarrista virtual se había enamorado de Lucía, y que el real nunca se había percatado que esos detalles encantadores eran en verdad de Luz.
Luz quiso probar qué locura era capaz de hacer Yalçın el guitarrista virtual "por su amor", y la mandó a Lucía a hablarle de las bondades del "mate paraguayo", y de cómo su padre le había enseñado el secreto para preparar el mejor tereré del mundo "para enamorar a cualquiera", pero que lamentablemente no había traído yerba para probarlo con él. Bastaron sólo 10 minutos para comprobar que había picado: Yalçın el guitarrista real la invitó a Luz al estudio de grabación "a cebar mate" (algo que ya se les había hecho costumbre). Y más tarde, esa misma noche, mientras Luz le hacía masajes, Yalçın el guitarrista real le preguntó sobre el tereré y le pidió que por favor le dejara la yerba.  
Luz y Lucía se divirtieron manteniendo desopilantes conversaciones simultáneas con los Yalçın real virtual, como la de concierto del domingo: mientras el real despotricaba y recontra puteaba porque lo habían sacado de un concierto en el que iba a tocar una canción con otro instrumentista, el virtual hacía alaraca de que en ese mismo concierto iba a tocar sus propias composiciones con una big band. O la charla simultánea (por WhatsApp con Luz y por okcupid con Lucía) sobre el significado de los nombres que los tres tenían pero que ninguno de los dos Yalçın pudo asociar. O la más incómoda de todas, en la que Yalçın el guitarrista real se pisaba inventándole excusas a Luz porque Lucía y Yalçın el guitarrista virtual habían quedado para verse a la misma hora que Luz le había dicho. 
Porque claro, eventualmente iba a tener que pasar. Lucía y Yalçın el guitarrista virtual iban a tener que encontrarse a concretar la charla hot en la que se declararon su amor y ella prometió quedarse a vivir en Turquía por él y él juró adelantar el viaje a España que tenía previsto hacer en el verano (porque Yalçın el guitarrista virtual no le tiene miedo a los aviones como Yalçın el guitarrista real, que hace 18 años que no se toma uno).
El "gran día" (como lo llamó él) iba a ser el viernes que ella volvía de Capadocia. Arreglaron encontrarse a las 17.30 del otro lado del Bósforo.
Pero Lucía nunca llegó. Yalçın el guitarrista dejó de lado su personalidad virtual y le envió un mensaje digno de su personalidad real: descreído del amor, extremadamente dolido y gruñón, no pudo evitar recriminarle violentamente su falta de interés y ganas de hacerle perder su precioso tiempo a esa mujer que se había retrasado unos minutos. No pudo perdonarle a Lucía su falta de puntualidad (algo a lo que Luz ya había acostumbrado a Yalçın el guitarrista real) y la dejó. Esa misma noche, Yalçın el guitarrista real no quiso verla a Luz tampoco. Luz y Lucía se entristecieron mucho. 
Al día siguiente ninguna de las dos pudo contenerse y les mandaron un mensaje: por WhatsApp Luz y por okcupid Lucía. Ambas necesitaban verlo, por diferentes razones. Luz necesitaba compañía porque estaba atravesando un momento difícil, y Lucía no quería irse sin verlo al menos una vez. Luz sabía que Lucía tenía más chances que ella, así que trazó un plan de lo más cliché: Lucía iba a citarlo a Yalçın el guitarrista virtual y en su lugar iba a aparecer Luz para confrontar a Yalçın el guitarrista real. Pero la idea no funcionó: Yalçın el guitarrista virtual dejó esperando a Lucía, y Yalçın el guitarrista real nunca se contactó con Luz para acompañarla.
Lucía volvió a España sin haberse encontrado nunca con Yalçın el guitarrista virtual. Y Luz sintió amargamente la cruel indiferencia de su ex compañero Yalçın el guitarrista real. Ante tanta angustia, y escondiéndolse detrás de la máscara de Lucía, Luz entró en la aplicación una última vez le contó toda la verdad a un fulano cualquiera: le habló de cómo fue su relación con Yalçın el guitarrista real, de los buenos momentos que pasaron, de la terrible sorpresa que fue para ella encontrarlo nuevamente en okcupid, de su alterego Lucía, de la relación de Lucía con Yalçın el guitarrista virtual y de todas las locuras que Luz había hecho y quería seguir haciendo por Yalçın el guitarrista real. El fulano, lejos de espantarse, la acompañó, la contuvo, le robó un par de sonrisas y la tranquilizó. Luz vomitó todas sus miserias y sus bajezas y le confesó hasta lo más inconfesable, lloró y se rió con ese desconocido que desde el otro lado de una pantalla estaba haciendo hasta lo imposible para sacarle una sonrisa y le hablaba a Luz como Yalçın el guitarrista virtual le había hablado a Lucía. De repente, como en el cuento "Axolotl" de Cortázar, una suerte de realidad mágica dibujó una línea difusa y las dos historias se entrecruzaron: Luz se convirtió en Lucía y Lucía se convirtió en Luz.
Luz volvió a cruzar un par de líneas con Yalçın el guitarrista real, garabateó una carta de despedida que nunca le envió, intentó un vergonzoso perdón y volvió con él por aburrimiento, por comodidad, y sobretodo por estupidez. Pero al tiempo las cosas empeoraron y en un violento ataque de furia Yalçın el guitarrista mostró su costado más feroz y real. Luz, entonces, volvió irse, esta vez para siempre, sin llevarse ni la bombilla, ni la yerba, ni el mate de madera. No lloró, ni faltó al trabajo, ni se quiso morir. Tampoco hizo intervenir a Lucía, ni a ninguno de sus otros alter egos. Dejó pasar unos días, se recompuso a medias como pudo, y una noche sin pensarlo le escribió a aquel fulano de okcupid que la había contenido en su peor momento. Intercambiaron un par de mensajes y una noche acordaron para finalmente encontrarse. La novelesca historia que Luz había creado para superar su decepción amorosa con Yalçın el guitarrista tuvo un final digno de como empezó, todo muy modern love.

