Matador

Istiklal Caddesi es la peatonal más famosa de Estambul, ubicada en el corazón del centro comercial de la ciudad, y punto de encuentro de locales y turistas de todas las latitudes. Restaurantes, tiendas de ropa, iglesias (católicas y ortodoxas), casas de música, librerías, bares y boliches son algunas de las cosas que conviven en esta calle de 1,4 kilómetros de largo. De día, paseo de compras; de noche, meeting point.
Cuando salgo (bah... cuando salía....) mi recorrida incluye una larga y pausada caminata, con mil y un paradas en cuanto boliche me ofrezca trago gratis. Y siempre termino en Araf.
Araf (que en turco significa "purgatorio") es mi boliche preferido por muchas razones —la onda del lugar y de la gente, los tragos a precios accesibles, la música en general—, pero en especial por una particularidad: el playlist del DJ incluye "Matador" de Los Fabulosos Cadillacs. Turcos (y algunos extranjeros) bailan desaforados al ritmo de la música sin entender nada; yo también bailo desaforada pero porque de repente empiezo a entender todo.
[Me dicen el matador, nací en Barracas / si hablamos de matar mis palabras matan]
Escuchar música argentina fuera del país en un lugar frecuentado por locales te enseña a escuchar el tema de otra manera. El ritmo se vuelve intrínsecamente tuyo, de repente la geografía de un casi desconocido Barracas se te presenta ante tus ojos y ves las casas y el barrio y su gente como si hubieras vivido en él. Las palabras dejan de ser solo palabras y adquieren otro significado.
T. fue un par de veces a Araf. No se acuerda, pero yo sé que tiene que haber bailado "Matador", sin entender una palabra de la letra y sin pensar en la cercanía (a pesar de la inmensa lejanía) que esas estrofas suponen para él.
Nació en Irak, hace —apenas— 21 años. Es el hijo del medio de un prestigioso médico y de una renombrada dentista. De clase acomodada, estudió en un muy buen colegio y toda su educación fue en inglés, por eso lo habla tan bien como el árabe. Es productor musical y arreglador, y un rapero famoso allá en su Bagdad natal. Según me dijo, su música habla principalmente de política, e intenta hacerle llegar al mundo (con sus temas en inglés) una imagen de su país que no es la que venden los medios occidentales.
[Soy la voz de los que hicieron callar sin razón...]
A T. lo conocí una semana antes del brutal atentado en Bagdad que se llevó la vida de casi 300 personas, entre ellas dos compañeros de colegio y un amigo del padre. Cuando unos días después nos volvimos a encontrar, me contó que estaba triste, que había crecido con esa familia, que habían pasado muchas cosas juntos y que sentía bronca por no poder ir a abrazar a esa madre que en un mismo día había perdido a sus dos hijos y a su marido. Me quedé sin palabras. Lo abracé fuerte y le pedí que me contara cómo era su querido Irak, un poco por compasión y otro poco por la vergüenza que me daba no saber prácticamente nada de ese lugar.
La primera vez que escuché el nombre de ese país fue en Estados Unidos. Habíamos ido con mi mamá de vacaciones y en ese momento se hablaba mucho de "la guerra del Golfo". Yo no sabía muy bien qué era una guerra ni mucho menos dónde quedaba el Golfo ese, pero me habían dicho que había un señor que se llamaba Saddam Hussein que tenía mucho petróleo y que se estaba peleando con otro país que también tenía petróleo y no lo quería compartir. Yo no entendía muy bien por qué el señor Hussein y su vecino estaban obligados a compartir su petróleo, ni qué tenía que ver Estados Unidos con ese pedazo de tierra del otro lado del planeta, pero el día que llegamos al aeropuerto de Miami para tomarnos el avión de vuelta "algo" había pasado y los vuelos no estaban saliendo. Mi mamá (en pleno auge del "deme dos") temía por el modesto exceso de equipaje (unas nueve valijitas) y cuando nos empezaron a llamar por el altoparlante supuso lo peor. Pero no: por una inesperada sobreventa de pasajes nos ofrecieron viajar en otro vuelo y en primera clase. Mi recuerdo de Irak, entonces, se endulzó totalmente: gracias al señor Hussein, a su vecino y a su petróleo yo iba a viajar (por primera y única vez) en First Class.
T. sabe mucho de historia. Le apasiona conocer hechos e interpretaciones de sucesos históricos, un poco motivado por la visión de su país que leyó afuera (hace un par de años que vive en Turquía) y un poco por curiosidad y para saldar esa brecha que le dejó el colegio, para el cual la historia de su país terminaba en 1950.
T. no había nacido en la época de la guerra del Golfo, pero leyó mucho sobre Saddam Hussein. Me contó que fue un militar que llevó al país a una sangrienta guerra con Irán, que su visión estratégica (cual Napoleón) le valieron la presidencia del país, la próspera economía de la región y unas cuantas victorias bélicas. Hussein, siendo militar, llegó al mando tras una revolución que alzó al poder al partido del cual Saddam formaba parte. Unos años después de la revuelta fue nombrado presidente. Su estrategia política radicaba en su carisma y fundamentalmente en su inteligencia militar. Parece que un día, recorriendo pueblos del interior de Irak, una anciana de una aldea lejana mojó sus manos en sangre de cordero y, a modo de bendición —una costumbre muy común por esos lares— las pasó por el coche de la comitiva que lo llevaba. A los pocos metros Hussein se bajó de ese auto y decidió cambiar su camino. El coche bendecido siguió el recorrido estipulado y a escasos kilómetros de aquella aldea fue atacado por granadas. Todos murieron. Saddam, que había interpretado aquella "bendición" como una clara marca al coche en el cual viajaba, hizo desaparecer completamente la aldea de la vieja aduciendo que fueron necesarias muchas más manos además de las de la anciana manchadas en sangre para planear un magnicidio.
