108 minutos

Lo primero que inspecciono de una casa, bar, restaurante o lo que sea es el baño. Me gustan los baños, siempre me gustaron. Podría elegir un sitio para vivir solo por su baño. Me he quedado dormida innumerable cantidad de veces en los baños. Creo que hasta podría vivir en un baño. Es el lugar más íntimo, más privado, más cenobita, en el que he hecho las más profundas reflexiones, las más absurdas promesas y las más ridículas confesiones. Amo los baños.
China ha cambiado algunos de mis gustos (o al menos los ha modificado); entre ellos, he perdido mi amor incondicional por los baños. Ahora solo me limito a hacer uso de las (inmundas) letrinas e intento permanecer el menor tiempo posible en los que son públicos. No más promesas, ni confesiones ni reflexiones: solo pis.
Como para revalidar esta nueva posición mía hacia el tocador, el último fin de semana me vi envuelta en la que hasta ahora fue mi desventura más infeliz en tierra oriental: me quedé encerrada en el sucio y maloliente baño de un pub.
Para poder continuar con los festejos que se venían desarrollando, me vi en la necesidad de hacerle una visita obligada. Me dirigí pues con premura al único cubículo disponible, cerré la puerta, puse la traba, me subí la pollera, me bajé las medias, me acuclillé y, dominando mi chorrito, liberé mi vejiga para nuevas bebidas. Todo en apenas unos pocos segundos. Terminado el trámite, procedí a deshacer lo hecho: me paré, me subí las medias, me bajé la pollera, y hasta ahí: la traba no se movía, no había forma de abrir la puerta. Desesperación, "esto no me puede estar pasando", tomé aire, "tengo que tranquilizarme", cerré los ojos, "no pasa nada", respiré hondo, "fue solo mi torpeza por salir rápido", tosí, "ay ay ay...", tuve un par de arcadas, "con suavidad", intenté otra vez correr la traba, "la reputa madre". No se movía ni un milímetro. "¿Y ahora?"
Grité, golpeé las paredes, pataleé, lloré, volví a gritar. Lo único que se escuchaba era la música del bar. "¿¡Y AHORA!?"
Me saqué mis coquetos aros, como si con ellos pudiera fabricar un destornillador que me permitiera aflojar la traba. Imposible. Medí a ojo las minúsculas aberturas existentes entre la puerta y el marco: apenas pasaría un cuchillo, pero sin el mango. Toqué sin asco y sin suerte todo lo que podía tocar. Nada.
¿Dónde conseguir en China un cerrajero a las 3 de la mañana? ¿Cómo llamarlo? ¿Cómo destrabar la puta traba que no se movía? ¿Con qué limar el metal de mierda? ¿Cómo hacen los presos para escapar? ¡¿Cuál fue mi delito?!
Analicé posibles situaciones, escenarios alternativos, vi pasar mi vida entera en ese cuchitril apestoso, claustrofóbica, viviendo la peor de las pesadillas, reflexionando sobre el porqué de mi mala fortuna, prometiéndome imposibles y confesándome más cagona y melodramática de lo que me pensaba. Creo que si hubiera podido, habría empezado a fumar, a drogarme, a picarme, la escena de Trainspotting pero en una letrina. Patético. Patética.
El tiempo que pasó hasta que otra vejiga estuvo a punto de reventar para mí fue eterno. Pero finalmente la salvación había llegado. Del otro lado alguien escuchó mis gritos, mi pedido de auxilio, y fue a buscar ayuda. En poco tiempo chinos y occidentales se acercaron a ver/escuchar el show, intentaron inútilmente abrirla, mi desesperación no cedía pero el alivio de saberla compartida me hacía sentir un poco mejor, ya no estaba sola, alguien estaba al tanto de mi misérrima existencia, de mi agonía.
Pedí un cuchillo, un cerrajero, un milagro. Y entonces del otro lado de la puerta lo escuché a J., en su perfecto inglés británico, decir: "Push the button".
"Push the button".
"Push the button".
Entendí todo.
"Push the button". Me acordé de Lost, me sentí "lost" (in translation), Dharma y Desmond, the Swan Station, Jack, Locke, Kate, Sawyer, Sayid, Ben, el campo electromagnético, el humo negro, los viajes en el tiempo, "the incident", el éxodo. Entonces eso hice, I pushed the button, ese minúsculo botoncito de mierda sobre la traba, lo único que no se me había ocurrido presionar, y la puerta se abrió y un mar de brazos se lanzaron sobre mí y yo sobre ellos y entre risas y lágrimas nos abrazamos y me invitaron un trago para olvidar el mal trago, y nos fuimos a otra dimensión sin trabas en las puertas de los baños, imaginando un paraíso de impolutos inodoros y música ambiental en una isla desierta.

