Make a wish...

Llega fin de año y la pregunta que más escucho es: "¿Cuás es tu resolución para el 2012?"
Nunca tuve una "New Year's resolution", soy más bien una chica de "balances". Hasta no hace tanto llevaba un diario íntimo en el que anotaba casi todos los días alguna pavadita. Todos los "fin de año" leía cómo habían sido mis últimos doce meses y escribía en base a eso lo que me había gustado, lo que no y lo que esperaba de los próximos. Siempre me sorprendía la cantidad de aciertos que encontraba, muchos más de los que recordaba al momento de hacer el recuento de lo que había sido mi vida anual. Cuando era chica guardaba en un papelito mis proyectos para el año venidero y lo abría recién la primera semana del siguiente enero. Lo debo haber hecho por dos años nomás, porque en seguida me di cuenta de que no funcionaba ya que mis deseos, mis proyectos, mis expectativas cambiaban de un mes a otro. Era lógico: estaba creciendo, y se notaba. Empecé a hacerlo cada seis meses, hasta que noté que eso tampoco iba, entonces opté por añadir el diario como para registrar esos cambios que se me perdían en algunos de los 364 días anteriores. Aprendí más de mí con mis diarios que en mis interminables sesiones de terapia.
Los últimos fines de años decidí incorporar además algunas costumbres típicas de este período del año. Independientemente de mi fascinación por las cosas mágicas e inexplicables, hay tradiciones que me gusta cumplirlas solo por el hecho de que al hacerlo se comparte momentáneamente la locura: que una amiga te regale una prenda íntima para que uses en nochebuena, comer las 12 uvas a las doce en punto, brindar arriba de una silla (y bajarse sin caerse!), brindar mirando a los ojos, brindar y pedir un deseo, brindar, brindar, brindar...
Todos los 31 de diciembre, en mis cumpleaños y en cuanta ocasión se me presenta pido tres deseos. Nunca sé cuándo deben pedirse los tres y cuándo se pide solo uno. Sé que hay reglas para eso pero nunca las cumplo (por las dudas me quede corta). Además siempre tengo más de un deseo, más de tres en verdad, así que seleccionarlos también me lleva un tiempo de reflexión (salvo el tercero que siempre fue "que se cumplan los otros dos"). Gracias al meticuloso registro que llevo de mi vida, pude constatar que no se me cumplió nunca jamás ni un puto deseo de los que pedí levantando la copa, mirando a los ojos, cerrando fuerte los ojos, soplando las velitas, viendo pasar una estrella fugaz, comiendo las 12 uvas, etc. Desolador. Atribuía el incumplimiento a la vaguedad del pedido, por ejemplo "viajar". ¿Viajar a dónde, con quién, con qué propósito, por qué, para qué? Mar del Plata, Bariloche, esos destinos no contaban dentro de los deseos cumplidos ya que mi "viajar" implicaba otro tipo de aventura, otro rumbo. Eso lo sabía.
En el 2009 tuve una revelación: Brasil era mi destino. Empecé entonces a planear la travesía de a poco, con tiempo, a estudiar portugués, a hacer contactos, a buscar lugares, a mandar CV's, se dieron casualidades, encuentros y desencuentros, y el deseo se concretó: quiero viajar a Brasil. Todo parecía encaminadísimo, y la fecha que me había puesto era mayo 2011. Estaba feliz, "¡por fin un deseo que se me cumple!", los astros estaban de mi lado, el universo finalmente me había escuchado. Ja. Me acuerdo patente de una frase que le escuché decir hace siglos a Bobby Flores en la radio: "Si quieres hacer reír a dios, cuéntale tus planes". Es obvio, uno tiene un plan de vida pero la vida tiene sus propios planes.
Dos meses antes de viajar todo se cayó. "Todo pasa por algo" me decían. Me cago en todo pensaba, otro deseo de mierda que no se me da.
Mi último cumpleaños, dolida por la tremenda desilusión, pedí un único deseo. Fue intenso, sincero, despojado de falsas expectativas, salió de mis entrañas, y fue el más (im)preciso de todos los que había pedido hasta entonces: "que la vida me sorprenda... para bien". Tres meses después, casi sin que me diera cuenta, me vi envuelta en la vorágine de desarmar el departamento, correr entre médicos, embajadas, visa, semanas sin dormir, incertidumbre, despedidas, llantos, risas, promesas, y la sorpresa de ver cumplirse mi primer deseo.
Esta noche cuando brinde y coma las 12 uvas y me caiga de la silla y me levante a las carcajadas voy a pedir que (como hasta ahora) la magia me envuelva, la risa me ahogue, los sueños me desvelen, los abrazos me perfumen, mi vista se deslumbre, la música me hechice, mis sentidos estallen, la sorpresa me atraviese, mis lágrimas den frutos; y un deseo más, que saldrá de adentro mío y que tengo la certeza de que este año se cumplirá. Porque ahora sé que cuando el deseo es verdadero, su cumplimiento es azarosamente inevitable.
¡SALUD!

