La última kurda

Me bajé del tranvía con el último "chan-chán" de la versión de Goyeneche de uno de mis tangos preferidos. Habíamos quedado en encontrarnos en la estación Çemberlitaş a las 7:30 pm. pero llegué antes (algo inusual en mí). Me senté en el mismo banco en el que otras veces nos habíamos sentado, guardé mi mp3 (ya casi sin batería) y me puse a ver las fotos que había sacado. Ninguna me gustó. Llegó a horario (algo usual en él) y se sentó a mi lado, como tantas otras veces. Hablamos de pavadas, de su ropa siempre tan impoluta, de mi pinta siempre tan zaparrastrosa, de lo que habíamos hecho ese día, el día de ayer, el día anterior, en la semana, evitando hablar de lo que queríamos evitar: nuestra inminente y triste separación.
Una de las cosas que descubrí viajando es que los vínculos que establecemos con los otros no se pueden medir en tiempo, sino en intensidad del o los momentos compartidos y de una conexión a veces inexplicable que simplemente se da. Recuerdo que a los quince días de haber llegado a China me invitaron a un cumpleaños sorpresa. Cuando la agasajada llegó, se emocionó hasta las lágrimas y sentada en la escalera secándose los mocos apenas pudo balbucear un "gracias familia". Me acuerdo perfectamente de su comentario porque lo encontré bastante exagerado. Pero a los pocos meses yo ya me había hecho de mi propia familia, y pude sentir y entender lo que ella había expresado. Aunque en realidad no se trate de entender, sino de dejarse llevar por lo que se siente, por ese algo que fluye y que es difícil de poner en palabras. ¿Cómo se puede llegar a querer tanto a unas personas a las que conociste hace un par de meses y con las que compartiste tan poco "tiempo"? Se puede, porque las emociones no se miden en tiempo. Pero eso yo lo aprendí estando afuera e ignoro si me hubiera permitido sentir todo lo que viví estando en Buenos Aires.
Por eso temía tanto nuestro encuentro. Para él, la intensidad con la que se dio todo fue desde un principio ilógica e incomprensible. Para mí, nunca hubo lugar para la lógica y tampoco había nada que entender. Las cosas se habían dado así y estaban muy bien. Sin embargo, algo se había interpuesto en nuestro camino, algo que ninguno de los dos pudo prever y que inexorablemente, tarde o temprano, algún día iba a aparecer: la diferencia cultural. Eso que tanto atrae y que a la vez tanto distancia ahora nos estaba enfrentando a nosotros, a nuestras tradiciones, a nuestros miedos, a nuestra identidad, a nosotros mismos. Salir con alguien de otra cultura implica atravesar un montón de puentes y barreras, es jugar con fuego con la fascinación y los riesgos que ello implica, y te obliga a leer e interpretar minuciosamente la letra chica de un contrato que nadie lee. Cuando se habla de "choque de culturas" rara vez se menciona lo que ese choque provoca y cuánto influye en una relación entre dos personas.
La cultura turca basa sus relaciones principalmente en la familia. Es común que abuelos, padres, hermanos, primos, tíos, sobrinos vivan en un mismo edificio, o que se visiten muy a menudo. Algunos hasta emprenden negocios familiares, en donde cada miembro ocupa un lugar preciso y donde puede destacarse. También viajan o pasean juntos, y es de lo más normal ver a una chica acompañada de su madre, hermana y/o prima, cuando no de su marido y sus cuñados. En lo que respecta a las relaciones de pareja, solo se presenta a la familia al futuro cónyuge, es decir, cuando la relación ya está completamente afianzada y los planes de casamiento son inminentes. Entonces ocurre el esperado pedido de mano: el novio y sus padres van a la casa de la novia para pedirla en matrimonio. Una vez allí, se sirven té y delicias turcas y charlan hasta que la novia prepara un buen türk kahvesi (café turco) demostrando así sus excelentes cualidades como ama de casa. Ese es el momento en que los respectivos padres de los novios se ponen de acuerdo para que sus hijos se casen, fijan una fecha y festejan el compromiso. Algunos respetan la tradición más que otros, pero si hay algo en lo que todos concuerdan es en no presentar a la pareja hasta tanto no se esté seguro de que será "para toda la vida". Los que son todavía más tradicionales siguen la costumbre de dejar a la familia la elección de sus esposos, algo que se arregla entre los padres de los dos novios, quienes en algunos casos incluso no se conocen. Más importante que ellos son sus familias, y algunas rechazan categóricamente las uniones mixtas ya que no pueden comprobar si el novio o la novia son "de buena familia". Y si bien en todo hay excepciones, este no era el caso. Porque mi turco, además de turco, era de origen kurdo, aún más tradicionales. Y si bien él era liberal, de ninguna manera su familia iba a aceptar en su seno a una extranjera, que encima no es musulmana. Y sin su consentimiento, nada puede hacerse. ¿Pero por qué estábamos hablando de matrimonio a los dos meses de estar saliendo? "Porque de nada sirve que sigamos juntos y nos enamoremos si a la larga no nos vamos a poder casar".