[y ahora sé que en cualquier momento me la van a dar]
T. iba al colegio cuando en el 2003 Bush decidió ocupar Irak en busca de las famosas (y nunca encontradas) armas de destrucción masiva. Soldados estadounidenses instalaron sus bases en Bagdad, muy cerca de su casa. La resistencia pronto empezó a actuar y la lucha se hizo diaria. [Viento de libertad, sangre combativa]. Además de las bombas que caían matando gente que volvía de hacer las compras en cualquier remoto lugar del país, los soldados se ponían a disparar en cuanto escuchaban un ruido "extraño" (un ratero que se escapaba corriendo, un pájaro que había perdido su bandada, una pelota que había caído fuera de la cancha). Una vez T. y sus amigos estaban jugando al pool en la parte de atrás de un bar que pocos días antes había sido alcanzado por un mortero. Su amigo se calentó porque estaba perdiendo y con fuerza tiró una de las bolas afuera del bar. Dos minutos más tarde los cuatro amigos se vieron en el medio de una interminable balacera. Corrieron lo más que pudieron hasta meterse en un colegio. T. escuchaba el silbido de las balas que le pasaban cerca, porque según me dijo uno es capaz de escuchar el sonido de las balas si estas pasan en un radio no mayor a 4 metros de donde se encuentra uno. "Escuchar las balas es algo bueno —me dijo— significa que estás en el centro del radio y que no te van a tocar". Algo bueno. Uno de sus amigos no tuvo la suerte de escuchar el silbido ya que una de las balas le dio en el huesito dulce y se cayó de boca al piso. Lo agarraron entre los otros tres y lo metieron en el colegio, justo antes de que otro grupo de soldados yankis empezara con su rutina de disparar azarosamente a edificios tales como escuelas, hospitales, almacenes, etc. Una vez adentro, otro de los amigos empezó como loco a tocarse todo. "¿Y a este qué le pasa?" se preguntaron. Y T., riéndose, contestó "está buscando a ver si una bala le pegó a él". Parece que cuando una bala impacta en ciertos lugares no tan críticos (un pie, una pierna, un brazo, una oreja) el calor hace que el disparo no se sienta. "¿Y qué le pasó a tu amigo?" pregunté con miedo. "Nada, nada, está perfecto, estuvo apenas tres meses en el hospital, nada más", me respondió con ligereza.
[Qué suenan, son balas, me alcanzan, me atrapan.]
T. habla de estas cosas como algo "normal". Para él y sus amigos, contar cadáveres nuevos en el camino de ida y vuelta al colegio era un pasatiempo. "Este es fresquito, de hoy". Nunca se inmutó. Lo único que le impresionó una vez fue ver el proceso de un cuerpo en descomposición hasta explotar. "Eso sí que fue feo, el tipo se fue hinchando todo hasta reventar", me dijo, recordando el hecho con disgusto y asco. "¿Solo eso? ¿Ver cadáveres todos los días no? ¿Saber cómo morían tampoco?" le pregunté anonadada, apenas con un hilo de voz. "Morir vamos a morir todos, lo importante no es cómo sino por qué". Yo me sonreí, algo de razón tenía entre tanta sinrazón. Él le pidió al mozo un cappuccino para mí y que por favor le cambiara el carboncito a la pipa de agua (estábamos fumando nargile de limón).
[Matador, matador...]
Eran las 4 y media de la mañana, yo tenía sueño pero no me podía ir a dormir. Al principio de esa noche, cuando nos encontramos, la conversación giró en torno a ese atentado en donde su compañero de colegio había fallecido, y sobre qué puede llegar a tener en la cabeza alguien que se hace volar por los aires llevándose cientos de personas con él. Pero después de escuchar cómo fue su infancia y su adolescencia, lo único que podía pensar era cómo un chico que vivió entre tanta muerte violenta puede ser tan puro (lo que significa su nombre en árabe), tan cálido y tan "vivo". T. sabe que, a pesar de su pasaporte, tuvo suerte de haber nacido en el seno de una buena familia, de tener una educación privilegiada, de ser un pibe lindo y seductor y de tener la posibilidad de poner su voz y hacerse escuchar. También sabe que ese no fue el caso de la mayoría de sus compañeros, y mucho menos de aquellos otros miles de chicos que crecieron en zonas rurales, en las que no había ni hospitales para ir cuando caían las bombas, ni colegios en los que refugiarse cuando empezaban los disparos. Y yo imaginaba, mientras lo escuchaba, la vida de esos otros chicos, que sobrevivieron las atrocidades de una guerra insensata escondiéndose entre los muertos, que vieron a sus madres y hermanas ser ultrajadas por soldados extranjeros que venían a buscar algo que no existía, que no pudieron terminar el colegio, y que probablemente el sonido de las balas haya sido la única música que escucharon por años.
Cuando volvía para mi casa se me vino a la cabeza esa frase que leí a modo de chiste hace ya un tiempo, que decía: "Para demostrar que Saddam es un demonio llevamos años convirtiendo a Irak en un infierno". Pues bien, no hace falta ser analista político para darse cuenta de que los demonios se escaparon del infierno, y que el mundo entero se ha vuelto un lugar infernal. Algunos, como T., canalizan su vivencia levantando su voz y explotando su faceta artística. Otros, simplemente, explotan.