El sonido del silencio

Me gusta el ruido, lo encuentro extrañamente arrullador. Durante un tiempo solía poner la 'lluvia' que se escucha entre una radio y otra para dormirme. La música no me funciona ya que empiezo a cantarla, me desconcentro y pierdo el sueño. En cambio el ruido es algo imprevisto, difícil de seguir, casi imposible de prever, simplemente ocurre. Necesito algún tipo de ruido para dormir. Mis últimos seis años los viví en una de las zonas más ruidosas de la ciudad; me han adormecido ambulancias, bocinazos, conjestionamientos, protestas, patrulleros y hasta tres autobombas que pararon enfrente de mi edificio para apagar un incendio (del cual me enteré cuando salí a tomar "aire" al balcón). Todo tipo de arrullo para mis delicados oídos. Curiosamente, los domingos solía despertarme por el silencio o por el molesto e inoportuno canto de los pájaros. Odio el canto de los pájaros, con su armonía perfecta y su dulzura empalagosa. Cuando empiezan a cantar saldría con una gomera a matarlos a todos. ¡No me dejan dormir!
Mis primeras semanas aquí me costó conciliar el sueño. A pesar de que las calles son inverosímilmente caóticas, los edificios están construidos de tal forma que están aislados del ruido. Ni una bocinita, ni una ambulancia, mucho menos protestas: solo silencio. Desesperante. Pero el otro día ocurrió algo que me despabiló, un ruido imprevisto que me despertó y me mantuvo desvelada intentando reconocerlo, un sonido lejanamente familiar y a la vez extraño. Lo primero que atiné a pensar entre sueños fue "¿Dónde mierda estoy?" (pregunta que se sigue repitiendo al menos una vez por semana). Sin abrir los ojos toqué a mi alrededor: estoy en una cama. El ruido persistía y mi duda se incrementaba. Encendí la luz y manoteé mis anteojos como pude: eran las 5 am. Me sentí relativamente aliviada al percatarme de que el sonido provenía de afuera, y en cuanto volvió el silencio apagué la luz y sumergí mi cabeza en la almohada. Ni dos minutos deben haber pasado que lo escuché nuevamente, y esta vez lo reconocí: a un desubicado, infeliz, desgraciado, insensato, desafortunado y malaventurado gallo se le había dado por cantar a las cinco de la mañana en el centro de la capital de la ciudad más poblada de China. ¿Un gallo? Sí, un gallo al que se le había ocurrido quiquiriquear en el medio de un complejo edilicio. Mascotas raras si las hay... Más que con una gomera me dieron ganas de salir con un cuchillo y hacerlo puchero o salpicón, pero desistí. En el fondo sentí algo de pena, ya que seguramente la cacerola sea uno de los tantos destinos que el pobre infeliz debe compartir junto con sus también desdichadas concubinas.

No volví a escucharlo.
QEPD.