No voy en tren, voy en avión

Aun siendo un país muy apegado a las tradiciones, hay algo que se debe que reconocer como "de avanzada" en China y es su sistema de transporte: aeropuertos conectados a la ciudad a través de subtes, trenes comodísimos para viajar a cualquier parte del país, micros-cama (cama cama, no asientos reclinables) que circulan en modernísimas rutas y autopistas que unen las distintas ciudades e infinidad de autos de alta gama. Pero el tráfico por las autovías suele ser catastrófico y uno puede quedar varado por horas, como bien lo sé yo que casi pierdo el avión de Beijing a Frankfurt. Esa fue una de mis experiencias más traumáticas en lo que respecta a viajes y aviones. Una lluvia torrencial había cortado el sistema eléctrico y el tren que me llevaba de Zhengzhou a Beijing había llegado con retraso. Ya no tenía tiempo de llegar hasta el subte que va al aeropuerto y una amiga china me recomendó jugármela y tomar un taxi: "el tránsito no se ve tan mal ahora, pero va a empeorar en unos minutos, lamento decirte que quizás no llegues a tiempo...". Desde Argentina mi mamá chequeaba si el vuelo estaba demorado o no y trataba de tranquilizarme mientras yo, llorando desconsoladamente, buscaba un taxi, un auto particular, una moto, un remolque, un camello o cualquier cosa que me llevara al bendito aeropuerto. Encontré a un tipo que se ofreció a llevarme por un precio descabellado, el cual ni atiné a regatear en virtud de mi profunda desesperación. Finalmente llegué, corriendo, fui la última en entrar al avión y vi cómo cerraban las puertas detrás mío. Lloré un rato más (por estrés y por deporte) hasta que me dormí. En Frankfurt tenía 9 horas de espera hasta tomar el vuelo a Buenos Aires y, muy relajada, decidí aventurarme a pasear un ratito. Dejé el equipaje de mano en un locker, cambié 50 euros y me tomé el modernísimo tren subterráneo al centro. A las tres horas, después de haber caminado, tomado una cerveza y comido una auténtica salchicha alemana, emprendí mi regreso al aeropuerto con muchísimo tiempo, el cual consumí enteramente tras perderme en el camino, perder el locker en el aeropuerto y perder a los policías que me seguían por considerar "sospechosa" mi corrida frenética de un lado al otro buscando el lugar donde había guardado mi equipaje de mano. Una vez más fui la última en entrar al avión. Parecía que se me había hecho costumbre ya. Unos meses antes viajando de Shanghai a Guilin con F. nos pasó lo mismo. Por alguna razón que no recuerdo, los vuelos estaban saliendo con demora. Estábamos sentadas en la isla par de la sala de espera (ya que en la isla impar, desde donde salía nuestro avión, estaba todo ocupado) escuchando atentamente la llamada de los vuelos. Y si bien el nuestro no había sido anunciado, de repente notamos que la isla impar estaba vacía. Fuimos hasta allí a ver qué pasaba, y nos encontramos con que ya habían abordado todos. Claro, no sabíamos que el pasillo angosto no solo separaba los vuelos, también separaba la llamada a ellos, que nosotras nunca escuchamos. Pudimos entrar al avión, últimas por supuesto, y no tan sorprendidas por esta anécdota. El anterior vuelo de Xi'an a Shanghai había sido todavía más curioso: también demorado, nos habían hecho entrar al avión para aplacar el ánimo de los pasajeros, que bastante caldeados estaban. Una vez adentro, nos dijeron que el avión iba a tardar un tiempo más en despegar, pero antes de que empezaran las protestas el capitán anunció que iban a ofrecer el almuerzo durante la espera. Sin embargo a los pocos minutos al avión le dieron pista, justo en el preciso momento en el que las azafatas estaban sirviendo la comida. En pleno despegue las pobres auxiliares de abordo hicieron malabares a 45° para repartir las bandejitas con los alimentos a todos los pasajeros, no sea cosa que un chino se quedara sin su porción de arroz o fideos. ¿Los cinturones y las medidas de seguridad? Bien gracias, para mí una copita de vino por favor. Blanco. Con hielo. ¡Uy, cuidado!
A pesar de todas las historias que me contaron y que me tocó vivir, hubo una que está y estará por siempre primera en mi lista. Ocurrió, por supuesto, en China. Viajaba desde Zhengzhou a Hanoi (Vietnam), muy temprano por la mañana. Sabía que la forma más fácil y segura de llegar al aeropuerto era a través del shuttle bus que salía de un hotel no muy lejos de mi casa a las 5 am. Tenía dos opciones: dormir y correr el riesgo de seguir de largo, o seguir de largo y viajar sin dormir. Por supuesto, elegí la segunda opción. Esa noche me encontré con mis amigos en el bar de siempre y a eso de las 3 volví a casa a ultimar detalles. Metí lo que faltaba en la valija, puse el pasaporte en mi cartera, escondí algo de plata en mi riñonera de viaje y, antes de salir, me tomé un ibuprofeno y guardé un tampón en el bolsillito de mi vestido. "Cuando llegue a Vietnam tengo que comprar tampones para abastecerme" pensé. Es que en China no usan tampones, y los que me había llevado de Argentina ya se me estaban acabando.