(T. cantando en inglés desde el segundo 30)



Historias de San Petersburgo


Cuando allá por 2002 en Literatura Rusa tuvimos que leer "Historias de San Petersburgo" jamás imaginé que trece años después iba a estar caminando por la ciudad que tan delicadamente supo describir Gogol. Y si bien su visión es infinitamente más detallada y exquisita que lo poco que pude apreciar en mi cortísima visita, recién pisando sus calles y respirando su gélido aire invernal pude entender por qué le dedicó un relato entero a una avenida y qué singular independencia es capaz de adquirir una parte del cuerpo, como ser la nariz, en la helada Venecia del Norte.
Que Gogol me perdone por tomar sus relatos como eje para mis historias (que en nada se relacionan con sus creaciones). Sea acaso este mi humilde homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura que tardíamente supe comprender.

1. Невский Проспект 
"No hay nada mejor, por lo menos para San Petersburgo, que la avenida Nevski" dice Gogol en su primer cuento. Y tiene toda la razón. Toda la grandeza de una ciudad concentrada en un lujosa vía: edificios majestuosos, gente de lo más chic, cafés, restaurantes, librerías, paseos de compras, iglesias y los vestigios de lo que supo ser una de las capitales más grandiosas del mundo.
A lo largo de esta emblemática avenida se encuentran el famoso palacio Stroganov, la catedral de Nuestra Señora de Kazán, el puente Anichkov, y la librería más antigua que está en la intersección con el canal de Griboyedova, y desde donde se ve la maravillosa Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada, uno de los templos más preciosos de San Petersburgo.
Atravesada por una gran cantidad de canales, su arquitectura parece sacada de un cuento de hadas. Todo es bello, armónico, equilibrado. Incluso su gente. Hombres y mujeres la caminan enfundados en maravillosos atuendos como si estuvieran modelando sobre una pasarela. El frío no amedrenta a los habitantes de esta ciudad, que están acostumbrados a pasearse sin un exagerado atuendo. 
Todo en la Nevski Prospekt es perfecto. Por eso cuesta imaginar que ese mismo espacio, tan acicalado, haya sido escenario de cruentas batallas y numerosas muertes. "¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra cosa de lo que parece!"
M. me contó que sus abuelos vivían en 'Leningrado' (así se llamaba) cuando la ciudad fue sitiada por los nazis. Me dijo que la gente se reunía en la plaza y salía a caminar por las calles (las mismas calles que también fueron testigos de la Revolución rusa) buscando algo para comer. Sus abuelos también fueron de los que vagabundeaban por la Avenida Nevski tratando de encontrar un pedazo de pan. A veces tenían suerte, otras volvían a casa con el estómago vacío. Una vecina amamantó a casi todos los chicos del barrio, porque alguien tenía que darle leche a esos chicos cuyas madres estaban agonizando. Familias enteras dormían abigarradas en un único colchón para darse calor en los crudos inviernos. Cosas espantosas pasaron durante los dos años y medio que duró el calvario: gente que mataba por un trozo de carne, gente que comía brazos y piernas de los muertos que se desvanecían en plena ciudad, muchísima gente que moría de hambre. "Cuando se acabaron los animales (pollos, caballos, gatos, perros... ¡todos!) una especie de ola de canibalismo se desató en la ciudad. La gente salía a buscar comida y a veces ellos mismos se convertían en el plato de la cena. Pero esto es algo de lo que prácticamente no se habla" me contó M., mientras caminábamos.
Cuando volvimos a su casa, yo no podía dejar de pensar en las palabras de M., y en el contraste entre una ciudad tan hermosa y una historia tan cruenta. Mientras la madre servía la cena con una sonrisa preguntándonos qué habíamos hecho durante el día, yo pensaba en el valor de sus padres por haber subsistido en una época tan oscura. Una generación marcada por la ignominia y el coraje de haberse sobrepuesto a la tragedia de una guerra desalmada. Y mucho antes, por siglos sosteniendo la opulencia de los zares a costa del trabajo y la pobreza de los trabajadores, y por supuesto todos los hechos que desencadenaron el 17 de Octubre. Y si bien todos esos acontecimientos fueron posteriores al nacimiento de Gogol, imagino que su germen se estaría gestando en el inconsciente de un pueblo afectado por esa contradicción que oscila entre el lujo y la carencia, todo iluminado bajo la misma luz de un farol.
Esa noche, acostada en mi cama, releí "Nevski Prospekt". Y por primera vez lo entendí.

"En todo momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de mostrarlo todo bajo un falso aspecto."