Matador

Istiklal Caddesi es la peatonal más famosa de Estambul, ubicada en el corazón del centro comercial de la ciudad, y punto de encuentro de locales y turistas de todas las latitudes. Restaurantes, tiendas de ropa, iglesias (católicas y ortodoxas), casas de música, librerías, bares y boliches son algunas de las cosas que conviven en esta calle de 1,4 kilómetros de largo. De día, paseo de compras; de noche, meeting point.
Cuando salgo (bah... cuando salía....) mi recorrida incluye una larga y pausada caminata, con mil y un paradas en cuanto boliche me ofrezca trago gratis. Y siempre termino en Araf.
Araf (que en turco significa "purgatorio") es mi boliche preferido por muchas razones —la onda del lugar y de la gente, los tragos a precios accesibles, la música en general—, pero en especial por una particularidad: el playlist del DJ incluye "Matador" de Los Fabulosos Cadillacs. Turcos (y algunos extranjeros) bailan desaforados al ritmo de la música sin entender nada; yo también bailo desaforada pero porque de repente empiezo a entender todo.
[Me dicen el matador, nací en Barracas / si hablamos de matar mis palabras matan]
Escuchar música argentina fuera del país en un lugar frecuentado por locales te enseña a escuchar el tema de otra manera. El ritmo se vuelve intrínsecamente tuyo, de repente la geografía de un casi desconocido Barracas se te presenta ante tus ojos y ves las casas y el barrio y su gente como si hubieras vivido en él. Las palabras dejan de ser solo palabras y adquieren otro significado.
T. fue un par de veces a Araf. No se acuerda, pero yo sé que tiene que haber bailado "Matador", sin entender una palabra de la letra y sin pensar en la cercanía (a pesar de la inmensa lejanía) que esas estrofas suponen para él.
Nació en Irak, hace —apenas— 21 años. Es el hijo del medio de un prestigioso médico y de una renombrada dentista. De clase acomodada, estudió en un muy buen colegio y toda su educación fue en inglés, por eso lo habla tan bien como el árabe. Es productor musical y arreglador, y un rapero famoso allá en su Bagdad natal. Según me dijo, su música habla principalmente de política, e intenta hacerle llegar al mundo (con sus temas en inglés) una imagen de su país que no es la que venden los medios occidentales.
[Soy la voz de los que hicieron callar sin razón...]
A T. lo conocí una semana antes del brutal atentado en Bagdad que se llevó la vida de casi 300 personas, entre ellas dos compañeros de colegio y un amigo del padre. Cuando unos días después nos volvimos a encontrar, me contó que estaba triste, que había crecido con esa familia, que habían pasado muchas cosas juntos y que sentía bronca por no poder ir a abrazar a esa madre que en un mismo día había perdido a sus dos hijos y a su marido. Me quedé sin palabras. Lo abracé fuerte y le pedí que me contara cómo era su querido Irak, un poco por compasión y otro poco por la vergüenza que me daba no saber prácticamente nada de ese lugar.
La primera vez que escuché el nombre de ese país fue en Estados Unidos. Habíamos ido con mi mamá de vacaciones y en ese momento se hablaba mucho de "la guerra del Golfo". Yo no sabía muy bien qué era una guerra ni mucho menos dónde quedaba el Golfo ese, pero me habían dicho que había un señor que se llamaba Saddam Hussein que tenía mucho petróleo y que se estaba peleando con otro país que también tenía petróleo y no lo quería compartir. Yo no entendía muy bien por qué el señor Hussein y su vecino estaban obligados a compartir su petróleo, ni qué tenía que ver Estados Unidos con ese pedazo de tierra del otro lado del planeta, pero el día que llegamos al aeropuerto de Miami para tomarnos el avión de vuelta "algo" había pasado y los vuelos no estaban saliendo. Mi mamá (en pleno auge del "deme dos") temía por el modesto exceso de equipaje (unas nueve valijitas) y cuando nos empezaron a llamar por el altoparlante supuso lo peor. Pero no: por una inesperada sobreventa de pasajes nos ofrecieron viajar en otro vuelo y en primera clase. Mi recuerdo de Irak, entonces, se endulzó totalmente: gracias al señor Hussein, a su vecino y a su petróleo yo iba a viajar (por primera y única vez) en First Class.
T. sabe mucho de historia. Le apasiona conocer hechos e interpretaciones de sucesos históricos, un poco motivado por la visión de su país que leyó afuera (hace un par de años que vive en Turquía) y un poco por curiosidad y para saldar esa brecha que le dejó el colegio, para el cual la historia de su país terminaba en 1950.
T. no había nacido en la época de la guerra del Golfo, pero leyó mucho sobre Saddam Hussein. Me contó que fue un militar que llevó al país a una sangrienta guerra con Irán, que su visión estratégica (cual Napoleón) le valieron la presidencia del país, la próspera economía de la región y unas cuantas victorias bélicas. Hussein, siendo militar, llegó al mando tras una revolución que alzó al poder al partido del cual Saddam formaba parte. Unos años después de la revuelta fue nombrado presidente. Su estrategia política radicaba en su carisma y fundamentalmente en su inteligencia militar. Parece que un día, recorriendo pueblos del interior de Irak, una anciana de una aldea lejana mojó sus manos en sangre de cordero y, a modo de bendición —una costumbre muy común por esos lares— las pasó por el coche de la comitiva que lo llevaba. A los pocos metros Hussein se bajó de ese auto y decidió cambiar su camino. El coche bendecido siguió el recorrido estipulado y a escasos kilómetros de aquella aldea fue atacado por granadas. Todos murieron. Saddam, que había interpretado aquella "bendición" como una clara marca al coche en el cual viajaba, hizo desaparecer completamente la aldea de la vieja aduciendo que fueron necesarias muchas más manos además de las de la anciana manchadas en sangre para planear un magnicidio.