Mi secreto me condena

La vi. Fui testigo de una traición, de (casi) un crimen. La sorpresa nubló por un instante mis sentidos, mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. No supe si escapar o seguir mirando. Mis miembros se paralizaron, quedé boquiabierta, sentí un leve escalofrío recorriéndome la espalda, la certeza de haber visto algo que cambiaría nuestras vidas para siempre. El antes y el después, la amargura de saber que ya nada sería igual después de esto. Un mundo de creencias que se desvanecía y yo ahí para presenciarlo. Hubiera preferido no enterarme, seguir viviendo en mi fantasía y defender hasta las últimas consecuencias lo que parecía ser la raíz misma de la vida, la esencia en su forma más pura, el Dasein chino.
Pero no pudo ser, ya nunca podrá ser. Y ahora que lo sé yo también soy otra.
En un rincón oscuro, oculta, ajena a cualquier mirada, una mujer desafiando tradiciones, humillando a sus ancestros, a sus semejantes, años de educación impartida, valores arraigados desde el mismísimo origen se escurrían entre sus sucias manos, llenas de oprobio y vergüenza. Allí, como si los siglos y la historia nunca la hubieran atravesado, una china dejó de lado los palitos para comer con cubiertos.

Midnight in Beijing

Sanlitun es una calle de bares muy palermitanos pero al mejor estilo chino: luces intermitentes de colores adornando los árboles, bares iluminados y decorados excesivamente, regateo a la orden del día por el precio de un trago, gente sentada fumando en pipas de agua y cantando karaoke y un imitador de Michael Jackson y bailarinas que se lucen en el caño compartiendo SIMULTÁNEAMENTE el escenario.
En busca de más extravangia (¿más?) caminé y caminé y caminé hasta que la encontré: en medio de toda esa pantalla luminosa, emergía oscura, escondida, esperándome, una callecita remota, perdida, sin luces ni tiempo, que me llevó a otra dimensión. A pocos metros de la calle más top, había otra muy china también, llena de puestos para comer, gente sentada en pseudomesas devorando misteriosas delicatessen, mojitos preparados con menta prefabricada, vendedores de globos, cigarrillos truchos y habanos, bares occidentalizados y chinos y "westerns" compartiendo el mismo espacio.
Tuve la sensación de trasladarme a otro lugar, a otro tiempo, a otro mundo. Como si de un chetísimo Palermo Hollywood apareciera de repente en el medio de un Liniers con mujeres vendiendo chicharrón de pollo, especias, legumbres, comida para animales, cosas así. Y hubo algo de esa simetría que me cautivó, el vértigo de empaparme de paradojas y deseos, el salto a un infinito anestesiado por salsa de soja y aceite de maní, la más pura poesía emanando del humo del tabaco y toda mi nostalgia porteña colonizada por un imperio de sentidos. (¿Quién era yo? ¿qué estaba haciendo ahí?).
Volví la última noche (si es que en algún momento me fui). Los detalles me los guardaré, y me bastará escribir -para recordarlos- que de los tantos universos que se cruzan, hubo uno en el que confluyeron historias siniestras, miradas curiosas, un norte y un sur, y unas distancias semejantes a un tiempo sin tiempo. Y que nada es casual.
"A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos".
(Pero ¿cuál es la realidad?)