 


2. El retrato
"En ninguna parte se detenía tanto público como delante de la tienda de cuadros de Schukin Dvor. Dicho establecimiento ofrecía, en verdad, el más heterogéneo conjunto de genialidades. Los cuadros, en su mayoría pintados al óleo y recubiertos luego de barniz verdinegro, tenían marcos pretenciosos de color ocre. Los temas habituales eran un paisaje invernal con los árboles blancos, un crepúsculo totalmente rojo como el resplandor de un incendio, un campesino flamenco, más parecido a un pavo con puños almidonados que a una persona, con el brazo arqueado para sostener su pipa... También había algunos grabados como, por ejemplo, un retrato de Jozrev-Mirzá y otros de generales con tricornio y la nariz torcida. Por si fuera poco, a la puerta solían colgar ristras de obras recortadas en corteza de árbol y pegadas en grandes folios, testimonio del talento innato del hombre ruso." 

Pasillo con pinturas colgadas
San Petersburgo tiene uno de los museos más grandes y antiguos del mundo: el Hermitage. Centenares de obras de arte pictóricas (una de las colecciones más grandes del mundo), esculturas, antigüedades, reliquias y piezas arqueológicas de diferentes países se encuentran en este inmenso edificio que siglos atrás fuera el Palacio de Invierno de la emperatriz Catalina la Grande. 
Un Leonardo
Generalmente una recorrida completa por el museo puede durar entre tres o cuatro días. A mí, una fugaz y ligera amante de la pintura, la visita me duró casi cuatro horas. Mucho, para mi gusto. Es que por más que suene 'inculto' y políticamente incorrecto a mí los museos me aburren inmensamente. Entiendo desde el intelecto la genialidad de Leonardo y la innovadora vanguardia que representaron en su momento Picasso o Dalí. Lo comprendo y lo valoro profundamente, de verdad. Pero ver cuadritos colgados en las paredes y muebles viejos que pertenecieron a señores "importantes" me torra, me dan ganas de tumbarme ahí mismo en esos maravillosos sillones Luis No-Sé-Qué-Número y echarme una siesta monumental, babear hasta deshidratarme el almohadón bordado en seda china con detalles en hilo de oro en el que el rey Fulano I apoyó su majestuoso culo y se tiró un ruidoso pedo. De las centenares de pinturas expuestas en el Hermitage en sus interminables salas y pasillos, solo le saqué foto a un Leonardo porque justamente era eso, un LeonardoNi el nombre me acuerdo. ¿Qué puede tener de interesante ver decenas y decenas de paisajes y de caras de gente que ni conozco? Y a los que conozco ¿qué más da? A mí me gusta Dostoievsky por su pluma, no por su copiosa barba. Prefiero imaginarme el rostro a verlo plasmado estático en un paño. 
Mechas de Napoleón
En cambio las esculturas y algunas otras chucherías me encantan. Figuras macizas de hombres fornidos, biblias y coranes viejos, ropas ostentosas, carruajes lujosos, armaduras que usaron los soldados en las guerras, copas en las que bebían exclusivos elixires, lámparas de cristal. Un retrato de Dostoievsky o de Gogol es una representación invariable. En cambio un mechón de pelo de Napoleón te sumerge en un viaje al pasado y te invita a imaginar cómo sería el resto de la cabellera, quién se atrevió a cortar ese rulo, con qué tijera se hizo ese corte, cómo se ejecutó y de qué estarían hablando Napoleón y su peluquero en ese momento tan íntimo y personal. Por el contrario, la única idea que se me presenta cuando veo un cuadro no es la obra en sí sino qué llevó al artista a pintarlo. Entonces imagino que a Leonardo lo movió la naturaleza humana. A Picasso, la idea de romper con la perspectiva tradicional. A Dalí, la posibilidad de plasmar el inconsciente en una obra. Y a los rusos, el frío. Todas sus manifestaciones artísticas tienen una tonalidad profundamente gélida. Quizás la idea de un museo inmenso no haya sido un pretexto para ostentar incontables piezas maravillosas, sino más bien una excusa para pasar largas horas al resguardo del frío en un lugar cerrado. Y no sólo la pintura carga ese padecimiento como consecuencia de las bajas temperaturas. La literatura y la música son igualmente extensas en volumen y duración. Ninguna novela de un escritor ruso tiene menos de 300 páginas, ni ninguna pieza musical dura menos de tres horas. El que escribe/lee o compone/escucha está forzado a permanecer en un mismo espacio cerrado por una considerable cantidad de tiempo.
Cuando mi visita al Hermitage terminó, me quedé sentada en un banquito al lado de la puerta, mirando las fotos que había sacado y reflexionando acerca de todo lo que había visto. Demoré mi salida no por la belleza artística circundante, sino porque afuera todavía seguía nevando.