[y ahora sé que en cualquier momento me la van a dar]
T. iba al colegio cuando en el 2003 Bush decidió ocupar Irak en busca de las famosas (y nunca encontradas) armas de destrucción masiva. Soldados estadounidenses instalaron sus bases en Bagdad, muy cerca de su casa. La resistencia pronto empezó a actuar y la lucha se hizo diaria. [Viento de libertad, sangre combativa]. Además de las bombas que caían matando gente que volvía de hacer las compras en cualquier remoto lugar del país, los soldados se ponían a disparar en cuanto escuchaban un ruido "extraño" (un ratero que se escapaba corriendo, un pájaro que había perdido su bandada, una pelota que había caído fuera de la cancha). Una vez T. y sus amigos estaban jugando al pool en la parte de atrás de un bar que pocos días antes había sido alcanzado por un mortero. Su amigo se calentó porque estaba perdiendo y con fuerza tiró una de las bolas afuera del bar. Dos minutos más tarde los cuatro amigos se vieron en el medio de una interminable balacera. Corrieron lo más que pudieron hasta meterse en un colegio. T. escuchaba el silbido de las balas que le pasaban cerca, porque según me dijo uno es capaz de escuchar el sonido de las balas si estas pasan en un radio no mayor a 4 metros de donde se encuentra uno. "Escuchar las balas es algo bueno —me dijo— significa que estás en el centro del radio y que no te van a tocar". Algo bueno. Uno de sus amigos no tuvo la suerte de escuchar el silbido ya que una de las balas le dio en el huesito dulce y se cayó de boca al piso. Lo agarraron entre los otros tres y lo metieron en el colegio, justo antes de que otro grupo de soldados yankis empezara con su rutina de disparar azarosamente a edificios tales como escuelas, hospitales, almacenes, etc. Una vez adentro, otro de los amigos empezó como loco a tocarse todo. "¿Y a este qué le pasa?" se preguntaron. Y T., riéndose, contestó "está buscando a ver si una bala le pegó a él". Parece que cuando una bala impacta en ciertos lugares no tan críticos (un pie, una pierna, un brazo, una oreja) el calor hace que el disparo no se sienta. "¿Y qué le pasó a tu amigo?" pregunté con miedo. "Nada, nada, está perfecto, estuvo apenas tres meses en el hospital, nada más", me respondió con ligereza.
[Qué suenan, son balas, me alcanzan, me atrapan.]
T. habla de estas cosas como algo "normal". Para él y sus amigos, contar cadáveres nuevos en el camino de ida y vuelta al colegio era un pasatiempo. "Este es fresquito, de hoy". Nunca se inmutó. Lo único que le impresionó una vez fue ver el proceso de un cuerpo en descomposición hasta explotar. "Eso sí que fue feo, el tipo se fue hinchando todo hasta reventar", me dijo, recordando el hecho con disgusto y asco. "¿Solo eso? ¿Ver cadáveres todos los días no? ¿Saber cómo morían tampoco?" le pregunté anonadada, apenas con un hilo de voz. "Morir vamos a morir todos, lo importante no es cómo sino por qué". Yo me sonreí, algo de razón tenía entre tanta sinrazón. Él le pidió al mozo un cappuccino para mí y que por favor le cambiara el carboncito a la pipa de agua (estábamos fumando nargile de limón).
[Matador, matador...]
Eran las 4 y media de la mañana, yo tenía sueño pero no me podía ir a dormir. Al principio de esa noche, cuando nos encontramos, la conversación giró en torno a ese atentado en donde su compañero de colegio había fallecido, y sobre qué puede llegar a tener en la cabeza alguien que se hace volar por los aires llevándose cientos de personas con él. Pero después de escuchar cómo fue su infancia y su adolescencia, lo único que podía pensar era cómo un chico que vivió entre tanta muerte violenta puede ser tan puro (lo que significa su nombre en árabe), tan cálido y tan "vivo". T. sabe que, a pesar de su pasaporte, tuvo suerte de haber nacido en el seno de una buena familia, de tener una educación privilegiada, de ser un pibe lindo y seductor y de tener la posibilidad de poner su voz y hacerse escuchar. También sabe que ese no fue el caso de la mayoría de sus compañeros, y mucho menos de aquellos otros miles de chicos que crecieron en zonas rurales, en las que no había ni hospitales para ir cuando caían las bombas, ni colegios en los que refugiarse cuando empezaban los disparos. Y yo imaginaba, mientras lo escuchaba, la vida de esos otros chicos, que sobrevivieron las atrocidades de una guerra insensata escondiéndose entre los muertos, que vieron a sus madres y hermanas ser ultrajadas por soldados extranjeros que venían a buscar algo que no existía, que no pudieron terminar el colegio, y que probablemente el sonido de las balas haya sido la única música que escucharon por años.
Cuando volvía para mi casa se me vino a la cabeza esa frase que leí a modo de chiste hace ya un tiempo, que decía: "Para demostrar que Saddam es un demonio llevamos años convirtiendo a Irak en un infierno". Pues bien, no hace falta ser analista político para darse cuenta de que los demonios se escaparon del infierno, y que el mundo entero se ha vuelto un lugar infernal. Algunos, como T., canalizan su vivencia levantando su voz y explotando su faceta artística. Otros, simplemente, explotan.