De todo el repertorio de separaciones que he tenido, desde el clásico "no sos vos, soy yo" hasta el "no estoy preparado" y el "seamos amigos", jamás se me ocurrió agregar el "no nos podemos casar" a la lista de argumentos. Su excusa para dejarme parecía válida y al mismo tiempo desopilante.
Y entonces lo vi, jugando a 'seducir extranjeras' y divirtiéndose hasta que su padre le encuentre una turca kurda musulmana que el día de su boda pueda lucir orgullosa el lazo rojo en su cintura (indicando su virginidad) y sea "de buena familia". Muy lejos estaba yo de ser aceptada.
A veces viajar por el mundo puede ser también una forma de viajar en el tiempo.
Me subí al tranvía de vuelta sin mirar atrás. Me puse mi mp3 y antes de que se acabara la batería pude escuchar a Malena Muyala cantar la primera estrofa de "Tu pálida voz": Te oí decir, adiós, adiós.... Me sonreí y pensé en la ironía de mi premonitoria lista de reproducción, y triste, como un tango, llamé a mis amigos porque esa noche no quería estar sola. Fuimos a un bar y O. pidió una botella de Rakı, y luego otra, y luego otra. La vez anterior que tomamos este licor la resaca fue tan horrenda que juré no volver a tomarlo, pero falté a mi promesa. Es que en lo que respecta a bebidas y amores soy una reincidente crónica, por eso sospecho que, a pesar del sufrimiento del después (¿qué importa el después?), esta no será mi última experiencia (en) kurda.

çok uzaklarda

Una esquina vacía.
Una mujer perdida buscando algo.
Un hombre sentado en una silla en la vereda mira la gente pasar.
Un hombre parado frente al hombre sentado le habla a la mujer perdida buscando algo que pasa caminando. El hombre sentado interviene, y la mujer que pasa caminando y el hombre de la silla en la vereda comienzan a hablar. El hombre parado le trae una silla a la mujer y el hombre sentado le ofrece un té. De repente el hombre parado y la gente que pasa caminando se esfuman, y dos desconocidos hablan como si se conocieran de toda la vida. Dos vacitos de té sobre un banquito de plástico y un hombre y una mujer sentados en la vereda. El hombre sentado ya no mira la gente pasar, y la mujer no se acuerda qué estaba buscando. Se miran y se olvidan que están sentados en la vereda, que frente a ellos hay un hombre parado y que hay gente que pasa caminando. El encuentro dura lunas, cielos, piel, perfumes, sal, miel, suspiros, sonrisas y preguntas (¿cómo se mide esa intensidad?).
Un día, la mujer sigue su camino. Se va lejos pero no deja de pensar en el hombre sentado en la vereda.
Un día, el hombre se levanta de su silla y atraviesa más de 1000 km para ir a su encuentro.
El tiempo se detiene y durante 1001 noches vuelven a olvidarse de los que están frente a ellos y de la gente que pasa caminando. Por la mañana el hombre vuelve a su calle y a su silla. La mujer cierra los ojos para no verlo partir.
1000 km de distancia separan a un hombre sentado en la vereda que mira la gente pasar y a una mujer perdida que pasa caminando todas las noches por las mismas esquinas buscándolo.