           




3. La nariz
La mañana del 25 de marzo el asesor colegiado Kovaliov se despierta sin su nariz. Comienza entonces una increíble travesía que incluye diálogos entre Kovaliov y su nariz en una iglesia, el presunto intento de fuga (con pasaporte falso) de su temperamental ñata, y sus coquetos paseos por la fastuosa avenida Nevski. La historia culmina el 7 de abril con la nariz nuevamente en su sitio (es decir, la cara de Kovaliov). No es de extrañarse, ya que la primavera está llegando y no hay excusas para que una nariz se independice y ande vagabundeando por ahí.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de este relato, pero la verdad es que para comprender intrínsecamente la genialidad de este cuento no hace falta ser un letrado en literatura rusa, con caminar diez minutos del museo al subte en una ordinaria tarde de invierno es suficiente. Porque seguramente en primavera y/o en verano la cosa sea distinta, pero en invierno simplemente se te congela. Llega a niveles insospechados de entumecimiento tras pasar por un arcoíris de impresiones. Y así como en "El Cascanueces" los juguetes cobran vida, la nieve y las bajas temperaturas del frío petersburgués hacen que esa facción saliente de la cara con dos agujeros se vivifique. Adquiere autonomía propia, de repente hay una parte de tu cuerpo que deja de pertenecerte, que tiene otro cuerpo y otra existencia con sus propias emociones y de naturaleza algo particular. No importa cuánto abrigo le proporcionemos, la tipa parece quebrar todas las barreras que pretenden cubrirla del frío y se las arregla para alzarse bien erecta, independiente y transgresora. Y ahí, en esa extremidad que otrora supo ser nuestra, algo comienza a gestarse, un nuevo organismo que se desarrolla y crece a pasos agigantados, una figura de complexión amorfa que lucha en ese espacio reducido por agrandarse y desenvolverse hasta llegar a ocupar toda la capacidad nasal, ahí en ese hueco oscuro y frío tiene lugar el nacimiento de un monstruo aterrador: un moco. Pero no cualquier moco, claro que no. Un moco territorial e invasivo, que se niega a abandonar su morada (que no es nada más ni nada menos que lo que antes fuera tu nariz). Y como resultado de esta absurda obstinación ocurre una lamentable tragedia, ya que el pobre moco agoniza de hipotermia, lo cual abre un nuevo capítulo en esta terrible historia: el del moco congelado. Ya no es agua que cae ni gelatina pegajosa, ahora tenemos dentro de nuestra ex nariz un cuerpo duro, macizo, que amenaza con desprenderse pero que en cambio afila sus bracitos puntiagudos y se aferra con virulencia a un inocente pelito nasal. Hablemos de la perversa malicia del moco congelado. Molesta, duele, lastima, no basta con sonarse la nariz hasta que el aire te reviente los oídos, hay que desarrollar una acrobacia dedística para poder extirparlo con arte y disimulo. La magia del maravilloso circo ruso debe haber tenido su origen en la extracción de un moco de carácter flemático. Las virtuosas piruetas de los patinadores sobre hielo fueron resultado de un moco ocupa. "La guerra y la paz" no es otra cosa que una alegoría sobre la lucha por arrancar un moco tozudo, y la inmensa satisfacción que supone el triunfo de tan cojonuda empresa. Porque luego de la ablación viene el momento altruista de la contemplación, donde se dejan de lado las diferencias que existieron para perderse en la visión mística y filántropa de ese cuerpo, que tan inocente y desamparado comparece ahora en la yema del dedo. Pero lamentablemente ese placer dura poco. En dos estaciones más hay que volver a salir del subte. Y ahí, acechando, se encuentra un nuevo moco por nacer.
Sin nariz

