
Ya por la tarde, cuando el sol cae y los taxiboats amarran hasta el próximo día, es común caminar por la playa esquivando anclas de distintos tamaños y formas.
Me gustan las anclas. Cuando era chica tenía una amiga que tenía un barquito. Cada tanto me colaba con su familia y nos íbamos a navegar. No sé por qué en realidad, ya que siempre me mareaba, cada dos por tres vomitaba y el viaje de Belgrano a San Fernando (desde donde salíamos) lo odiaba. Pero igual iba. El Yacht club tenía un ancla gigante en el medio del parque que a mí me fascinaba. Debo haberle sacado mil fotos. Es que más que un ancla era como un imán para mí, tan estilizada y rebuscada a la vez, atrapante, fría, oxidada, arcaica, necesaria. Un ganchito que se escurre en el agua, llega hasta lo más profundo, se estanca en la arena o entre las rocas y hace que la embarcación no se vaya a la deriva, que las velas no se vuelen con cualquier viento y que te importe un pito si los remos se suicidan por la proa o por la popa.
El río, el mar, las olas, el barco, la lanchita, tanta agua... y ese pedazo de fierro que te amarra en medio de la nada. Da seguridad. Porque en los puertos también tiran las sogas, pero no es lo mismo. El ancla se tira ahí donde nada más hace base, el único contacto con la tierra entre tanta agua. Muy metafórico. Tanto como a la inversa, cuando te das cuenta de que ese ya no es más el lugar donde querés estar, y solo basta levar anclas y continuar el viaje.
Eso, o quemar todas las naves...

El ancla como un imán (tiene forma de un imán forjado en otro lado) es un gran descubrimiento de imagen. Muy lindo texto. Saludos, mm.
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