Entre las pocas chucherías que elegí que viajen conmigo para recordarme "de dónde soy", hay una que extrañamente se coló sin mi permiso. Es una foto de un cuadro de Benito Quinquela Martín. No sé cómo se llama, pero hay algunos barcos, hombres descargando cosas pesadas sobre sus hombros, una casa roja y un edificio verde, y detrás de todo eso el humo de las fábricas. Lo tengo pegado frente a mi cama y es lo primero que miro todas las mañanas cuando abro los ojos. Y si bien soy corta de vista, veo más de lo que mi miopía me permite distinguir. O lo imagino. Supongo el esfuerzo que habrá sido para aquellos hombres la vida en esos tiempos, atravesar todo un océano, llegar a una tierra desconocida, la soledad, los miedos, las pequeñas cosas a las que se aferrarían para sentirse un poco menos desdichados, la mirada puesta en la promesa de un futuro incierto y en un presente de a ratos alegre y narcotizado.
La primera vez que crucé sola el charco fue para ir a Colonia del Sacramento. Tenía menos de 21 años y tuve que presentar un permiso para salir del país. La segunda vez también fue a Uruguay, pero en esa oportunidad un impulso repentino me llevó a la preciosa Montevideo. Buquebús fue para mí, en ambas ocasiones, el único transporte viable y el escenario de mis múltiples fantasías: imaginaba el viaje que habrían hecho mis antepasados, los días previos al embarque, las despedidas, el momento de subir al barco, la partida, ver alejarse la tierra y adentrarse más y más en el mar, dejar lo conocido, entregarse a lo desconocido. Mi bisabuela Gumersinda decía que se había escapado de su casa a los 14 años para evitar el destino en un convento que sus padres le tenían reservado y, escondiéndose en la bodega un barco, se fue de su España natal para nunca más volver. Salvando el folclore de su historia (poco verosímil, dada su talentosa afición por inventarse insólitos pasados) la realidad es que llegó a Argentina siendo muy joven y allí se instaló. Atrás quedaron su pueblo, su familia, sus amigos y sus costumbres. Al menos, eso sí, conservó el idioma. Esa no fue la suerte de Giovanni que, aunque llegó a Rosario desde Sicilia con casi toda su parentela, no hablaba ni una sola palabra de castellano.
Todas las historias de inmigrantes, conocidas y no, se me cruzaron secretamente en mis únicos cuatro paseos en Buquebús. Y todas ellas se actualizaron la tercera vez que crucé el charco, esta vez en avión y a un destino mucho más lejano; los nervios de los días previos, las despedidas, el embarque, la partida, el despegue, la mirada puesta en la promesa de un futuro incierto y un presente narcotizado de miedos y entusiasmo.
Qatar, la primera parada de un viaje que todavía no termina, fue mi prólogo a "lo desconocido". Allí me encontré caras y personas que no había visto nunca antes y que eran parte de un imaginario casi imposible de representarme. Y aunque mi paso fue efímero, bastó para volver a despertar en mí una curiosidad que desde chica había tenido, cuando mi abuelo trajo de uno de sus viajes una alfombra azul con una mezquita, que mi mamá colgó en la pared. Yo, en una de mis tantas y frustradas búsquedas religiosas, solía ponerla en el piso y rezar mirando a la ventana (no por creer estar apuntando a La Meca, algo que seguramente ignoraba por aquel entonces, sino por una cuestión de espacio y luminosidad). Y si bien mis rezos no me llevaron a Dios, sí creo que me trajeron hasta este puerto.
Constantinopla, hoy conocida como Estambul, está atravesada por el Cuerno de Oro y por un canal que conecta al mar de Mármara con el mar Negro: Boğaziçi (Bósforo en español) es el estrecho estambuleño que separa la parte europea de la parte asiática. Su etimología varía de acuerdo con la fuente consultada y el idioma: en turco y en árabe significa garganta (boğaz), y también toro (boğa). En griego significa 'paso de vaca' y hace referencia a Ío, amante de Zeus.