4. Diario de un loco
En este cuento, escrito como su título lo anticipa en forma de diario, vamos atestiguando a través de las páginas cómo el protagonista se va volviendo loco.
Volverse loco en San Petersburgo no es tan difícil como podría pensarse. Podemos caer en locura poética recorriendo el barrio de Dostoievsky, o admirando la belleza arquitectónica de la ciudad que con tanta imaginación planificó su fundador, Pedro I el Grande, y soñar con ser parte de su corte lujosa y delirar con la realeza.
Lo cierto es que la locura se manifiesta de distintas formas y bajo las circunstancias más diversas, y varía de acuerdo a quién la vive y a quién la interpreta.
El primer día que salí a caminar, cruzando uno de los puentes que separan una isla de otra, un hombre extraño comenzó a seguirnos a mi amiga y a mí. Antes de que comenzara a hablarnos, apenas noté que nos estaba siguiendo, me asusté un poco. Pensé en la mafia rusa, aunque en seguida lo descarté por la precariedad de su calzado, entonces me imaginé que iba a afanarnos y ahí nomás me vi declarando por robo en la comisaría, sin guita, sin pasaporte y sin hablar una palabra de ruso. Finalmente, tras amagar en varias oportunidades, se acercó a hablarnos. Mi paranoia se diluyó por completo al ver la cara de mi amiga (rusa ella, y dialogando en ruso con el hombre en cuestión), ya que más que asustada parecía entre sorprendida y alegre. Le sonríe, afirma con un par de "da da da" (siempre de a tres), y con cierta comicidad me traduce: "Está entrenando para superar su marca, va a nadar ahora y le gustaría que contáramos cuánto tiempo aguanta estar sumergido en el agua. Se dio cuenta de que sos extranjera y seguramente quiere sorprenderte con su resistencia... ¿vamos?". "¿¡Va a nadar ahora, en agua congelada?!" respondí pasmada. Sabía del bautismo en aguas heladas que se practica en el año nuevo ortodoxo, pero no había ningún patriarca cerca para bendecir la ceremonia y este sesentón no parecía muy ortodoxo que digamos. "Ah sí, es muy común nadar en agua helada, ¡mucha gente lo hace! Dicen que es bueno para la salud". Así que ahí fuimos, caminando bajo la lluvia y la nieve constante que caía sin piedad y que estaba empapando mi ligero abrigo (que no aguantó ni dos horas el clima petersburgués, pero eso lo dejo para el último relato). El hombre, orgulloso y feliz, nos condujo hasta el final del puente, donde escondida tras una curva había una escalerita que bajaba al río. Ahí apoyó su bolsita (¿en la que traería una toalla tal vez?), se quitó las zapatillas, dejó la ropa a un costado, y en zunga comenzó a descender hasta el agua. Caminó un poco hasta encontrar un lugar no congelado en el cual zambullirse, y como si estuviera en el Mediterráneo se sumergió en el mítico Neva.
Mi abrigo, no apto para el clima ruso, no pudo seguir soportando las inclemencias del tiempo, y lamentablemente nos tuvimos que ir. Nos alejamos de a poco, sin poder despedirnos, yo lo miraba desde arriba, sorprendida, tan empapada como él estaba, helada, sin poder sacar la cámara para registrar ese singular momento y pensando cuán cultural que es la construcción de la locura, ya que para mí nadar en agua helada es demencial mientras que para los rusos, según me vine a enterar después, es algo absolutamente normal.
El río Neva
5. El capote
Uno de los más grandes relatos de la literatura rusa es sin duda "El capote", cuento en el que se narra la vida del pobre Akaki Akakievich, su monótona existencia, su dedicación (y sumisión) laboral, el gran sacrificio que hizo para poder comprarse un nuevo abrigo y las nefastas consecuencias tras su pérdida: su enfermedad, su repentina muerte y su aparición fantasmagórica robándole los abrigos a la gente.
Releí este cuento de Gogol unos días antes de viajar. Imaginé las inclemencias del frío ruso y recordé el desafío que fue pasar los inviernos en China para una porteña como yo. Pero en ningún momento tuve miedo: había sobrevivido a -25 grados en mi queridísima 大同 (Dàtóng) y sabía que el secreto estaba en abrigarse bien. Además unos días antes de viajar a Rusia había nevado un poco en Turquía y mi campera había soportado con altura el frío estambulita. Por eso no me preocupé. Por el contrario, me encargué de conseguir la ropa para ponerme debajo del abrigo (camisetas térmicas, de nylon, de algodón, medias, guantes, bufanda, gorro, etc.) y dos días antes de partir hice la valija, feliz. ¡Estaba yendo a visitar a mi gran amiga M.! Cuando me fui de China yo me vine a Turquía y ella se volvió a Rusia. Seguimos en contacto y después de dos años se me dio la oportunidad de viajar a visitarla, y ni lo dudé.
El día que llegué M. y su mamá me estaban esperando en el aeropuerto. Tras los saludos efusivos de rigor, me miró sonriente y con notoria curiosidad me dijo "¿este es tu abrigo?". Yo, orgullosa, afirmé rutilante: SÍ, se la re banca, y lo repetí varias veces al ver su cara de sorpresa y desconfianza.
Ese mismo día salimos a caminar. Dejamos las cosas en su casa y partimos hacia la Avenida Nevski y el mítico Neva. La ligera lluvia y los copitos de nieve que caían no me amedrentaron, ¡yo no podía estar más chocha!
Nos bajamos del subte y empezamos la caminata. Ella me iba explicando a cada paso el detalle del sublime paisaje que nos rodeaba mientras yo, como podía, intentaba sacar fotos a la maravilla que estaba ante mis ojos. De a poco, la tenue lluvia dejó de caer con ligereza, y los algodonezcos copillos de nieve comenzaron a transformarse en tremendos adoquines de hielo macizo del tamaño de un puño que se despeñaban rabiosamente. Mi abrigo, el mismo que yo había defendido acérrimamente ante la mezquina inquisición sobre su presunta falta de robustez, me estaba abandonando. En escasos minutos el agua comenzó a filtrarse. Empecé a tener frío. Disimulando la fase inicial de mi estado de congelamiento, continué caminado, ya sin escuchar los relatos de M. De repente me vino la imagen de algo que había visto a la salida del subte, al lado de un banco de plaza, en la entrada de un museo: camuflados debajo de precarios techos, había unos hombres vendiendo pilotines de plástico descartables. Toda mi atención y mi libido se concentraron entonces en una única misión: tenía que hacerme de un pilotín como sea y detener la mojadura que me estaba acechando. Aceleré el paso intentado mantener con dignidad mi incipiente hipotermia. Y entonces lo vi, ahí, en el medio de una desolada plazoleta, el redentor del frío petersbugués que iba a poner fin a mi padecimiento ofreciendo humildemente sus pilotines de plástico. Corrí, corrí atropelladamente, salpicando con mis toscos pasos a quienes es interponían en mi camino, patinando entre el hielo y esquivando charcos. Finalmente llegué a él y pude comprar mi pilotín.
Orgullosa, arropada con esa gigante bolsa de plástico azul que me impermeabilizaba, proseguimos con la caminata. La lluvia y la nieve ya no podían amedrentarme, yo estaba bien protegida. Paseamos un buen rato hasta que unas horas más tarde decidimos ir a un bar. Como en todos los lugares de Rusia (restaurantes, teatros, museos, galerías, iglesias) hay coquetos percheros de uso público y gratuito para dejar los voluminosos capotes. Con extremo cuidado, colgué mi pilotín en una de las perchas y lo protegí como pude con mi desafortunado abrigo para que no se estropeara. A pesar de haberme resguardado estoicamente de las inclemencias del tiempo, su calidad no era la mejor. Yo lo sabía, por eso fui excesivamente meticulosa al sacármelo. Sin embargo noté que había empezado a agujerearse (quizás el cierre de la cartera hizo que el plástico se rajara) y que estaba considerablemente arrugado, parecía una vieja bolsa de basura, de esas grandes que usan los consorcios, y no aquel pilotín que tan heroicamente me había salvado.
Las horas pasaron entre cervezas saborizadas y cócteles varios hasta que llegó el momento de irnos. Afuera había dejado de llover y de nevar, y la calefacción había secado por completo a mi abrigo. Ya era tarde y casi no quedaba gente. Los percheros estaban prácticamente vacíos. Busqué con ansiedad entre todos los sobretodos colgados pero me di cuenta de que algo terrible había pasado: faltaba mi pilotín. Desesperación, angustia, rabia, desconcierto, impotencia. La misma escena que vivió Akaki Akakievich la estaba viviendo yo ahora. ¡Me habían despojado de mi pilotín! ¿Qué alma siniestra podía haber sido tan cruel de llevarse una enorme bolsa de plástico agujereada? ¿Qué valor tenía para el ladrón mi bello y arrugado pilotín azul? M. intentó calmarme y prometió ayudarme, pero ya nada podíamos hacer. Mi pilotín no estaba.
Al día siguiente, y por toda mi estadía, M. me prestó un abrigo especialmente diseñado para soportar el crudo invierno ruso. No sufrí de frío ni me mojé, y estuve protegida por aquel grueso gabán de corderito. Pero no hubo noche que no soñara e imaginara cuál habría sido la suerte de mi precioso pilotín azul.
Yo con mi pilotín azul posando delante del Neva congelado y el museo Hermitage detrás