(T. cantando en inglés desde el segundo 30)



Historias de San Petersburgo


Cuando allá por 2002 en Literatura Rusa tuvimos que leer "Historias de San Petersburgo" jamás imaginé que trece años después iba a estar caminando por la ciudad que tan delicadamente supo describir Gogol. Y si bien su visión es infinitamente más detallada y exquisita que lo poco que pude apreciar en mi cortísima visita, recién pisando sus calles y respirando su gélido aire invernal pude entender por qué le dedicó un relato entero a una avenida y qué singular independencia es capaz de adquirir una parte del cuerpo, como ser la nariz, en la helada Venecia del Norte.
Que Gogol me perdone por tomar sus relatos como eje para mis historias (que en nada se relacionan con sus creaciones). Sea acaso este mi humilde homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura que tardíamente supe comprender.

1. Невский Проспект 
"No hay nada mejor, por lo menos para San Petersburgo, que la avenida Nevski" dice Gogol en su primer cuento. Y tiene toda la razón. Toda la grandeza de una ciudad concentrada en un lujosa vía: edificios majestuosos, gente de lo más chic, cafés, restaurantes, librerías, paseos de compras, iglesias y los vestigios de lo que supo ser una de las capitales más grandiosas del mundo.
A lo largo de esta emblemática avenida se encuentran el famoso palacio Stroganov, la catedral de Nuestra Señora de Kazán, el puente Anichkov, y la librería más antigua que está en la intersección con el canal de Griboyedova, y desde donde se ve la maravillosa Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada, uno de los templos más preciosos de San Petersburgo.
Atravesada por una gran cantidad de canales, su arquitectura parece sacada de un cuento de hadas. Todo es bello, armónico, equilibrado. Incluso su gente. Hombres y mujeres la caminan enfundados en maravillosos atuendos como si estuvieran modelando sobre una pasarela. El frío no amedrenta a los habitantes de esta ciudad, que están acostumbrados a pasearse sin un exagerado atuendo. 
Todo en la Nevski Prospekt es perfecto. Por eso cuesta imaginar que ese mismo espacio, tan acicalado, haya sido escenario de cruentas batallas y numerosas muertes. "¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra cosa de lo que parece!"
M. me contó que sus abuelos vivían en 'Leningrado' (así se llamaba) cuando la ciudad fue sitiada por los nazis. Me dijo que la gente se reunía en la plaza y salía a caminar por las calles (las mismas calles que también fueron testigos de la Revolución rusa) buscando algo para comer. Sus abuelos también fueron de los que vagabundeaban por la Avenida Nevski tratando de encontrar un pedazo de pan. A veces tenían suerte, otras volvían a casa con el estómago vacío. Una vecina amamantó a casi todos los chicos del barrio, porque alguien tenía que darle leche a esos chicos cuyas madres estaban agonizando. Familias enteras dormían abigarradas en un único colchón para darse calor en los crudos inviernos. Cosas espantosas pasaron durante los dos años y medio que duró el calvario: gente que mataba por un trozo de carne, gente que comía brazos y piernas de los muertos que se desvanecían en plena ciudad, muchísima gente que moría de hambre. "Cuando se acabaron los animales (pollos, caballos, gatos, perros... ¡todos!) una especie de ola de canibalismo se desató en la ciudad. La gente salía a buscar comida y a veces ellos mismos se convertían en el plato de la cena. Pero esto es algo de lo que prácticamente no se habla" me contó M., mientras caminábamos.
Cuando volvimos a su casa, yo no podía dejar de pensar en las palabras de M., y en el contraste entre una ciudad tan hermosa y una historia tan cruenta. Mientras la madre servía la cena con una sonrisa preguntándonos qué habíamos hecho durante el día, yo pensaba en el valor de sus padres por haber subsistido en una época tan oscura. Una generación marcada por la ignominia y el coraje de haberse sobrepuesto a la tragedia de una guerra desalmada. Y mucho antes, por siglos sosteniendo la opulencia de los zares a costa del trabajo y la pobreza de los trabajadores, y por supuesto todos los hechos que desencadenaron el 17 de Octubre. Y si bien todos esos acontecimientos fueron posteriores al nacimiento de Gogol, imagino que su germen se estaría gestando en el inconsciente de un pueblo afectado por esa contradicción que oscila entre el lujo y la carencia, todo iluminado bajo la misma luz de un farol.
Esa noche, acostada en mi cama, releí "Nevski Prospekt". Y por primera vez lo entendí.

"En todo momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de mostrarlo todo bajo un falso aspecto."




 


2. El retrato
"En ninguna parte se detenía tanto público como delante de la tienda de cuadros de Schukin Dvor. Dicho establecimiento ofrecía, en verdad, el más heterogéneo conjunto de genialidades. Los cuadros, en su mayoría pintados al óleo y recubiertos luego de barniz verdinegro, tenían marcos pretenciosos de color ocre. Los temas habituales eran un paisaje invernal con los árboles blancos, un crepúsculo totalmente rojo como el resplandor de un incendio, un campesino flamenco, más parecido a un pavo con puños almidonados que a una persona, con el brazo arqueado para sostener su pipa... También había algunos grabados como, por ejemplo, un retrato de Jozrev-Mirzá y otros de generales con tricornio y la nariz torcida. Por si fuera poco, a la puerta solían colgar ristras de obras recortadas en corteza de árbol y pegadas en grandes folios, testimonio del talento innato del hombre ruso." 