La isla encantada

Desde que tengo memoria, siempre tuve sueños "extraños": un tiburón blanco re copado se ofreció a llevarme adentro de su boca a una fiesta en el fondo del mar porque estaba llegando tarde (para variar...); viajé en tarántula gigante por la Panamericana (siendo aracnofóbica como soy!!); fui testigo y partícipe de múltiples crímenes junto con Tom Cruise, Nicole Kidman, Julian Assange, y otros; tuve love stories con Plácido Domingo, Erwin Schrott (se ve que la voz de barítono me puede), Richard Gere, Christopher Lambert (de joven) y hasta con un simpático Mefistófeles, que me hablaba en una lengua que no entendía pero que igual podía comprender. He soñado historias dignas de culebrones, películas de terror, comedias absurdas y bizarras como pocas. Para mis amigos es una pesadilla que les cuente un sueño (por el detalle y la precisión con que relato cada uno), e intuyo que para mis terapeutas también lo fue.
Hace siete años exactamente tuve un sueño muy particular, uno de mis preferidos, muy 'cursi' para mi estilo de entonces, y que nunca pude olvidar.
Soñé que yo siempre había tenido una cierta capacidad para la magia, pero nunca la había querido utilizar por miedo. Hasta que un día, tomando coraje, decidía sacar algo bueno de eso e iba a un lugar donde sabía que pasaban cosas "mágicas". Al llegar, me daba cuenta de algo increíble: la magia es una sensación corporal alucinante. Es decir, se pueden realizar "actos mágicos" únicamente si se siente la magia en el cuerpo. Volvía a mi casa feliz, con deseos de probarla, me sentaba en un sillón y trataba (por medio de la magia) de levantar un fierro que estaba tirado en el suelo. Estaba tan concentrada tratando de elevar el fierro hasta mi mano que me caía del sillón, pero con tanta "suerte" que al incorporarme veía que al lado de mi mano estaba el bendito fierrito, y al agarrarlo entendía que la magia siempre está presente pero de manera velada, casi sin que la notemos, "disimulada" en hechos cotidianos frecuentes. Yo quería que el fierro subiera hasta mi mano, pero en su lugar me caí yo hasta él "mágicamente", porque la tímida magia prefiere no manifestarse de manera tan abierta sino que gusta de esconderse para que no nos avivemos de su embrujo diario.
La imagen del sueño fue fascinante, eso de pensar que la magia se esconde en cualquier lado y que no nos damos cuenta, y que es una sensación corporal.
Me acordé de este sueño al poco tiempo de desembarcar en Koh Tao. Llegué con la idea de quedarme tres o cuatro días, sin saber bien qué hacer ni a dónde continuar después, y con mi brújula apuntando al norte. No tenía reserva de hotel ni hostel ni nada, ni mapa del lugar, ni la más remota idea de dónde estaba ni de por qué me había encaprichado tanto en ir ahí. Esperaba encontrarme con miles de personas ofreciendo alojamiento (como en Koh Phi Phi), pero cuando el barco llegó a las 6 de la mañana el puerto estaba completamente vacío y solo había taxis que ofrecían su servicio por una suma descabellada. Un taxista se apiadó de mí y me llevó por casi nada a la zona donde empieza la playa más concurrida, Sairee Beach. En un principio atribuí su bondad a mi pinta de pordiosera; hoy lo veo como el comienzo de los días mágicos que viví en esa isla encantada.

Koh Tao tiene una extensión aproximada de unos 21 km2, y está situada en el Golfo de Tailandia a unos 70 km. del continente. Su nombre ("Isla Tortuga") se debe a la forma de la isla (que de tortuga no tiene mucho) y a la cantidad de tortugas marinas que en una época solía haber. Las revistas turísticas dicen que inicialmente fue una isla deshabitada, refugio de marineros en días de tormenta o simplemente parada estratégica camino a otro rumbo. Pero hay otra historia también, un poco más siniestra, que no se cuenta en los folletos de viajes, y que dice que hace no muchos años la isla fue una especie de Alcatraz, una cárcel a donde mandaban a los presos (muchos de ellos políticos) y los dejaban abandonados a su propia suerte. La lejanía con respecto al continente y a las otras islas convertía a Koh Tao en una prisión "perfecta". Los tailandeses, que son muy supersticiosos, creen que cualquiera que llega a la isla queda inmediatamente "preso": no se puede ir o siempre regresa. Algo de eso me pasó a mí.
