Istiklal Caddesi es la peatonal más famosa de Estambul, ubicada en el corazón del centro comercial de la ciudad, y punto de encuentro de locales y turistas de todas las latitudes. Restaurantes, tiendas de ropa, iglesias (católicas y ortodoxas), casas de música, librerías, bares y boliches son algunas de las cosas que conviven en esta calle de 1,4 kilómetros de largo. De día, paseo de compras; de noche, meeting point.
Cuando salgo (bah... cuando salía....) mi recorrida incluye una larga y pausada caminata, con mil y un paradas en cuanto boliche me ofrezca trago gratis. Y siempre termino en Araf.
Araf (que en turco significa "purgatorio") es mi boliche preferido por muchas razones —la onda del lugar y de la gente, los tragos a precios accesibles, la música en general—, pero en especial por una particularidad: el playlist del DJ incluye "Matador" de Los Fabulosos Cadillacs. Turcos (y algunos extranjeros) bailan desaforados al ritmo de la música sin entender nada; yo también bailo desaforada pero porque de repente empiezo a entender todo.
[Me dicen el matador, nací en Barracas / si hablamos de matar mis palabras matan]
Escuchar música argentina fuera del país en un lugar frecuentado por locales te enseña a escuchar el tema de otra manera. El ritmo se vuelve intrínsecamente tuyo, de repente la geografía de un casi desconocido Barracas se te presenta ante tus ojos y ves las casas y el barrio y su gente como si hubieras vivido en él. Las palabras dejan de ser solo palabras y adquieren otro significado.
T. fue un par de veces a Araf. No se acuerda, pero yo sé que tiene que haber bailado "Matador", sin entender una palabra de la letra y sin pensar en la cercanía (a pesar de la inmensa lejanía) que esas estrofas suponen para él.
Nació en Irak, hace —apenas— 21 años. Es el hijo del medio de un prestigioso médico y de una renombrada dentista. De clase acomodada, estudió en un muy buen colegio y toda su educación fue en inglés, por eso lo habla tan bien como el árabe. Es productor musical y arreglador, y un rapero famoso allá en su Bagdad natal. Según me dijo, su música habla principalmente de política, e intenta hacerle llegar al mundo (con sus temas en inglés) una imagen de su país que no es la que venden los medios occidentales.
[Soy la voz de los que hicieron callar sin razón...]
A T. lo conocí una semana antes del brutal atentado en Bagdad que se llevó la vida de casi 300 personas, entre ellas dos compañeros de colegio y un amigo del padre. Cuando unos días después nos volvimos a encontrar, me contó que estaba triste, que había crecido con esa familia, que habían pasado muchas cosas juntos y que sentía bronca por no poder ir a abrazar a esa madre que en un mismo día había perdido a sus dos hijos y a su marido. Me quedé sin palabras. Lo abracé fuerte y le pedí que me contara cómo era su querido Irak, un poco por compasión y otro poco por la vergüenza que me daba no saber prácticamente nada de ese lugar.
La primera vez que escuché el nombre de ese país fue en Estados Unidos. Habíamos ido con mi mamá de vacaciones y en ese momento se hablaba mucho de "la guerra del Golfo". Yo no sabía muy bien qué era una guerra ni mucho menos dónde quedaba el Golfo ese, pero me habían dicho que había un señor que se llamaba Saddam Hussein que tenía mucho petróleo y que se estaba peleando con otro país que también tenía petróleo y no lo quería compartir. Yo no entendía muy bien por qué el señor Hussein y su vecino estaban obligados a compartir su petróleo, ni qué tenía que ver Estados Unidos con ese pedazo de tierra del otro lado del planeta, pero el día que llegamos al aeropuerto de Miami para tomarnos el avión de vuelta "algo" había pasado y los vuelos no estaban saliendo. Mi mamá (en pleno auge del "deme dos") temía por el modesto exceso de equipaje (unas nueve valijitas) y cuando nos empezaron a llamar por el altoparlante supuso lo peor. Pero no: por una inesperada sobreventa de pasajes nos ofrecieron viajar en otro vuelo y en primera clase. Mi recuerdo de Irak, entonces, se endulzó totalmente: gracias al señor Hussein, a su vecino y a su petróleo yo iba a viajar (por primera y única vez) en First Class.