Pasillo con pinturas colgadas
San Petersburgo tiene uno de los museos más grandes y antiguos del mundo: el Hermitage. Centenares de obras de arte pictóricas (una de las colecciones más grandes del mundo), esculturas, antigüedades, reliquias y piezas arqueológicas de diferentes países se encuentran en este inmenso edificio que siglos atrás fuera el Palacio de Invierno de la emperatriz Catalina la Grande. 
Un Leonardo
Generalmente una recorrida completa por el museo puede durar entre tres o cuatro días. A mí, una fugaz y ligera amante de la pintura, la visita me duró casi cuatro horas. Mucho, para mi gusto. Es que por más que suene 'inculto' y políticamente incorrecto a mí los museos me aburren inmensamente. Entiendo desde el intelecto la genialidad de Leonardo y la innovadora vanguardia que representaron en su momento Picasso o Dalí. Lo comprendo y lo valoro profundamente, de verdad. Pero ver cuadritos colgados en las paredes y muebles viejos que pertenecieron a señores "importantes" me torra, me dan ganas de tumbarme ahí mismo en esos maravillosos sillones Luis No-Sé-Qué-Número y echarme una siesta monumental, babear hasta deshidratarme el almohadón bordado en seda china con detalles en hilo de oro en el que el rey Fulano I apoyó su majestuoso culo y se tiró un ruidoso pedo. De las centenares de pinturas expuestas en el Hermitage en sus interminables salas y pasillos, solo le saqué foto a un Leonardo porque justamente era eso, un LeonardoNi el nombre me acuerdo. ¿Qué puede tener de interesante ver decenas y decenas de paisajes y de caras de gente que ni conozco? Y a los que conozco ¿qué más da? A mí me gusta Dostoievsky por su pluma, no por su copiosa barba. Prefiero imaginarme el rostro a verlo plasmado estático en un paño. 
Mechas de Napoleón
En cambio las esculturas y algunas otras chucherías me encantan. Figuras macizas de hombres fornidos, biblias y coranes viejos, ropas ostentosas, carruajes lujosos, armaduras que usaron los soldados en las guerras, copas en las que bebían exclusivos elixires, lámparas de cristal. Un retrato de Dostoievsky o de Gogol es una representación invariable. En cambio un mechón de pelo de Napoleón te sumerge en un viaje al pasado y te invita a imaginar cómo sería el resto de la cabellera, quién se atrevió a cortar ese rulo, con qué tijera se hizo ese corte, cómo se ejecutó y de qué estarían hablando Napoleón y su peluquero en ese momento tan íntimo y personal. Por el contrario, la única idea que se me presenta cuando veo un cuadro no es la obra en sí sino qué llevó al artista a pintarlo. Entonces imagino que a Leonardo lo movió la naturaleza humana. A Picasso, la idea de romper con la perspectiva tradicional. A Dalí, la posibilidad de plasmar el inconsciente en una obra. Y a los rusos, el frío. Todas sus manifestaciones artísticas tienen una tonalidad profundamente gélida. Quizás la idea de un museo inmenso no haya sido un pretexto para ostentar incontables piezas maravillosas, sino más bien una excusa para pasar largas horas al resguardo del frío en un lugar cerrado. Y no sólo la pintura carga ese padecimiento como consecuencia de las bajas temperaturas. La literatura y la música son igualmente extensas en volumen y duración. Ninguna novela de un escritor ruso tiene menos de 300 páginas, ni ninguna pieza musical dura menos de tres horas. El que escribe/lee o compone/escucha está forzado a permanecer en un mismo espacio cerrado por una considerable cantidad de tiempo.
Cuando mi visita al Hermitage terminó, me quedé sentada en un banquito al lado de la puerta, mirando las fotos que había sacado y reflexionando acerca de todo lo que había visto. Demoré mi salida no por la belleza artística circundante, sino porque afuera todavía seguía nevando.

           




3. La nariz
La mañana del 25 de marzo el asesor colegiado Kovaliov se despierta sin su nariz. Comienza entonces una increíble travesía que incluye diálogos entre Kovaliov y su nariz en una iglesia, el presunto intento de fuga (con pasaporte falso) de su temperamental ñata, y sus coquetos paseos por la fastuosa avenida Nevski. La historia culmina el 7 de abril con la nariz nuevamente en su sitio (es decir, la cara de Kovaliov). No es de extrañarse, ya que la primavera está llegando y no hay excusas para que una nariz se independice y ande vagabundeando por ahí.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de este relato, pero la verdad es que para comprender intrínsecamente la genialidad de este cuento no hace falta ser un letrado en literatura rusa, con caminar diez minutos del museo al subte en una ordinaria tarde de invierno es suficiente. Porque seguramente en primavera y/o en verano la cosa sea distinta, pero en invierno simplemente se te congela. Llega a niveles insospechados de entumecimiento tras pasar por un arcoíris de impresiones. Y así como en "El Cascanueces" los juguetes cobran vida, la nieve y las bajas temperaturas del frío petersburgués hacen que esa facción saliente de la cara con dos agujeros se vivifique. Adquiere autonomía propia, de repente hay una parte de tu cuerpo que deja de pertenecerte, que tiene otro cuerpo y otra existencia con sus propias emociones y de naturaleza algo particular. No importa cuánto abrigo le proporcionemos, la tipa parece quebrar todas las barreras que pretenden cubrirla del frío y se las arregla para alzarse bien erecta, independiente y transgresora. Y ahí, en esa extremidad que otrora supo ser nuestra, algo comienza a gestarse, un nuevo organismo que se desarrolla y crece a pasos agigantados, una figura de complexión amorfa que lucha en ese espacio reducido por agrandarse y desenvolverse hasta llegar a ocupar toda la capacidad nasal, ahí en ese hueco oscuro y frío tiene lugar el nacimiento de un monstruo aterrador: un moco. Pero no cualquier moco, claro que no. Un moco territorial e invasivo, que se niega a abandonar su morada (que no es nada más ni nada menos que lo que antes fuera tu nariz). Y como resultado de esta absurda obstinación ocurre una lamentable tragedia, ya que el pobre moco agoniza de hipotermia, lo cual abre un nuevo capítulo en esta terrible historia: el del moco congelado. Ya no es agua que cae ni gelatina pegajosa, ahora tenemos dentro de nuestra ex nariz un cuerpo duro, macizo, que amenaza con desprenderse pero que en cambio afila sus bracitos puntiagudos y se aferra con virulencia a un inocente pelito nasal. Hablemos de la perversa malicia del moco congelado. Molesta, duele, lastima, no basta con sonarse la nariz hasta que el aire te reviente los oídos, hay que desarrollar una acrobacia dedística para poder extirparlo con arte y disimulo. La magia del maravilloso circo ruso debe haber tenido su origen en la extracción de un moco de carácter flemático. Las virtuosas piruetas de los patinadores sobre hielo fueron resultado de un moco ocupa. "La guerra y la paz" no es otra cosa que una alegoría sobre la lucha por arrancar un moco tozudo, y la inmensa satisfacción que supone el triunfo de tan cojonuda empresa. Porque luego de la ablación viene el momento altruista de la contemplación, donde se dejan de lado las diferencias que existieron para perderse en la visión mística y filántropa de ese cuerpo, que tan inocente y desamparado comparece ahora en la yema del dedo. Pero lamentablemente ese placer dura poco. En dos estaciones más hay que volver a salir del subte. Y ahí, acechando, se encuentra un nuevo moco por nacer.
Sin nariz