Llegué al aeropuerto tan temprano que estaba todo cerrado. Cuando finalmente abrieron los controles de seguridad, me dispuse a pasar antes que nadie: esta vez me había propuesto ser la primera en entrar al avión. Pero las cosas no salieron como las planeé (como es costumbre en mi vida). Al pasar por el detector de metales, algo sonó. Me había olvidado de sacarme la riñonera que llevaba oculta debajo del vestido. El cierre de metal también había sonado en el aeropuerto de Frankfurt y fue la causa de mi exhibicionismo. "Por favor, tendrá que acompañarnos a un cuarto aparte, siga al oficial que la escoltará para hacerle algunas preguntas". Me vi tras las rejas, recordé la nefasta historia alemana, la cara de la Merkel y ahí mismo al grito de "¡es la riñonera! ¡es la riñonera!" me levanté el vestido y me saqué todo (vestido y riñonera). No cayó muy bien la exposición de mis partes, pero al menos no me llevaron a interrogarme a ningún lado. Volví a pasar por el detector, silencioso, escanearon la riñonera y, creo yo, les debe haber dado pena la poca cantidad de efectivo que llevaba. "Pasá, pasá" me dijeron con lástima, y yo pasé. Ahora, en China, me encontraba una vez más en la misma situación. Me puteé por no haberme puesto la riñonera después del control de seguridad, pero ya era tarde: me estaban palpando. Antes de que tuviera la oportunidad de desnudarme por segunda vez en un aeropuerto, la oficial encontró que llevaba conmigo algo inesperado, imprevisto, desconocido, extraño, oculto, singular, exótico, misterioso, sospechoso: un tampón. Sacó mi pequeño OB del bolsillito de mi vestido y comenzó a interrogarme. "What is this?" me preguntó con desconfianza. Vale aclarar que en China, aun en los aeropuertos y en las zonas más turísticas, el inglés no es un idioma muy hablado. "It's a tampon" respondí, sabiendo que no iba a entenderme. "What is this? What is this?" repetía incansablemente mientras yo trataba de explicarle con otros términos algo que ella nunca había visto en su vida: "It is something you put inside you vagina when you have your period. You know? When the blood comes out of here" le explicaba con palabras y gestos. Oh, los gestos que hice... imposible escribirlos! Pero por mucha mueca que hiciera, no había forma de hacerle entender lo que era mi pequeño OB. De repente toda la seguridad del aeropuerto se congregó frente a mí y a mi tampón. Éramos sospechosos. Policías y oficiales aeronáuticos, handies en mano, interrumpieron el normal chequeo de los pasajeros, que cogoteaban para ver qué estaba ocurriendo con la lǎowài. Se pasaban el tampón de mano en mano, le sacaban fotos con sus teléfonos, mientras yo miraba azorada la escena a un costado. Y cuando creía que el circo se había terminado, los muchachos redoblaron la apuesta: pusieron el tampón en una de las bandejitas y lo escanearon. Enseguida se me vino a la mente el comercial de OB protagonizado por Natalia Oreiro: una chica paseando a su perrito y vistiendo un ajustado minishort blanco pasa por entremedio de un grupo de adolescentes que sin pudor ni tapujo le miran abiertamente el culo mientras la locutora pronuncia con complicidad: "Tranquila, vas con OB". Pues ahí estaba yo, con mi OB, en medio de un revuelo y muy lejos de la prometida tranquilidad. Al ratito, una oficial nueva se acercó al comité que se había formado y dijo unas palabras. Rápidamente todos se fueron corriendo cual cucarachas, y la mujer que me había palpado me devolvió el tampón sin mirarme a la cara, muy avergonzada. Es que son muy pudorosos en lo que a estas cuestiones se refiere, y seguramente lo que la otra señorita dijo había desculado el misterio de mi dudoso objeto: es una cosa que se usa para la menstruación.
Yo agarré mi cartera (que hacía rato estaba esperando del otro lado de la cinta) y guardé con asco en mi bolsillito el tampón, el cual tiré en el primer cesto que encontré. Los controles de seguridad se retomaron con normalidad y aquí no ha pasado nada.
Subí al avión con tiempo y sueño, ya que otra vez se había demorado el vuelo y yo estaba sin dormir. En cuanto me senté, antes de abrocharme el cinturón, abrí mi cartera para sacarme las lentes de contacto. Con sorpresa me percaté que no había puesto el líquido de las lentes en ninguna bolsita, pero nadie lo había notado. Como tampoco notaron que había pasado el estrictísimo "security check" con una botella de agua, tres encendedores y una Victorinox, todo en la misma cartera que viajaba conmigo y mi tampón. Pensé que quizás podría tener problemas por llevar todo esto conmigo arriba en el avión (¡tres encendedores y una navaja!), pero en seguida descarté todo temor. Me puse un tampón nuevo en el bolsillito de mi vestido como medida de seguridad para despistar futuras pesquisas, y con risueña complicidad me dije por lo bajo: "Tranquila, vas con OB".