T. sabe mucho de historia. Le apasiona conocer hechos e interpretaciones de sucesos históricos, un poco motivado por la visión de su país que leyó afuera (hace un par de años que vive en Turquía) y un poco por curiosidad y para saldar esa brecha que le dejó el colegio, para el cual la historia de su país terminaba en 1950.
T. no había nacido en la época de la guerra del Golfo, pero leyó mucho sobre Saddam Hussein. Me contó que fue un militar que llevó al país a una sangrienta guerra con Irán, que su visión estratégica (cual Napoleón) le valieron la presidencia del país, la próspera economía de la región y unas cuantas victorias bélicas. Hussein, siendo militar, llegó al mando tras una revolución que alzó al poder al partido del cual Saddam formaba parte. Unos años después de la revuelta fue nombrado presidente. Su estrategia política radicaba en su carisma y fundamentalmente en su inteligencia militar. Parece que un día, recorriendo pueblos del interior de Irak, una anciana de una aldea lejana mojó sus manos en sangre de cordero y, a modo de bendición —una costumbre muy común por esos lares— las pasó por el coche de la comitiva que lo llevaba. A los pocos metros Hussein se bajó de ese auto y decidió cambiar su camino. El coche bendecido siguió el recorrido estipulado y a escasos kilómetros de aquella aldea fue atacado por granadas. Todos murieron. Saddam, que había interpretado aquella "bendición" como una clara marca al coche en el cual viajaba, hizo desaparecer completamente la aldea de la vieja aduciendo que fueron necesarias muchas más manos además de las de la anciana manchadas en sangre para planear un magnicidio.
[y ahora sé que en cualquier momento me la van a dar]
T. iba al colegio cuando en el 2003 Bush decidió ocupar Irak en busca de las famosas (y nunca encontradas) armas de destrucción masiva. Soldados estadounidenses instalaron sus bases en Bagdad, muy cerca de su casa. La resistencia pronto empezó a actuar y la lucha se hizo diaria. [Viento de libertad, sangre combativa]. Además de las bombas que caían matando gente que volvía de hacer las compras en cualquier remoto lugar del país, los soldados se ponían a disparar en cuanto escuchaban un ruido "extraño" (un ratero que se escapaba corriendo, un pájaro que había perdido su bandada, una pelota que había caído fuera de la cancha). Una vez T. y sus amigos estaban jugando al pool en la parte de atrás de un bar que pocos días antes había sido alcanzado por un mortero. Su amigo se calentó porque estaba perdiendo y con fuerza tiró una de las bolas afuera del bar. Dos minutos más tarde los cuatro amigos se vieron en el medio de una interminable balacera. Corrieron lo más que pudieron hasta meterse en un colegio. T. escuchaba el silbido de las balas que le pasaban cerca, porque según me dijo uno es capaz de escuchar el sonido de las balas si estas pasan en un radio no mayor a 4 metros de donde se encuentra uno. "Escuchar las balas es algo bueno —me dijo— significa que estás en el centro del radio y que no te van a tocar". Algo bueno. Uno de sus amigos no tuvo la suerte de escuchar el silbido ya que una de las balas le dio en el huesito dulce y se cayó de boca al piso. Lo agarraron entre los otros tres y lo metieron en el colegio, justo antes de que otro grupo de soldados yankis empezara con su rutina de disparar azarosamente a edificios tales como escuelas, hospitales, almacenes, etc. Una vez adentro, otro de los amigos empezó como loco a tocarse todo. "¿Y a este qué le pasa?" se preguntaron. Y T., riéndose, contestó "está buscando a ver si una bala le pegó a él". Parece que cuando una bala impacta en ciertos lugares no tan críticos (un pie, una pierna, un brazo, una oreja) el calor hace que el disparo no se sienta. "¿Y qué le pasó a tu amigo?" pregunté con miedo. "Nada, nada, está perfecto, estuvo apenas tres meses en el hospital, nada más", me respondió con ligereza.
[Qué suenan, son balas, me alcanzan, me atrapan.]
T. habla de estas cosas como algo "normal". Para él y sus amigos, contar cadáveres nuevos en el camino de ida y vuelta al colegio era un pasatiempo. "Este es fresquito, de hoy". Nunca se inmutó. Lo único que le impresionó una vez fue ver el proceso de un cuerpo en descomposición hasta explotar. "Eso sí que fue feo, el tipo se fue hinchando todo hasta reventar", me dijo, recordando el hecho con disgusto y asco. "¿Solo eso? ¿Ver cadáveres todos los días no? ¿Saber cómo morían tampoco?" le pregunté anonadada, apenas con un hilo de voz. "Morir vamos a morir todos, lo importante no es cómo sino por qué". Yo me sonreí, algo de razón tenía entre tanta sinrazón. Él le pidió al mozo un cappuccino para mí y que por favor le cambiara el carboncito a la pipa de agua (estábamos fumando nargile de limón).
