Abrí de
golpe los ojos y me sobresalté: no podía reconocer el lugar en donde estaba, el
bondi en el que estaba, el paisaje que veía, ni tampoco recordaba de dónde
venía ni a dónde estaba yendo. Nada de lo que estaba a mi alrededor tenía
sentido pero tampoco eso parecía preocuparme demasiado. Había perdido
totalmente la conciencia y estaba ‘más allá’.
Eran más o
menos las 3 de la tarde, o las 4, o las 5. A pesar de ir en sentido contrario a
la horda desquiciada, el tráfico era insoportable. El chofer había clavado los
frenos y me había sacado un poco de la modorra, justo a tiempo para darme
cuenta de que en dos paradas me tenía que bajar.
El bondi ya
estaba casi vacío, solo quedábamos él y yo. Hacía frío, pero él parecía no
sentirlo. Miraba por la ventanilla, se acomodaba en su asiento, relojeaba la
hora (¿estaría apurado? ¿lo estarían esperando?). El color anaranjado de su
túnica era igual al de los otros monjes que había visto en los templos que
visité. (Miento: algunos tienen túnicas rojas o usan la roja sobre la naranja.)
En ningún
momento me miró. Yo no podía sacarle los ojos de encima. Me acordaba de la
conversación que habíamos tenido con J., que me contaba que había viajado a
Tibet y que había tenido la oportunidad de conversar con un monje que había
pasado 23 años encerrado en un cuarto diminuto meditando. ¿Quién llevó la cuenta del tiempo? ¿Cómo sabe que fueron 23 años? ¿Por
qué 23 y no 20 o 25? ¿Qué comía? ¿Dónde cagaba? ¿Qué fue lo primero que hizo
cuando salió de ese cuarto? ¿Cuál fue su primer pensamiento? ¿Cómo siguió con
su vida después de estar veintipico de años ‘ahí’? ¿Cuál fue su primera
palabra, su primer recuerdo, su volver-al-mundo? J. no me pudo responder.
Él había estado más interesado en conversar sobre la meditación, el despojarse del‘yo’y
del pensamiento, el nirvana. Yo me preguntaba qué podría llevar a un hombre a
encerrarse tanto tiempo y cómo vive la vida después
una persona que consagra más de 20 años a enclaustrarse y un día sale y se pone
a conversar con un turista extranjero que ¡oh casualidad! pasa por ahí.
No sé por
qué me dio la impresión de que mi monje era más citadino. Tenía una flor de
loto tatuada en su muñeca izquierda y llevaba un bolsito celeste y una caja alargada
en la cual seguramente había inciensos. Si tuviera que adivinar, diría
que volvía al templo después de visitar a su familia (porque los monjes también
fueron niños y tuvieron una madre que los crió), o se estaba mudando de
pagoda.
Ver monjes ya no me sorprende. Al principio eran toda una ‘novedad’. Me
quedaba atónita cuando veía uno, les sacaba fotos haciéndome la disimulada, y
hasta he perseguido a un par en un centro comercial para ver qué hacían y qué
compraban. Hoy por hoy me parecen de lo más ‘normal’. Tan ‘normal’ como hasta
hace dos años me podían parecer un sacerdote o una monja. (¡!). (En realidad, lo
que ahora me soprendería sería encontrar una iglesia o a alguno de sus
representantes.)
Es curioso darse cuenta de cómo
el contexto cambia tanto nuestra mirada. Lo increíble no es el cambio en sí
(que se va dando de a poco), sino ese preciso instante en que abrís los ojos y
descubrís que ya te resulta completamente natural ver a un monje en plena
ciudad; que (a pesar de haber estudiado y hablar varias lenguas) vivas en carne
propia lo que es el analfabetismo; que cada dos por tres te cruces con estudiantes
de medicina de Dubai, Abu Dabi, India o Pakistán (y que te hagan acordar a los estudiantes
de medicina colombianos o venezolanos que pululan por Baires); que Alí se
vuelva un nombre más común que Juan, y que Malala Yousafzai (la chica pakistaní que fue
baleada por los talibanes) resulte ser la prima de un chabón con el que te
tomaste un par de cervezas en el bar de siempre y que el tipo haya dicho, entre
trago y trago, que gran parte de lo que pasó fue en verdad puro invento de la prensa.
¡Lógico!
Y que todo
eso sea algo habitual y cotidiano, y que te parezca absolutamente normal.
Tan normal como quedarte dormida
en un bondi y que una frenada te haga abrir de golpe los ojos.