4. Diario de un loco
En este cuento, escrito como su título lo anticipa en forma de diario, vamos atestiguando a través de las páginas cómo el protagonista se va volviendo loco.
Volverse loco en San Petersburgo no es tan difícil como podría pensarse. Podemos caer en locura poética recorriendo el barrio de Dostoievsky, o admirando la belleza arquitectónica de la ciudad que con tanta imaginación planificó su fundador, Pedro I el Grande, y soñar con ser parte de su corte lujosa y delirar con la realeza.
Lo cierto es que la locura se manifiesta de distintas formas y bajo las circunstancias más diversas, y varía de acuerdo a quién la vive y a quién la interpreta.
El primer día que salí a caminar, cruzando uno de los puentes que separan una isla de otra, un hombre extraño comenzó a seguirnos a mi amiga y a mí. Antes de que comenzara a hablarnos, apenas noté que nos estaba siguiendo, me asusté un poco. Pensé en la mafia rusa, aunque en seguida lo descarté por la precariedad de su calzado, entonces me imaginé que iba a afanarnos y ahí nomás me vi declarando por robo en la comisaría, sin guita, sin pasaporte y sin hablar una palabra de ruso. Finalmente, tras amagar en varias oportunidades, se acercó a hablarnos. Mi paranoia se diluyó por completo al ver la cara de mi amiga (rusa ella, y dialogando en ruso con el hombre en cuestión), ya que más que asustada parecía entre sorprendida y alegre. Le sonríe, afirma con un par de "da da da" (siempre de a tres), y con cierta comicidad me traduce: "Está entrenando para superar su marca, va a nadar ahora y le gustaría que contáramos cuánto tiempo aguanta estar sumergido en el agua. Se dio cuenta de que sos extranjera y seguramente quiere sorprenderte con su resistencia... ¿vamos?". "¿¡Va a nadar ahora, en agua congelada?!" respondí pasmada. Sabía del bautismo en aguas heladas que se practica en el año nuevo ortodoxo, pero no había ningún patriarca cerca para bendecir la ceremonia y este sesentón no parecía muy ortodoxo que digamos. "Ah sí, es muy común nadar en agua helada, ¡mucha gente lo hace! Dicen que es bueno para la salud". Así que ahí fuimos, caminando bajo la lluvia y la nieve constante que caía sin piedad y que estaba empapando mi ligero abrigo (que no aguantó ni dos horas el clima petersburgués, pero eso lo dejo para el último relato). El hombre, orgulloso y feliz, nos condujo hasta el final del puente, donde escondida tras una curva había una escalerita que bajaba al río. Ahí apoyó su bolsita (¿en la que traería una toalla tal vez?), se quitó las zapatillas, dejó la ropa a un costado, y en zunga comenzó a descender hasta el agua. Caminó un poco hasta encontrar un lugar no congelado en el cual zambullirse, y como si estuviera en el Mediterráneo se sumergió en el mítico Neva.
Mi abrigo, no apto para el clima ruso, no pudo seguir soportando las inclemencias del tiempo, y lamentablemente nos tuvimos que ir. Nos alejamos de a poco, sin poder despedirnos, yo lo miraba desde arriba, sorprendida, tan empapada como él estaba, helada, sin poder sacar la cámara para registrar ese singular momento y pensando cuán cultural que es la construcción de la locura, ya que para mí nadar en agua helada es demencial mientras que para los rusos, según me vine a enterar después, es algo absolutamente normal.
El río Neva
5. El capote
Uno de los más grandes relatos de la literatura rusa es sin duda "El capote", cuento en el que se narra la vida del pobre Akaki Akakievich, su monótona existencia, su dedicación (y sumisión) laboral, el gran sacrificio que hizo para poder comprarse un nuevo abrigo y las nefastas consecuencias tras su pérdida: su enfermedad, su repentina muerte y su aparición fantasmagórica robándole los abrigos a la gente.
Releí este cuento de Gogol unos días antes de viajar. Imaginé las inclemencias del frío ruso y recordé el desafío que fue pasar los inviernos en China para una porteña como yo. Pero en ningún momento tuve miedo: había sobrevivido a -25 grados en mi queridísima 大同 (Dàtóng) y sabía que el secreto estaba en abrigarse bien. Además unos días antes de viajar a Rusia había nevado un poco en Turquía y mi campera había soportado con altura el frío estambulita. Por eso no me preocupé. Por el contrario, me encargué de conseguir la ropa para ponerme debajo del abrigo (camisetas térmicas, de nylon, de algodón, medias, guantes, bufanda, gorro, etc.) y dos días antes de partir hice la valija, feliz. ¡Estaba yendo a visitar a mi gran amiga M.! Cuando me fui de China yo me vine a Turquía y ella se volvió a Rusia. Seguimos en contacto y después de dos años se me dio la oportunidad de viajar a visitarla, y ni lo dudé.