Los dinosaurios

Tenía 8 años en aquella Semana Santa del '87 cuando Alfonsín pronunció la famosa frase: "La casa está en orden". Me acuerdo que estaba en una confitería, en algún lugar de Salta. La televisión estaba prendida a todo volumen y todos estaban atentos a lo que estaba ocurriendo. Yo jugaba con algo (¿una muñeca quizás?) y hablaba sola y caminaba entre las mesas y me reía. De repente alguien me dijo "nena, callate". Yo me callé. Me senté en una silla sin decir nada, mirando la televisión y tratando de entender por qué estaban todos tan estupefactos escuchando al señor que hablaba. Yo los miraba, sin comprender, tenía miedo. Las caras de la gente a mi alrededor no eran buenas. Ellos también tenían miedo. No sabía qué, pero algo malo estaba pasando.
El viernes 15 de julio de 2016 ese recuerdo salió a la luz. Me volví a sentir esa nena de 8 años con miedo a la que no la dejaban jugar y que no entendía qué era eso malo que estaba pasando.
Llegué a Taksim, la plaza principal, para disfrutar de una cálida noche de verano con amigos. Hacía tiempo que no iba, por precaución. Pero una invitación que no pude rechazar me llevó de nuevo a mi querida Istiklal. Al llegar, lo primero que advertí (y no me gustó) fue un helicóptero sobrevolando un punto específico. El tráfico aéreo en Estambul es muy movido, hay muchos aviones y helicópteros sobrevolando la ciudad permanentemente, pero ese helicóptero no se estaba moviendo, estaba volando sobre algo. Pensé que se trataría de un 'ponebomba' al que estaban buscando y al que probablemente lo tendrían en la mira, así que tomé la calle lateral. Al ratito se fue así que me 'despreocupé'. Igual la noche ya no había empezado bien...
Después de dos horas de intensa charla (y tratando de disimular la incomodidad que me había provocado ese helicóptero) un poco me relajé. No mucho. Cambié de bar para aflojar tensiones, me encontré con otros amigos, inicié nuevas conversaciones. Pero había algo que no estaba bien. Las caras de la gente no eran de viernes por la noche, hablaban más por teléfono que entre ellos, pagaban y se iban. Yo no entendía nada. Bastó que caminara unos metros hacia la avenida para notar que pasaba algo: las calles estaban cerradas, la policía estaba viniendo, los camiones hidrantes estaban apareciendo. De repente alguien dijo "los dos puentes están cerrados". Algo muy malo tenía que estar pasando para que cerraran las dos vías más importantes que conectan la parte europea y la asiática, y que son uno de los símbolos de la ciudad. Me acordé de ese helicóptero. Como las calles estaban cerradas, no me podía tomar un taxi ahí, tenía que caminar hasta el final de la plaza. La gente ya empezaba a correr. Atravesé sin mirar los camiones de policías que se iban acercando y llegué a la parada del bondi. Me subí corriendo, y atrás mío se subieron otros preguntando a hacia dónde se dirigía. No importaba el destino, había que salir de ahí lo antes posible. Todavía no sabía qué, pero podía percibir que algo muy muy malo estaba pasando. Una amiga me llamó "antes de llegar a tu casa comprá agua y comida, quizás no puedas salir mañana". Temblaba, y seguía sin entender. En Facebook empezaron a aparecer las primeras fotos: militares, tanques de guerra, aviones caza. Y una frase que se repetía: "GOLPE DE ESTADO". No, no, tenía que ser un malentendido, eso podía estar pasando. El golpe de estado es algo que se estudia en el colegio, que se lee en los libros, que te cuentan "los más grandes", el golpe de estado no es algo que hoy se viva, no. Tenía que haber un error, yo no estaba entendiendo bien, mi traductor no estaba traduciendo bien, no podía ser eso, no, no. Al llegar a mi barrio noté que todo estaba cerrado o cerrando. No había música en la calle y la gente se estaba yendo apurada. Todos tenían miedo. Yo seguía sin comprender.
Llegué a mi casa con un kebab y un botellón de 5 litros de agua, sin hambre ni sed, con la necesidad de saber qué estaba pasando y una angustia infernal. Facebook, Twitter e Internet repetían la misma cosa en todos los idiomas: golpe de estado, darbe, coup d'etat, colpo di stato, Staatsstreich. Los llamados y los mensajes empezaron a llegar, la noticia se había propagado por todos lados, esto que estaba pasando era real: había un golpe de estado.