[Matador, matador...]
Eran las 4 y media de la mañana, yo tenía sueño pero no me podía ir a dormir. Al principio de esa noche, cuando nos encontramos, la conversación giró en torno a ese atentado en donde su compañero de colegio había fallecido, y sobre qué puede llegar a tener en la cabeza alguien que se hace volar por los aires llevándose cientos de personas con él. Pero después de escuchar cómo fue su infancia y su adolescencia, lo único que podía pensar era cómo un chico que vivió entre tanta muerte violenta puede ser tan puro (lo que significa su nombre en árabe), tan cálido y tan "vivo". T. sabe que, a pesar de su pasaporte, tuvo suerte de haber nacido en el seno de una buena familia, de tener una educación privilegiada, de ser un pibe lindo y seductor y de tener la posibilidad de poner su voz y hacerse escuchar. También sabe que ese no fue el caso de la mayoría de sus compañeros, y mucho menos de aquellos otros miles de chicos que crecieron en zonas rurales, en las que no había ni hospitales para ir cuando caían las bombas, ni colegios en los que refugiarse cuando empezaban los disparos. Y yo imaginaba, mientras lo escuchaba, la vida de esos otros chicos, que sobrevivieron las atrocidades de una guerra insensata escondiéndose entre los muertos, que vieron a sus madres y hermanas ser ultrajadas por soldados extranjeros que venían a buscar algo que no existía, que no pudieron terminar el colegio, y que probablemente el sonido de las balas haya sido la única música que escucharon por años.
Cuando volvía para mi casa se me vino a la cabeza esa frase que leí a modo de chiste hace ya un tiempo, que decía: "Para demostrar que Saddam es un demonio llevamos años convirtiendo a Irak en un infierno". Pues bien, no hace falta ser analista político para darse cuenta de que los demonios se escaparon del infierno, y que el mundo entero se ha vuelto un lugar infernal. Algunos, como T., canalizan su vivencia levantando su voz y explotando su faceta artística. Otros, simplemente, explotan.
Cuando salgo (bah... cuando salía....) mi recorrida incluye una larga y pausada caminata, con mil y un paradas en cuanto boliche me ofrezca trago gratis. Y siempre termino en Araf.
Araf (que en turco significa "purgatorio") es mi boliche preferido por muchas razones —la onda del lugar y de la gente, los tragos a precios accesibles, la música en general—, pero en especial por una particularidad: el playlist del DJ incluye "Matador" de Los Fabulosos Cadillacs. Turcos (y algunos extranjeros) bailan desaforados al ritmo de la música sin entender nada; yo también bailo desaforada pero porque de repente empiezo a entender todo.
[Me dicen el matador, nací en Barracas / si hablamos de matar mis palabras matan]
Escuchar música argentina fuera del país en un lugar frecuentado por locales te enseña a escuchar el tema de otra manera. El ritmo se vuelve intrínsecamente tuyo, de repente la geografía de un casi desconocido Barracas se te presenta ante tus ojos y ves las casas y el barrio y su gente como si hubieras vivido en él. Las palabras dejan de ser solo palabras y adquieren otro significado.
T. fue un par de veces a Araf. No se acuerda, pero yo sé que tiene que haber bailado "Matador", sin entender una palabra de la letra y sin pensar en la cercanía (a pesar de la inmensa lejanía) que esas estrofas suponen para él.
Nació en Irak, hace —apenas— 21 años. Es el hijo del medio de un prestigioso médico y de una renombrada dentista. De clase acomodada, estudió en un muy buen colegio y toda su educación fue en inglés, por eso lo habla tan bien como el árabe. Es productor musical y arreglador, y un rapero famoso allá en su Bagdad natal. Según me dijo, su música habla principalmente de política, e intenta hacerle llegar al mundo (con sus temas en inglés) una imagen de su país que no es la que venden los medios occidentales.
[Soy la voz de los que hicieron callar sin razón...]
