La isla encantada

Desde que tengo memoria, siempre tuve sueños "extraños": un tiburón blanco re copado se ofreció a llevarme adentro de su boca a una fiesta en el fondo del mar porque estaba llegando tarde (para variar...); viajé en tarántula gigante por la Panamericana (siendo aracnofóbica como soy!!); fui testigo y partícipe de múltiples crímenes junto con Tom Cruise, Nicole Kidman, Julian Assange, y otros; tuve love stories con Plácido Domingo, Erwin Schrott (se ve que la voz de barítono me puede), Richard Gere, Christopher Lambert (de joven) y hasta con un simpático Mefistófeles, que me hablaba en una lengua que no entendía pero que igual podía comprender. He soñado historias dignas de culebrones, películas de terror, comedias absurdas y bizarras como pocas. Para mis amigos es una pesadilla que les cuente un sueño (por el detalle y la precisión con que relato cada uno), e intuyo que para mis terapeutas también lo fue.
Hace siete años exactamente tuve un sueño muy particular, uno de mis preferidos, muy 'cursi' para mi estilo de entonces, y que nunca pude olvidar.
Soñé que yo siempre había tenido una cierta capacidad para la magia, pero nunca la había querido utilizar por miedo. Hasta que un día, tomando coraje, decidía sacar algo bueno de eso e iba a un lugar donde sabía que pasaban cosas "mágicas". Al llegar, me daba cuenta de algo increíble: la magia es una sensación corporal alucinante. Es decir, se pueden realizar "actos mágicos" únicamente si se siente la magia en el cuerpo. Volvía a mi casa feliz, con deseos de probarla, me sentaba en un sillón y trataba (por medio de la magia) de levantar un fierro que estaba tirado en el suelo. Estaba tan concentrada tratando de elevar el fierro hasta mi mano que me caía del sillón, pero con tanta "suerte" que al incorporarme veía que al lado de mi mano estaba el bendito fierrito, y al agarrarlo entendía que la magia siempre está presente pero de manera velada, casi sin que la notemos, "disimulada" en hechos cotidianos frecuentes. Yo quería que el fierro subiera hasta mi mano, pero en su lugar me caí yo hasta él "mágicamente", porque la tímida magia prefiere no manifestarse de manera tan abierta sino que gusta de esconderse para que no nos avivemos de su embrujo diario.
La imagen del sueño fue fascinante, eso de pensar que la magia se esconde en cualquier lado y que no nos damos cuenta, y que es una sensación corporal.
Me acordé de este sueño al poco tiempo de desembarcar en Koh Tao. Llegué con la idea de quedarme tres o cuatro días, sin saber bien qué hacer ni a dónde continuar después, y con mi brújula apuntando al norte. No tenía reserva de hotel ni hostel ni nada, ni mapa del lugar, ni la más remota idea de dónde estaba ni de por qué me había encaprichado tanto en ir ahí. Esperaba encontrarme con miles de personas ofreciendo alojamiento (como en Koh Phi Phi), pero cuando el barco llegó a las 6 de la mañana el puerto estaba completamente vacío y solo había taxis que ofrecían su servicio por una suma descabellada. Un taxista se apiadó de mí y me llevó por casi nada a la zona donde empieza la playa más concurrida, Sairee Beach. En un principio atribuí su bondad a mi pinta de pordiosera; hoy lo veo como el comienzo de los días mágicos que viví en esa isla encantada.

Koh Tao tiene una extensión aproximada de unos 21 km2, y está situada en el Golfo de Tailandia a unos 70 km. del continente. Su nombre ("Isla Tortuga") se debe a la forma de la isla (que de tortuga no tiene mucho) y a la cantidad de tortugas marinas que en una época solía haber. Las revistas turísticas dicen que inicialmente fue una isla deshabitada, refugio de marineros en días de tormenta o simplemente parada estratégica camino a otro rumbo. Pero hay otra historia también, un poco más siniestra, que no se cuenta en los folletos de viajes, y que dice que hace no muchos años la isla fue una especie de Alcatraz, una cárcel a donde mandaban a los presos (muchos de ellos políticos) y los dejaban abandonados a su propia suerte. La lejanía con respecto al continente y a las otras islas convertía a Koh Tao en una prisión "perfecta". Los tailandeses, que son muy supersticiosos, creen que cualquiera que llega a la isla queda inmediatamente "preso": no se puede ir o siempre regresa. Algo de eso me pasó a mí.