Según la mitología griega, Zeus convirtió a Ío en ternera para ocultarla de la ira su esposa Hera, quien al enterarse del engaño le exigió al dios que se la entregara y se vengó de ella haciéndola picar sin cesar por un tábano que, volviéndola loca, la hizo vagar por tierras extrañas. Para los griegos, estar fuera de casa y de todo lo que esta representa (la mente, el lugar correcto) es loco. La locura está afuera, es lo otro, lo extraño, lo extranjero. Afuera uno se vuelve loco, se vuelve 'otro(s)'.
A lo largo de mi vida fui muchas veces "otra". Cambié mi nombre, mi apellido, mi edad, mi ocupación, mi pelo, mi casa, mis novios, mis amantes, mis amigos, mi familia. Y desde hace unos años, mi residencia. Primero fue China, en donde conocí a otra 'yo'. En el país de los ojos chiquitos pude abrir bien grande los ojos a otro mundo, a otra vida posible, no solo por la diferencia cultural (inmensa e insalvable) sino por todo lo que acompañó el más genuino proceso de "otreidad" que podría haber experimentado: me volví otra siendo yo misma.
Después fue Tailandia. 40 días en el Paraíso y una experiencia azarosa que cambió mi rumbo. Turquía nunca había estado "formalmente" en mis planes (como tampoco lo estuvieron ni China ni Tailandia ni todo lo que viví y conocí hasta ahora), y quizás por eso la descabellada invitación a venirme me pareció tan lógica.
Estambul me atrapó desde el primer momento que la pisé. A las dos horas de haber llegado supe que los dos meses de estadía que había planeado iban a extenderse. La cálida atmósfera cargada de exotismo, los palacios, las mezquitas, las ruinas de piedra de la muralla que rodeaba y protegía Constantinopla (İstanbul Surları), las "puertas" (kapı) de la antigua ciudad amurallada, las miles de gaviotas (martı) revoloteando por toda la ciudad, la intensidad que para mí supone la música de las llamadas a oración (ezan) y el grito ahogado de los ferries (vapur) que anuncian la partida hacia el otro continente.
En Eminönü está mi puerto preferido, y desde el cual suelo tomarme el ferry para ir a trabajar "a la parte asiática" (Anadolu o Anatolia). Una vez por semana, los viernes, tengo el privilegio de cruzar al otro continente en apenas 20 minutos. Y en cada viaje, cada vez que atravieso el Bósforo, pienso en aquellos miles de inmigrantes que atravesaron océanos, y los evoco, siento que yo misma me atravieso, y me descubro extranjera y extraña y otra, residente en un mundo donde mi casa soy yo, donde el idioma es el color de mi voz; natural de un país cuya frontera es mi cuerpo y sus habitantes son los que caminan conmigo, con una piel que hoy suda nostalgia y perfume de azahares y lágrimas con sabor a licor de anís. Y misteriosamente vuelvo a Borges como si su poesía y su prosa me hicieran volver a mí, aun cuando no sé quién soy, de dónde soy, a dónde voy.
En el medio del Bósforo, pero más cerca de Asia, hay una pequeñísima isla que funciona como faro desde la época bizantina y que por las noches con sus luces llena de magia y encanto los viajes en ferry desde una costa a la otra. Es la famosa Kız Kulesi o Torre de la Doncella. Hay varias leyendas sobre esta torre. En la tradición griega, Hero (sacerdotiza de Afrodita) encendía todas las noches una antorcha en la torre para que Leandro, su amante secreto que vivía del otro lado del estrecho, encontrara el camino para llegar nadando hasta ella. Pero una noche una tormenta apagó la luz, Leandro perdió el rumbo y murió ahogado. Y Hero, desesperada al enterarse de la mala fortuna de su amado, se tiró desde la torre.
En la otra historia, la que cuentan los turcos, se habla de un sultán al que un oráculo le había dicho que su única hija moriría al cumplir 18 años por la mordedura de una serpiente venenosa. Intentando burlar la fatal suerte, el monarca mandó a construir una torre aislada del mundo en medio del Bósforo en la que encerró a su hija contra su voluntad, recibiendo solo la visita de su padre. Al cumplir sus 18, el sultán llegó a la isla con una cesta de frutas exóticas de regalo. Allí, escondida, había una serpiente que mordió a la doncella, quien murió en brazos de su padre probando así que, no importa lo que se haga, nadie puede escapar de su destino.