A T. lo conocí una semana antes del brutal atentado en Bagdad que se llevó la vida de casi 300 personas, entre ellas dos compañeros de colegio y un amigo del padre. Cuando unos días después nos volvimos a encontrar, me contó que estaba triste, que había crecido con esa familia, que habían pasado muchas cosas juntos y que sentía bronca por no poder ir a abrazar a esa madre que en un mismo día había perdido a sus dos hijos y a su marido. Me quedé sin palabras. Lo abracé fuerte y le pedí que me contara cómo era su querido Irak, un poco por compasión y otro poco por la vergüenza que me daba no saber prácticamente nada de ese lugar.
La primera vez que escuché el nombre de ese país fue en Estados Unidos. Habíamos ido con mi mamá de vacaciones y en ese momento se hablaba mucho de "la guerra del Golfo". Yo no sabía muy bien qué era una guerra ni mucho menos dónde quedaba el Golfo ese, pero me habían dicho que había un señor que se llamaba Saddam Hussein que tenía mucho petróleo y que se estaba peleando con otro país que también tenía petróleo y no lo quería compartir. Yo no entendía muy bien por qué el señor Hussein y su vecino estaban obligados a compartir su petróleo, ni qué tenía que ver Estados Unidos con ese pedazo de tierra del otro lado del planeta, pero el día que llegamos al aeropuerto de Miami para tomarnos el avión de vuelta "algo" había pasado y los vuelos no estaban saliendo. Mi mamá (en pleno auge del "deme dos") temía por el modesto exceso de equipaje (unas nueve valijitas) y cuando nos empezaron a llamar por el altoparlante supuso lo peor. Pero no: por una inesperada sobreventa de pasajes nos ofrecieron viajar en otro vuelo y en primera clase. Mi recuerdo de Irak, entonces, se endulzó totalmente: gracias al señor Hussein, a su vecino y a su petróleo yo iba a viajar (por primera y única vez) en First Class.
T. sabe mucho de historia. Le apasiona conocer hechos e interpretaciones de sucesos históricos, un poco motivado por la visión de su país que leyó afuera (hace un par de años que vive en Turquía) y un poco por curiosidad y para saldar esa brecha que le dejó el colegio, para el cual la historia de su país terminaba en 1950.
T. no había nacido en la época de la guerra del Golfo, pero leyó mucho sobre Saddam Hussein. Me contó que fue un militar que llevó al país a una sangrienta guerra con Irán, que su visión estratégica (cual Napoleón) le valieron la presidencia del país, la próspera economía de la región y unas cuantas victorias bélicas. Hussein, siendo militar, llegó al mando tras una revolución que alzó al poder al partido del cual Saddam formaba parte. Unos años después de la revuelta fue nombrado presidente. Su estrategia política radicaba en su carisma y fundamentalmente en su inteligencia militar. Parece que un día, recorriendo pueblos del interior de Irak, una anciana de una aldea lejana mojó sus manos en sangre de cordero y, a modo de bendición —una costumbre muy común por esos lares— las pasó por el coche de la comitiva que lo llevaba. A los pocos metros Hussein se bajó de ese auto y decidió cambiar su camino. El coche bendecido siguió el recorrido estipulado y a escasos kilómetros de aquella aldea fue atacado por granadas. Todos murieron. Saddam, que había interpretado aquella "bendición" como una clara marca al coche en el cual viajaba, hizo desaparecer completamente la aldea de la vieja aduciendo que fueron necesarias muchas más manos además de las de la anciana manchadas en sangre para planear un magnicidio.