El día que llegué M. y su mamá me estaban esperando en el aeropuerto. Tras los saludos efusivos de rigor, me miró sonriente y con notoria curiosidad me dijo "¿este es tu abrigo?". Yo, orgullosa, afirmé rutilante: SÍ, se la re banca, y lo repetí varias veces al ver su cara de sorpresa y desconfianza.
Ese mismo día salimos a caminar. Dejamos las cosas en su casa y partimos hacia la Avenida Nevski y el mítico Neva. La ligera lluvia y los copitos de nieve que caían no me amedrentaron, ¡yo no podía estar más chocha!
Nos bajamos del subte y empezamos la caminata. Ella me iba explicando a cada paso el detalle del sublime paisaje que nos rodeaba mientras yo, como podía, intentaba sacar fotos a la maravilla que estaba ante mis ojos. De a poco, la tenue lluvia dejó de caer con ligereza, y los algodonezcos copillos de nieve comenzaron a transformarse en tremendos adoquines de hielo macizo del tamaño de un puño que se despeñaban rabiosamente. Mi abrigo, el mismo que yo había defendido acérrimamente ante la mezquina inquisición sobre su presunta falta de robustez, me estaba abandonando. En escasos minutos el agua comenzó a filtrarse. Empecé a tener frío. Disimulando la fase inicial de mi estado de congelamiento, continué caminado, ya sin escuchar los relatos de M. De repente me vino la imagen de algo que había visto a la salida del subte, al lado de un banco de plaza, en la entrada de un museo: camuflados debajo de precarios techos, había unos hombres vendiendo pilotines de plástico descartables. Toda mi atención y mi libido se concentraron entonces en una única misión: tenía que hacerme de un pilotín como sea y detener la mojadura que me estaba acechando. Aceleré el paso intentado mantener con dignidad mi incipiente hipotermia. Y entonces lo vi, ahí, en el medio de una desolada plazoleta, el redentor del frío petersbugués que iba a poner fin a mi padecimiento ofreciendo humildemente sus pilotines de plástico. Corrí, corrí atropelladamente, salpicando con mis toscos pasos a quienes es interponían en mi camino, patinando entre el hielo y esquivando charcos. Finalmente llegué a él y pude comprar mi pilotín.
Orgullosa, arropada con esa gigante bolsa de plástico azul que me impermeabilizaba, proseguimos con la caminata. La lluvia y la nieve ya no podían amedrentarme, yo estaba bien protegida. Paseamos un buen rato hasta que unas horas más tarde decidimos ir a un bar. Como en todos los lugares de Rusia (restaurantes, teatros, museos, galerías, iglesias) hay coquetos percheros de uso público y gratuito para dejar los voluminosos capotes. Con extremo cuidado, colgué mi pilotín en una de las perchas y lo protegí como pude con mi desafortunado abrigo para que no se estropeara. A pesar de haberme resguardado estoicamente de las inclemencias del tiempo, su calidad no era la mejor. Yo lo sabía, por eso fui excesivamente meticulosa al sacármelo. Sin embargo noté que había empezado a agujerearse (quizás el cierre de la cartera hizo que el plástico se rajara) y que estaba considerablemente arrugado, parecía una vieja bolsa de basura, de esas grandes que usan los consorcios, y no aquel pilotín que tan heroicamente me había salvado.
Las horas pasaron entre cervezas saborizadas y cócteles varios hasta que llegó el momento de irnos. Afuera había dejado de llover y de nevar, y la calefacción había secado por completo a mi abrigo. Ya era tarde y casi no quedaba gente. Los percheros estaban prácticamente vacíos. Busqué con ansiedad entre todos los sobretodos colgados pero me di cuenta de que algo terrible había pasado: faltaba mi pilotín. Desesperación, angustia, rabia, desconcierto, impotencia. La misma escena que vivió Akaki Akakievich la estaba viviendo yo ahora. ¡Me habían despojado de mi pilotín! ¿Qué alma siniestra podía haber sido tan cruel de llevarse una enorme bolsa de plástico agujereada? ¿Qué valor tenía para el ladrón mi bello y arrugado pilotín azul? M. intentó calmarme y prometió ayudarme, pero ya nada podíamos hacer. Mi pilotín no estaba.
Al día siguiente, y por toda mi estadía, M. me prestó un abrigo especialmente diseñado para soportar el crudo invierno ruso. No sufrí de frío ni me mojé, y estuve protegida por aquel grueso gabán de corderito. Pero no hubo noche que no soñara e imaginara cuál habría sido la suerte de mi precioso pilotín azul.
Yo con mi pilotín azul posando delante del Neva congelado y el museo Hermitage detrás