Hoy, después de ocho meses, mi suerte quiere que vuelva a cambiar de cielo. En unos días parto, me voy de la mística Turquía esta vez hacia un país que siempre estuvo en mis planes. Antes de volver a mi Ítaca, de pisar el que fuera mi suelo por 30 años, me voy a dar el lujo de caminar por la tierra de Zeus, Hera, Afrodita, Dionisios, y de los que, hace siglos, suponían que salir de casa era "loco".
Me llevo conmigo unas pocas chucherías que me recuerdan que, no importa de dónde sea, el destino que vamos dibujando de alguna forma está ligado con nuestro pasado, que a veces es necesario perder el norte, y que cuanto más lejos nos vamos, más cerca estamos de encontrar(nos).
La primera vez que crucé sola el charco fue para ir a Colonia del Sacramento. Tenía menos de 21 años y tuve que presentar un permiso para salir del país. La segunda vez también fue a Uruguay, pero en esa oportunidad un impulso repentino me llevó a la preciosa Montevideo. Buquebús fue para mí, en ambas ocasiones, el único transporte viable y el escenario de mis múltiples fantasías: imaginaba el viaje que habrían hecho mis antepasados, los días previos al embarque, las despedidas, el momento de subir al barco, la partida, ver alejarse la tierra y adentrarse más y más en el mar, dejar lo conocido, entregarse a lo desconocido. Mi bisabuela Gumersinda decía que se había escapado de su casa a los 14 años para evitar el destino en un convento que sus padres le tenían reservado y, escondiéndose en la bodega un barco, se fue de su España natal para nunca más volver. Salvando el folclore de su historia (poco verosímil, dada su talentosa afición por inventarse insólitos pasados) la realidad es que llegó a Argentina siendo muy joven y allí se instaló. Atrás quedaron su pueblo, su familia, sus amigos y sus costumbres. Al menos, eso sí, conservó el idioma. Esa no fue la suerte de Giovanni que, aunque llegó a Rosario desde Sicilia con casi toda su parentela, no hablaba ni una sola palabra de castellano.
Todas las historias de inmigrantes, conocidas y no, se me cruzaron secretamente en mis únicos cuatro paseos en Buquebús. Y todas ellas se actualizaron la tercera vez que crucé el charco, esta vez en avión y a un destino mucho más lejano; los nervios de los días previos, las despedidas, el embarque, la partida, el despegue, la mirada puesta en la promesa de un futuro incierto y un presente narcotizado de miedos y entusiasmo.
Qatar, la primera parada de un viaje que todavía no termina, fue mi prólogo a "lo desconocido". Allí me encontré caras y personas que no había visto nunca antes y que eran parte de un imaginario casi imposible de representarme. Y aunque mi paso fue efímero, bastó para volver a despertar en mí una curiosidad que desde chica había tenido, cuando mi abuelo trajo de uno de sus viajes una alfombra azul con una mezquita, que mi mamá colgó en la pared. Yo, en una de mis tantas y frustradas búsquedas religiosas, solía ponerla en el piso y rezar mirando a la ventana (no por creer estar apuntando a La Meca, algo que seguramente ignoraba por aquel entonces, sino por una cuestión de espacio y luminosidad). Y si bien mis rezos no me llevaron a Dios, sí creo que me trajeron hasta este puerto.
Boğa Heykeli, en Kadıköy. |
Según la mitología griega, Zeus convirtió a Ío en ternera para ocultarla de la ira su esposa Hera, quien al enterarse del engaño le exigió al dios que se la entregara y se vengó de ella haciéndola picar sin cesar por un tábano que, volviéndola loca, la hizo vagar por tierras extrañas. Para los griegos, estar fuera de casa y de todo lo que esta representa (la mente, el lugar correcto) es loco. La locura está afuera, es lo otro, lo extraño, lo extranjero. Afuera uno se vuelve loco, se vuelve 'otro(s)'.
A lo largo de mi vida fui muchas veces "otra". Cambié mi nombre, mi apellido, mi edad, mi ocupación, mi pelo, mi casa, mis novios, mis amantes, mis amigos, mi familia. Y desde hace unos años, mi residencia. Primero fue China, en donde conocí a otra 'yo'. En el país de los ojos chiquitos pude abrir bien grande los ojos a otro mundo, a otra vida posible, no solo por la diferencia cultural (inmensa e insalvable) sino por todo lo que acompañó el más genuino proceso de "otreidad" que podría haber experimentado: me volví otra siendo yo misma.