El presidente en Facetime por la CNN instigando a la gente a salir a las calles antes de que los canales de televisión empezaran a ser tomados por las fuerzas armadas, en los aeropuertos los tanques militares no dejaban entrar ni salir a nadie, Twitter y Facebook ardían con mensajes de toque de queda, explosiones en el parlamento, tanques arrollando todo lo que se interponía en su camino, helicópteros disparando a civiles que protestaban por el golpe, las mezquitas a todo volumen llamando a resistir, civiles tomando tanques y cagando a palos a los militares y entregándolos a la policía, caos y confusión, muchísima confusión.
Helicópteros, aviones caza, jets, disparos, bombas, tanques, golpe de estado, toque de queda, explosión, aeropuertos cerrados, gente corriendo, pánico, llantos, ruidos que estremecen, edificios que tiemblan, y el pasaporte siempre en la mano. Fueron solo seis horas. Y el miedo más intenso que viví en mi vida.
Aprendí muchas cosas que hubiera preferido no saber. Aprendí, por ejemplo, que hay unos aviones ("caza") que se llaman F16s, que son de guerra y que vuelan muy rápido y muy bajo. Aprendí que esos aviones rompen la barrera de sonido. Aprendí que romper la barrera de sonido es un efecto aerodinámico que produce una "bomba sónica". Aprendí que la bomba sónica es un sonido parecido al de una explosión, y que puede producir efectos similares a ella (vibración, rompimiento de cristales, temblor). Aprendí también a distinguir la diferencia de sonido entre una bomba sónica y una explosión real, y a calcular más o menos su distancia. Algunas cosas las aprendí esa misma noche (cómo se dice "golpe de estado" en cuatro idiomas distintos), otras las aprendí con el correr de los días (haber sabido lo de la bomba sónica me habría evitado el ataque de pánico). Y comprobé que el miedo te pone en posición fetal, que el ronroneo de un gato calma la angustia, que nada de lo material importa.
El último caza pasó cerca de las cinco y media de la mañana. Los medios ya estaban hablando del fallido golpe de estado. "El pueblo y la democracia han ganado".
Lo que vino después no fue mucho mejor. Con el correr de las horas se empezó a conocer en detalle lo que pasó esa noche. Un grupo de militares quiso toscamente tomar el poder. El nacionalismo exacerbado salió a las calles y arrasó con la vida de los "soldados" que comandaban los tanques: chicos de menos de 28 años que estaban haciendo el servicio militar obligatorio y a los cuales les dijeron que eso era un ejercicio de entrenamiento, que creyeron que estaban aprendiendo a defender el país (no a traicionarlo), y que murieron por los golpes que los "civiles" les dieron. Abanderados de la democracia siguiendo a ciegas órdenes difundidas a través de las mezquitas, en lo que fue una inteligente movida para unir nuevamente religión y estado. Apolíticos politizados, religiosos radicalizados, y la tristeza e incertidumbre de los que se mantuvieron al margen de la 'acción'.
A la mañana siguiente, habiendo dormido apenas un par de horas y todavía en estado de shock, me dispuse a preparar lo esencial en caso de tener que salir de urgencia. Hace tres años que llegué a Turquía, vine de vacaciones y aquí me quedé. De a poco formé mi mundo: trabajo, amigos, amantes, casa, y un gato que me salvó de no volverme loca esa fatídica noche. La realidad es que todavía no estoy lista para irme, y por cierto que no quisiera hacerlo. Pero entendí esa estrella de los que tienen que salir con lo puesto, porque otra de las cosas que aprendí el viernes es que cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada, que lo realmente imprescindible no lo puedo guardar en una valija, y que el día que me vaya todo lo que de verdad quiero me lo llevo adentro mío.