La mayoría de las personas que va a Koh Tao lo hace para bucear, ya que es el lugar más barato del mundo para adquirir licencias de buceo (además de ser un sitio precioso). Yo había buceado una vez, cuando estaba en la primaria, en Puerto Madryn. Fue mi "Bautismo Submarino", y siempre lo recordé como una de las experiencias vividas más increíbles e intensas. Claro, cuando lo hice tenía apenas 10 u 11 años, y en esa época no tenía mucho con qué comparar la intensidad de mis experiencias vividas. Quién hubiera dicho que 20 años después iba a rectificarlo....
Mis primeros días fueron de relax y exploración. Me dediqué a recorrer la isla y sus playas, a nadar en cada una de ellas, a mirar el cielo hasta quemarme los ojos, a bailar en la orilla del mar en los bares que bordean la costa y a respirar un aire distinto, especial. Había algo en la atmósfera de la isla que me inspiraba, como un presagio de esa brisa que de a poco me iría atrapando en un remolino de emociones.
Me tomé mis días para elegir cuál sería mi escuela de buceo. La oferta es tan pero tan pero tan amplia que desorienta. Pregunté, investigué, mandé mails, y en la espera de respuestas (y señales) me terminé quedando con la que se tenía que cruzar por mi camino en el momento menos pensado, mientras estaba buscando otra cosa. Además su nombre, Pura Vida, me resultó muy tentador.
Las dos primeras clases fueron teóricas, y cuando al día siguiente fuimos al mar me sorprendí recordando al detalle mi Bautismo Submarino: la máscara, el regulador, el tanque, el chaleco, el traje, el peso, la emoción de flotar debajo del mar, la ingravidez, la ligereza, la calma, el silencio, la magia.
Y entonces me acordé de mi sueño, y la sentí, empecé a vivir y a experimentar esa sensación en el cuerpo: la presión del agua sobre mí; los colores que cambian de color; el gusto a sal; flotar, y que sea tu respiración la que te lleve más arriba o más abajo; respirar, y que las burbujas exhaladas sean el único sonido; volar, y que sea el agua tu impulso; ver, y que tus ojos no den crédito ante tanta belleza. Y todo ahí, a 7, 12, 15, 18, 30 metros abajo del agua. Abajo del agua. Mágico.
Los días pasaron, y de los tres o cuatro que me iba a quedar llegué a estar casi un mes, sumergida durante el día en un paraíso marino y fascinada a la noche por los shows de fuego a la orilla del mar, cautivada por las historias de un birmano, riendo hasta llorar y bailando hasta caerme con desconocidos-conocidos de toda la vida, sintiendo en cada poro de mi piel la magia de saberme viva, y darme cuenta de que lo que empezó siendo una visita caprichosa y sin rumbo se convirtió en un deseo de cambiar de rumbo para adueñarme de esa nueva sensación que estaba descubriendo.
Dejar la isla fue terriblemente desgarrador. Tan triste y desolador como regresar al paraíso perdido y volver a perderlo, como si una parte de mi alma se hubiera quedado entre los corales, narcotizada entre el barco hundido y el silencio más puro, y cálidamente iluminada por los rayos de sol que pelean por colarse a través del agua. Un paraíso de burbujas y peces de colores donde la vida es, sencillamente, perfecta.
Sí, una parte mía quedó (presa) en Koh Tao, pero me queda el consuelo de saber que una parte de Koh Tao me la llevé conmigo. Me fui, pero me quedo, y voy a volver aunque sea en el recuerdo, porque dondequiera que vaya, donde sea que esté, ahora sé que los lugares mágicos existen, que la magia se siente en el cuerpo, en la gente, y en los lazos que uno traza que, por breves que sean, hechizan el corazón y lo hacen galopar hasta crecerle alas. O aletas.