La mayoría de las personas que va a Koh Tao lo hace para bucear, ya que es el lugar más barato del mundo para adquirir licencias de buceo (además de ser un sitio precioso). Yo había buceado una vez, cuando estaba en la primaria, en Puerto Madryn. Fue mi "Bautismo Submarino", y siempre lo recordé como una de las experiencias vividas más increíbles e intensas. Claro, cuando lo hice tenía apenas 10 u 11 años, y en esa época no tenía mucho con qué comparar la intensidad de mis experiencias vividas. Quién hubiera dicho que 20 años después iba a rectificarlo....
Mis primeros días fueron de relax y exploración. Me dediqué a recorrer la isla y sus playas, a nadar en cada una de ellas, a mirar el cielo hasta quemarme los ojos, a bailar en la orilla del mar en los bares que bordean la costa y a respirar un aire distinto, especial. Había algo en la atmósfera de la isla que me inspiraba, como un presagio de esa brisa que de a poco me iría atrapando en un remolino de emociones.
Me tomé mis días para elegir cuál sería mi escuela de buceo. La oferta es tan pero tan pero tan amplia que desorienta. Pregunté, investigué, mandé mails, y en la espera de respuestas (y señales) me terminé quedando con la que se tenía que cruzar por mi camino en el momento menos pensado, mientras estaba buscando otra cosa. Además su nombre, Pura Vida, me resultó muy tentador.
Las dos primeras clases fueron teóricas, y cuando al día siguiente fuimos al mar me sorprendí recordando al detalle mi Bautismo Submarino: la máscara, el regulador, el tanque, el chaleco, el traje, el peso, la emoción de flotar debajo del mar, la ingravidez, la ligereza, la calma, el silencio, la magia.
Y entonces me acordé de mi sueño, y la sentí, empecé a vivir y a experimentar esa sensación en el cuerpo: la presión del agua sobre mí; los colores que cambian de color; el gusto a sal; flotar, y que sea tu respiración la que te lleve más arriba o más abajo; respirar, y que las burbujas exhaladas sean el único sonido; volar, y que sea el agua tu impulso; ver, y que tus ojos no den crédito ante tanta belleza. Y todo ahí, a 7, 12, 15, 18, 30 metros abajo del agua. Abajo del agua. Mágico.
Los días pasaron, y de los tres o cuatro que me iba a quedar llegué a estar casi un mes, sumergida durante el día en un paraíso marino y fascinada a la noche por los shows de fuego a la orilla del mar, cautivada por las historias de un birmano, riendo hasta llorar y bailando hasta caerme con desconocidos-conocidos de toda la vida, sintiendo en cada poro de mi piel la magia de saberme viva, y darme cuenta de que lo que empezó siendo una visita caprichosa y sin rumbo se convirtió en un deseo de cambiar de rumbo para adueñarme de esa nueva sensación que estaba descubriendo.
Dejar la isla fue terriblemente desgarrador. Tan triste y desolador como regresar al paraíso perdido y volver a perderlo, como si una parte de mi alma se hubiera quedado entre los corales, narcotizada entre el barco hundido y el silencio más puro, y cálidamente iluminada por los rayos de sol que pelean por colarse a través del agua. Un paraíso de burbujas y peces de colores donde la vida es, sencillamente, perfecta.
Sí, una parte mía quedó (presa) en Koh Tao, pero me queda el consuelo de saber que una parte de Koh Tao me la llevé conmigo. Me fui, pero me quedo, y voy a volver aunque sea en el recuerdo, porque dondequiera que vaya, donde sea que esté, ahora sé que los lugares mágicos existen, que la magia se siente en el cuerpo, en la gente, y en los lazos que uno traza que, por breves que sean, hechizan el corazón y lo hacen galopar hasta crecerle alas. O aletas.