Seminaked trip

Luego de lo que fue la locura de mis últimas semanas en Buenos Aires, y decidida a no volver a repetir esa experiencia, decidí armar el bolsito de viaje unos días antes de salir a Beijing. Quería inaugurar mi nueva "yo", empezar a ser organizada, dejar de correr y llegar siempre tarde, pero el universo se empeñó en demostrarme que no importa a dónde vaya, uno es lo que es en cualquier parte del mundo y alterar el orden natural de las cosas nunca puede resultar bien.
Me fui a trabajar con la cámara (siempre conmigo), la guita y los tickets en mi carterita, al volver solo tenía que agarrar la valija y tomar un taxi. Todo perfectamente cronometrado para llegar con tiempo a la estación de tren y disfrutar cada momento del viaje y de mi nueva yo. Ilusa. La llave de la puerta se rompió dentro de la cerradura, tratar de abrirla me llevó más de media hora entre intentos vanos y llamados de auxilio. Vecinos de todas las nacionalidades en causa común conmigo y con mi puerta. No hubo caso. Ya no tenía más tiempo, había dos opciones: o viajar con lo puesto, o no viajar. Tuve que sacrificarme y viajar con lo puesto. Y tuve que volver a sacrificarme y comprar algo de ropa.
Evidentemente hay cosas que no cambian. Y sacrificados gustos que tampoco.

Mi primera palabra

Mi primera palabra fue, según dice mi madre, a los tres meses de edad. A pesar de su afirmación rotunda y categórica, me resulta tan inverosímil su relato que preferí adoptar la versión de los seis/siete meses (que por otro lado tiene más testigos) que cuenta que había aprendido a balbucear algunas palabras, y que a los ocho meses ya decía frases darwinianas tales como "mamá, banana, la nena", y otras más rudimentarias como "el tete, la nena" y "caca cola" (en alusión a mi dolorosa constipación infantil).
Lo que se hereda no se roba, según el refrán, y algo de eso debe haber ya que mi madre hablaba a los ocho meses también. Mi abuela dice que cuando iba con ella al cine, contaba la película: "Lo mata, ¡lo mata! ¡¡LO MATOOOOO!!". Evidentemente, la lengua afilada es una cuestión de familia (que no se malinterprete).
A lo largo de los años, los distintos profesores de idiomas que tuve siempre destacaron mi facilidad para las lenguas (algo de eso debe haber, ya que nunca estudié demasiado y sin embargo puedo hacer algo más que balbucear). Así pues, confiada en mi habilidad, no me acobardé cuando surgió la propuesta de venir a China a pesar de no hablar nada de chino. Sabido es que no hay nada mejor que aprender una lengua en el lugar donde se habla. Quieras o no, por contacto o por ósmosis (quién sabe...) frases, palabras y algunas expresiones son más fáciles de adquirir en el contexto diario que en el aula.
Cuando llegué no hablaba ni entendía nada. Ni una palabra. Los primeros días me manejaba con mesura, caminando solo a los sitios conocidos, y si tenía que ir a algún lado más lejos me procuraba una compañía o bien tenía a mano el teléfono de algún chino que pudiera ayudarme.
El primer viaje en colectivo lo hice con las chicas que me llevaron de paseo al museo. Como no tenía que prestar atención a dónde bajar, simplemente me relajé y disfruté del viaje. Me sorprendió escuchar la voz en off de una señorita que en cada parada anunciaba el destino arribado (supongo, porque lo decía en chino). Luego de varias experiencias acompañada, me animé a aventurarme por mi cuenta, y en esta oportunidad pude advertir una palabrita que se repetía en cada parada, algo que suena como "táola", con una 'o' casi tan abierta como la 'a' (muy abierta) y una ele superlateral. Practiqué la pronunciación en cada parada de todos los trayectos que hice, ignorando completamente el significado, pero intuyendo un "llegamos", "destino", un simple "acá" o algo así. Desconozco.
Una noche decidí tomar un taxi. Le mostré al conductor el papelito con mi dirección, que no es precisamente la de mi depto. sino la de la uni (que está cerca). Me pareció una buena oportunidad para balbucear mi palabrita deducida, así que unos metros antes de llegar a destino abrí mi bocota y la dije: "Táola". Sonó hermosa. Maravillosa. Musical.
Como el "Ábrete, Sésamo" de Alí Babá y los 40 ladrones, al pronunciar mi palabrita mágica el taxista se detuvo inmediatamente. Pagué el importe y con una sonrisa inmensa me bajé del auto feliz.
Tuve que caminar un poco hasta llegar al depto., pero el trayecto que hice andando me supo a gloria, ya que había aprendido a decir en chino, en apenas un mes, mi primera palabra.