Después fue Tailandia. 40 días en el Paraíso y una experiencia azarosa que cambió mi rumbo. Turquía nunca había estado "formalmente" en mis planes (como tampoco lo estuvieron ni China ni Tailandia ni todo lo que viví y conocí hasta ahora), y quizás por eso la descabellada invitación a venirme me pareció tan lógica.
Estambul me atrapó desde el primer momento que la pisé. A las dos horas de haber llegado supe que los dos meses de estadía que había planeado iban a extenderse. La cálida atmósfera cargada de exotismo, los palacios, las mezquitas, las ruinas de piedra de la muralla que rodeaba y protegía Constantinopla (İstanbul Surları), las "puertas" (kapı) de la antigua ciudad amurallada, las miles de gaviotas (martı) revoloteando por toda la ciudad, la intensidad que para mí supone la música de las llamadas a oración (ezan) y el grito ahogado de los ferries (vapur) que anuncian la partida hacia el otro continente.
En Eminönü está mi puerto preferido, y desde el cual suelo tomarme el ferry para ir a trabajar "a la parte asiática" (Anadolu o Anatolia). Una vez por semana, los viernes, tengo el privilegio de cruzar al otro continente en apenas 20 minutos. Y en cada viaje, cada vez que atravieso el Bósforo, pienso en aquellos miles de inmigrantes que atravesaron océanos, y los evoco, siento que yo misma me atravieso, y me descubro extranjera y extraña y otra, residente en un mundo donde mi casa soy yo, donde el idioma es el color de mi voz; natural de un país cuya frontera es mi cuerpo y sus habitantes son los que caminan conmigo, con una piel que hoy suda nostalgia y perfume de azahares y lágrimas con sabor a licor de anís. Y misteriosamente vuelvo a Borges como si su poesía y su prosa me hicieran volver a mí, aun cuando no sé quién soy, de dónde soy, a dónde voy.
En el medio del Bósforo, pero más cerca de Asia, hay una pequeñísima isla que funciona como faro desde la época bizantina y que por las noches con sus luces llena de magia y encanto los viajes en ferry desde una costa a la otra. Es la famosa Kız Kulesi o Torre de la Doncella. Hay varias leyendas sobre esta torre. En la tradición griega, Hero (sacerdotiza de Afrodita) encendía todas las noches una antorcha en la torre para que Leandro, su amante secreto que vivía del otro lado del estrecho, encontrara el camino para llegar nadando hasta ella. Pero una noche una tormenta apagó la luz, Leandro perdió el rumbo y murió ahogado. Y Hero, desesperada al enterarse de la mala fortuna de su amado, se tiró desde la torre.
En la otra historia, la que cuentan los turcos, se habla de un sultán al que un oráculo le había dicho que su única hija moriría al cumplir 18 años por la mordedura de una serpiente venenosa. Intentando burlar la fatal suerte, el monarca mandó a construir una torre aislada del mundo en medio del Bósforo en la que encerró a su hija contra su voluntad, recibiendo solo la visita de su padre. Al cumplir sus 18, el sultán llegó a la isla con una cesta de frutas exóticas de regalo. Allí, escondida, había una serpiente que mordió a la doncella, quien murió en brazos de su padre probando así que, no importa lo que se haga, nadie puede escapar de su destino.
Hoy, después de ocho meses, mi suerte quiere que vuelva a cambiar de cielo. En unos días parto, me voy de la mística Turquía esta vez hacia un país que siempre estuvo en mis planes. Antes de volver a mi Ítaca, de pisar el que fuera mi suelo por 30 años, me voy a dar el lujo de caminar por la tierra de Zeus, Hera, Afrodita, Dionisios, y de los que, hace siglos, suponían que salir de casa era "loco".
Me llevo conmigo unas pocas chucherías que me recuerdan que, no importa de dónde sea, el destino que vamos dibujando de alguna forma está ligado con nuestro pasado, que a veces es necesario perder el norte, y que cuanto más lejos nos vamos, más cerca estamos de encontrar(nos).