Los dinosaurios

Tenía 8 años en aquella Semana Santa del '87 cuando Alfonsín pronunció la famosa frase: "La casa está en orden". Me acuerdo que estaba en una confitería, en algún lugar de Salta. La televisión estaba prendida a todo volumen y todos estaban atentos a lo que estaba ocurriendo. Yo jugaba con algo (¿una muñeca quizás?) y hablaba sola y caminaba entre las mesas y me reía. De repente alguien me dijo "nena, callate". Yo me callé. Me senté en una silla sin decir nada, mirando la televisión y tratando de entender por qué estaban todos tan estupefactos escuchando al señor que hablaba. Yo los miraba, sin comprender, tenía miedo. Las caras de la gente a mi alrededor no eran buenas. Ellos también tenían miedo. No sabía qué, pero algo malo estaba pasando.
El viernes 15 de julio de 2016 ese recuerdo salió a la luz. Me volví a sentir esa nena de 8 años con miedo a la que no la dejaban jugar y que no entendía qué era eso malo que estaba pasando.
Llegué a Taksim, la plaza principal, para disfrutar de una cálida noche de verano con amigos. Hacía tiempo que no iba, por precaución. Pero una invitación que no pude rechazar me llevó de nuevo a mi querida Istiklal. Al llegar, lo primero que advertí (y no me gustó) fue un helicóptero sobrevolando un punto específico. El tráfico aéreo en Estambul es muy movido, hay muchos aviones y helicópteros sobrevolando la ciudad permanentemente, pero ese helicóptero no se estaba moviendo, estaba volando sobre algo. Pensé que se trataría de un 'ponebomba' al que estaban buscando y al que probablemente lo tendrían en la mira, así que tomé la calle lateral. Al ratito se fue así que me 'despreocupé'. Igual la noche ya no había empezado bien...
Después de dos horas de intensa charla (y tratando de disimular la incomodidad que me había provocado ese helicóptero) un poco me relajé. No mucho. Cambié de bar para aflojar tensiones, me encontré con otros amigos, inicié nuevas conversaciones. Pero había algo que no estaba bien. Las caras de la gente no eran de viernes por la noche, hablaban más por teléfono que entre ellos, pagaban y se iban. Yo no entendía nada. Bastó que caminara unos metros hacia la avenida para notar que pasaba algo: las calles estaban cerradas, la policía estaba viniendo, los camiones hidrantes estaban apareciendo. De repente alguien dijo "los dos puentes están cerrados". Algo muy malo tenía que estar pasando para que cerraran las dos vías más importantes que conectan la parte europea y la asiática, y que son uno de los símbolos de la ciudad. Me acordé de ese helicóptero. Como las calles estaban cerradas, no me podía tomar un taxi ahí, tenía que caminar hasta el final de la plaza. La gente ya empezaba a correr. Atravesé sin mirar los camiones de policías que se iban acercando y llegué a la parada del bondi. Me subí corriendo, y atrás mío se subieron otros preguntando a hacia dónde se dirigía. No importaba el destino, había que salir de ahí lo antes posible. Todavía no sabía qué, pero podía percibir que algo muy muy malo estaba pasando. Una amiga me llamó "antes de llegar a tu casa comprá agua y comida, quizás no puedas salir mañana". Temblaba, y seguía sin entender. En Facebook empezaron a aparecer las primeras fotos: militares, tanques de guerra, aviones caza. Y una frase que se repetía: "GOLPE DE ESTADO". No, no, tenía que ser un malentendido, eso podía estar pasando. El golpe de estado es algo que se estudia en el colegio, que se lee en los libros, que te cuentan "los más grandes", el golpe de estado no es algo que hoy se viva, no. Tenía que haber un error, yo no estaba entendiendo bien, mi traductor no estaba traduciendo bien, no podía ser eso, no, no. Al llegar a mi barrio noté que todo estaba cerrado o cerrando. No había música en la calle y la gente se estaba yendo apurada. Todos tenían miedo. Yo seguía sin comprender.
Llegué a mi casa con un kebab y un botellón de 5 litros de agua, sin hambre ni sed, con la necesidad de saber qué estaba pasando y una angustia infernal. Facebook, Twitter e Internet repetían la misma cosa en todos los idiomas: golpe de estado, darbe, coup d'etat, colpo di stato, Staatsstreich. Los llamados y los mensajes empezaron a llegar, la noticia se había propagado por todos lados, esto que estaba pasando era real: había un golpe de estado.




El presidente en Facetime por la CNN instigando a la gente a salir a las calles antes de que los canales de televisión empezaran a ser tomados por las fuerzas armadas, en los aeropuertos los tanques militares no dejaban entrar ni salir a nadie, Twitter y Facebook ardían con mensajes de toque de queda, explosiones en el parlamento, tanques arrollando todo lo que se interponía en su camino, helicópteros disparando a civiles que protestaban por el golpe, las mezquitas a todo volumen llamando a resistir, civiles tomando tanques y cagando a palos a los militares y entregándolos a la policía, caos y confusión, muchísima confusión.
Helicópteros, aviones caza, jets, disparos, bombas, tanques, golpe de estado, toque de queda, explosión, aeropuertos cerrados, gente corriendo, pánico, llantos, ruidos que estremecen, edificios que tiemblan, y el pasaporte siempre en la mano. Fueron solo seis horas. Y el miedo más intenso que viví en mi vida.
Aprendí muchas cosas que hubiera preferido no saber. Aprendí, por ejemplo, que hay unos aviones ("caza") que se llaman F16s, que son de guerra y que vuelan muy rápido y muy bajo. Aprendí que esos aviones rompen la barrera de sonido. Aprendí que romper la barrera de sonido es un efecto aerodinámico que produce una "bomba sónica". Aprendí que la bomba sónica es un sonido parecido al de una explosión, y que puede producir efectos similares a ella (vibración, rompimiento de cristales, temblor). Aprendí también a distinguir la diferencia de sonido entre una bomba sónica y una explosión real, y a calcular más o menos su distancia. Algunas cosas las aprendí esa misma noche (cómo se dice "golpe de estado" en cuatro idiomas distintos), otras las aprendí con el correr de los días (haber sabido lo de la bomba sónica me habría evitado el ataque de pánico). Y comprobé que el miedo te pone en posición fetal, que el ronroneo de un gato calma la angustia, que nada de lo material importa.
El último caza pasó cerca de las cinco y media de la mañana. Los medios ya estaban hablando del fallido golpe de estado. "El pueblo y la democracia han ganado".
Lo que vino después no fue mucho mejor. Con el correr de las horas se empezó a conocer en detalle lo que pasó esa noche. Un grupo de militares quiso toscamente tomar el poder. El nacionalismo exacerbado salió a las calles y arrasó con la vida de los "soldados" que comandaban los tanques: chicos de menos de 28 años que estaban haciendo el servicio militar obligatorio y a los cuales les dijeron que eso era un ejercicio de entrenamiento, que creyeron que estaban aprendiendo a defender el país (no a traicionarlo), y que murieron por los golpes que los "civiles" les dieron. Abanderados de la democracia siguiendo a ciegas órdenes difundidas a través de las mezquitas, en lo que fue una inteligente movida para unir nuevamente religión y estado. Apolíticos politizados, religiosos radicalizados, y la tristeza e incertidumbre de los que se mantuvieron al margen de la 'acción'.
A la mañana siguiente, habiendo dormido apenas un par de horas y todavía en estado de shock, me dispuse a preparar lo esencial en caso de tener que salir de urgencia. Hace tres años que llegué a Turquía, vine de vacaciones y aquí me quedé. De a poco formé mi mundo: trabajo, amigos, amantes, casa, y un gato que me salvó de no volverme loca esa fatídica noche. La realidad es que todavía no estoy lista para irme, y por cierto que no quisiera hacerlo. Pero entendí esa estrella de los que tienen que salir con lo puesto, porque otra de las cosas que aprendí el viernes es que cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada, que lo realmente imprescindible no lo puedo guardar en una valija, y que el día que me vaya todo lo que de verdad quiero me lo llevo adentro mío.