[y ahora sé que en cualquier momento me la van a dar]
T. iba al colegio cuando en el 2003 Bush decidió ocupar Irak en busca de las famosas (y nunca encontradas) armas de destrucción masiva. Soldados estadounidenses instalaron sus bases en Bagdad, muy cerca de su casa. La resistencia pronto empezó a actuar y la lucha se hizo diaria. [Viento de libertad, sangre combativa]. Además de las bombas que caían matando gente que volvía de hacer las compras en cualquier remoto lugar del país, los soldados se ponían a disparar en cuanto escuchaban un ruido "extraño" (un ratero que se escapaba corriendo, un pájaro que había perdido su bandada, una pelota que había caído fuera de la cancha). Una vez T. y sus amigos estaban jugando al pool en la parte de atrás de un bar que pocos días antes había sido alcanzado por un mortero. Su amigo se calentó porque estaba perdiendo y con fuerza tiró una de las bolas afuera del bar. Dos minutos más tarde los cuatro amigos se vieron en el medio de una interminable balacera. Corrieron lo más que pudieron hasta meterse en un colegio. T. escuchaba el silbido de las balas que le pasaban cerca, porque según me dijo uno es capaz de escuchar el sonido de las balas si estas pasan en un radio no mayor a 4 metros de donde se encuentra uno. "Escuchar las balas es algo bueno —me dijo— significa que estás en el centro del radio y que no te van a tocar". Algo bueno. Uno de sus amigos no tuvo la suerte de escuchar el silbido ya que una de las balas le dio en el huesito dulce y se cayó de boca al piso. Lo agarraron entre los otros tres y lo metieron en el colegio, justo antes de que otro grupo de soldados yankis empezara con su rutina de disparar azarosamente a edificios tales como escuelas, hospitales, almacenes, etc. Una vez adentro, otro de los amigos empezó como loco a tocarse todo. "¿Y a este qué le pasa?" se preguntaron. Y T., riéndose, contestó "está buscando a ver si una bala le pegó a él". Parece que cuando una bala impacta en ciertos lugares no tan críticos (un pie, una pierna, un brazo, una oreja) el calor hace que el disparo no se sienta. "¿Y qué le pasó a tu amigo?" pregunté con miedo. "Nada, nada, está perfecto, estuvo apenas tres meses en el hospital, nada más", me respondió con ligereza.
[Qué suenan, son balas, me alcanzan, me atrapan.]
T. habla de estas cosas como algo "normal". Para él y sus amigos, contar cadáveres nuevos en el camino de ida y vuelta al colegio era un pasatiempo. "Este es fresquito, de hoy". Nunca se inmutó. Lo único que le impresionó una vez fue ver el proceso de un cuerpo en descomposición hasta explotar. "Eso sí que fue feo, el tipo se fue hinchando todo hasta reventar", me dijo, recordando el hecho con disgusto y asco. "¿Solo eso? ¿Ver cadáveres todos los días no? ¿Saber cómo morían tampoco?" le pregunté anonadada, apenas con un hilo de voz. "Morir vamos a morir todos, lo importante no es cómo sino por qué". Yo me sonreí, algo de razón tenía entre tanta sinrazón. Él le pidió al mozo un cappuccino para mí y que por favor le cambiara el carboncito a la pipa de agua (estábamos fumando nargile de limón).
[Matador, matador...]
Eran las 4 y media de la mañana, yo tenía sueño pero no me podía ir a dormir. Al principio de esa noche, cuando nos encontramos, la conversación giró en torno a ese atentado en donde su compañero de colegio había fallecido, y sobre qué puede llegar a tener en la cabeza alguien que se hace volar por los aires llevándose cientos de personas con él. Pero después de escuchar cómo fue su infancia y su adolescencia, lo único que podía pensar era cómo un chico que vivió entre tanta muerte violenta puede ser tan puro (lo que significa su nombre en árabe), tan cálido y tan "vivo". T. sabe que, a pesar de su pasaporte, tuvo suerte de haber nacido en el seno de una buena familia, de tener una educación privilegiada, de ser un pibe lindo y seductor y de tener la posibilidad de poner su voz y hacerse escuchar. También sabe que ese no fue el caso de la mayoría de sus compañeros, y mucho menos de aquellos otros miles de chicos que crecieron en zonas rurales, en las que no había ni hospitales para ir cuando caían las bombas, ni colegios en los que refugiarse cuando empezaban los disparos. Y yo imaginaba, mientras lo escuchaba, la vida de esos otros chicos, que sobrevivieron las atrocidades de una guerra insensata escondiéndose entre los muertos, que vieron a sus madres y hermanas ser ultrajadas por soldados extranjeros que venían a buscar algo que no existía, que no pudieron terminar el colegio, y que probablemente el sonido de las balas haya sido la única música que escucharon por años.
Cuando volvía para mi casa se me vino a la cabeza esa frase que leí a modo de chiste hace ya un tiempo, que decía: "Para demostrar que Saddam es un demonio llevamos años convirtiendo a Irak en un infierno". Pues bien, no hace falta ser analista político para darse cuenta de que los demonios se escaparon del infierno, y que el mundo entero se ha vuelto un lugar infernal. Algunos, como T., canalizan su vivencia levantando su voz y explotando su faceta artística. Otros, simplemente, explotan.
(T. cantando en inglés desde el segundo 30)