Ojos bien abiertos

Abrí de golpe los ojos y me sobresalté: no podía reconocer el lugar en donde estaba, el bondi en el que estaba, el paisaje que veía, ni tampoco recordaba de dónde venía ni a dónde estaba yendo. Nada de lo que estaba a mi alrededor tenía sentido pero tampoco eso parecía preocuparme demasiado. Había perdido totalmente la conciencia y estaba ‘más allá’.
Eran más o menos las 3 de la tarde, o las 4, o las 5. A pesar de ir en sentido contrario a la horda desquiciada, el tráfico era insoportable. El chofer había clavado los frenos y me había sacado un poco de la modorra, justo a tiempo para darme cuenta de que en dos paradas me tenía que bajar.
El bondi ya estaba casi vacío, solo quedábamos él y yo. Hacía frío, pero él parecía no sentirlo. Miraba por la ventanilla, se acomodaba en su asiento, relojeaba la hora (¿estaría apurado? ¿lo estarían esperando?). El color anaranjado de su túnica era igual al de los otros monjes que había visto en los templos que visité. (Miento: algunos tienen túnicas rojas o usan la roja sobre la naranja.)
En ningún momento me miró. Yo no podía sacarle los ojos de encima. Me acordaba de la conversación que habíamos tenido con J., que me contaba que había viajado a Tibet y que había tenido la oportunidad de conversar con un monje que había pasado 23 años encerrado en un cuarto diminuto meditando. ¿Quién llevó la cuenta del tiempo? ¿Cómo sabe que fueron 23 años? ¿Por qué 23 y no 20 o 25? ¿Qué comía? ¿Dónde cagaba? ¿Qué fue lo primero que hizo cuando salió de ese cuarto? ¿Cuál fue su primer pensamiento? ¿Cómo siguió con su vida después de estar veintipico de años ‘ahí’? ¿Cuál fue su primera palabra, su primer recuerdo, su volver-al-mundo?   J. no me pudo responder. Él había estado más interesado en conversar sobre la meditación, el despojarse del‘yo’y del pensamiento, el nirvana. Yo me preguntaba qué podría llevar a un hombre a encerrarse tanto tiempo y cómo vive la vida después una persona que consagra más de 20 años a enclaustrarse y un día sale y se pone a conversar con un turista extranjero que ¡oh casualidad! pasa por ahí.
No sé por qué me dio la impresión de que mi monje era más citadino. Tenía una flor de loto tatuada en su muñeca izquierda y llevaba un bolsito celeste y una caja alargada en la cual seguramente había inciensos. Si tuviera que adivinar, diría que volvía al templo después de visitar a su familia (porque los monjes también fueron niños y tuvieron una madre que los crió), o se estaba mudando de pagoda.
Ver monjes ya no me sorprende. Al principio eran toda una ‘novedad’. Me quedaba atónita cuando veía uno, les sacaba fotos haciéndome la disimulada, y hasta he perseguido a un par en un centro comercial para ver qué hacían y qué compraban. Hoy por hoy me parecen de lo más ‘normal’. Tan ‘normal’ como hasta hace dos años me podían parecer un sacerdote o una monja. (¡!). (En realidad, lo que ahora me soprendería sería encontrar una iglesia o a alguno de sus representantes.)
Es curioso darse cuenta de cómo el contexto cambia tanto nuestra mirada. Lo increíble no es el cambio en sí (que se va dando de a poco), sino ese preciso instante en que abrís los ojos y descubrís que ya te resulta completamente natural ver a un monje en plena ciudad; que (a pesar de haber estudiado y hablar varias lenguas) vivas en carne propia lo que es el analfabetismo; que cada dos por tres te cruces con estudiantes de medicina de Dubai, Abu Dabi, India o Pakistán (y que te hagan acordar a los estudiantes de medicina colombianos o venezolanos que pululan por Baires); que Alí se vuelva un nombre más común que Juan, y que Malala Yousafzai (la chica pakistaní que fue baleada por los talibanes) resulte ser la prima de un chabón con el que te tomaste un par de cervezas en el bar de siempre y que el tipo haya dicho, entre trago y trago, que gran parte de lo que pasó fue en verdad puro invento de la prensa.
¡Lógico!
Y que todo eso sea algo habitual y cotidiano, y que te parezca absolutamente normal
Tan normal como quedarte dormida en un bondi y que una frenada te haga abrir de golpe los ojos.